Bret Stephens: Nuevas reglas para un nuevo mundo
La invasión rusa de Ucrania se está describiendo como el fin de la era posterior a la Guerra Fría. Esto no es del todo exacto. Desde el colapso de la Unión Soviética en 1991, hemos visto tres eras diferentes. Cada una de ellas duró aproximadamente una década.
Hubo los años del Fin de la Historia de la década de 1990, cuando Washington pensaba que la principal tarea de la política exterior era conducir al mundo hacia un orden más democrático, de libre mercado y basado en normas. Esas prioridades se desvanecieron tras el 11-S, cuando ningún asunto internacional importaba más a los responsables políticos que la lucha contra el islamismo militante. Una década después, tras la muerte de Osama bin Laden en 2011, Barack Obama puso efectivamente fin a la guerra contra el terrorismo, diciendo que era hora de «centrarse en el desarrollo interno de nuestra nación.»
Esta fue una década cuyos instintos animadores fueron tipificados por dos elocuentes y reveladoras reacciones de dos presidentes a dos crisis, ambas relacionadas con Ucrania.
La primera fue la tibia respuesta de Obama a la toma de Crimea por parte de Rusia en 2014, tras la cual se negó a proporcionar a Kiev ayuda militar letal con la teoría de que el futuro de Ucrania era un interés fundamental de Rusia, pero no de Estados Unidos. El segundo fue la amenaza y chantaje de Donald Trump a Volodymyr Zelensky en 2019, cuando intentó condicionar el envío de ayuda de seguridad a Ucrania a que Zelensky le consiguiera algunos trapos sucios sobre la familia Biden.
En otras palabras, Obama miró a Ucrania y preguntó: «¿Qué ganamos nosotros?». Trump miró a Ucrania y preguntó: «¿Qué gano yo?«. Para ninguno de los dos presidentes fue una prioridad la cuestión de evitar otra invasión rusa, y mucho menos promover el desarrollo democrático de Ucrania.
Mientras tanto, Vladimir Putin miró a Ucrania y concluyó: «Todo es para mí».
El presidente ruso puede haber tenido varios motivos para invadir Ucrania. Pero sería absurdo suponer que no se sintió atraído por nuestra aparente indiferencia hacia el destino de Ucrania; por la voluntad de los sucesivos presidentes estadounidenses de seguir haciendo negocios con él incluso cuando invadía a sus vecinos, envenenaba a los disidentes, pirateaba y atacaba nuestras redes tecnológicas y sociales y se entrometía en nuestras elecciones; por la debilidad militar de Europa y su creciente dependencia de la energía rusa; por la formación de un Eje de la Autocracia empeñado en derrocar el orden liberal liderado por Estados Unidos.
Todo esto hizo que la táctica de Putin en Ucrania pareciera un buen gambito, una apuesta aceptable, excepto por su incapacidad de tomar en cuenta el valor del pueblo ucraniano, su magnífico presidente y la ineptitud del propio ejército ruso. Esa valentía ha dado a Occidente tiempo para reagruparse y ayudar a salvar a Ucrania. También debería ser una oportunidad para repensar la forma en que miramos los asuntos exteriores para la próxima década. Necesitamos nuevas reglas para un nuevo mundo.
¿Cuáles deberían ser? Algunas ideas:
Libre comercio para el mundo libre. El nacionalismo económico nunca funciona. Desvincular la economía rusa del resto del mundo ya es doloroso. Y la única esperanza a largo plazo para desvincularse de China es a través de una mayor integración económica de las naciones libres y aliadas. Eso significa la reactivación de la Asociación Transpacífica, y un acuerdo de libre comercio con la Unión Europea y otro con Gran Bretaña.
Ayudar a los que se ayudan a sí mismos. Si una de las lecciones de los últimos 20 años es que no podemos luchar por la libertad de aquellos que no luchan por ella, la lección de Ucrania es que al menos podemos dar a los que luchan las herramientas para que puedan terminar el trabajo. Un modelo es el acuerdo de submarinos de propulsión nuclear que Estados Unidos y Gran Bretaña firmaron el año pasado con Australia, que la administración debe acelerar si quiere ser un elemento disuasorio para China. Otro modelo es Israel, al que armamos con aviones estadounidenses para que nunca tengamos que defenderlo con tropas estadounidenses.
Instituciones mundiales paralelas. China ha destrozado la Organización Mundial del Comercio al negarse a cumplir sus compromisos. Rusia ha destrozado la Interpol al utilizarla para perseguir a los disidentes políticos. Es posible que el gobierno de Biden no quiera salir de esas organizaciones heredadas, pero puede rebajar su relevancia invirtiendo en organizaciones nuevas o incipientes en las que la democracia compre la pertenencia.
Ser honestos con la energía. El mundo necesitará combustibles basados en el carbono durante las próximas décadas. Y es mejor que extraigamos más en Norteamérica -incluso en tierras federales estadounidenses- que pedir a Arabia Saudí que aumente la producción o esperar obtener más de Venezuela e Irán con el alivio de las sanciones. La alternativa al aumento de la producción nacional de petróleo y gas no es sólo la energía alternativa limpia. También es la energía sucia de los petroestados.
Hay que enseriarse en materia de defensa. El debate más tonto en los círculos de política exterior es si la amenaza más grave es China o Rusia. La respuesta real es que no podemos darnos el lujo de elegir. Pero sí podemos permitirnos el lujo de gastar más en defensa, que, con menos del 4% del producto interior bruto, es aproximadamente la mitad de lo que gastábamos en los prósperos años ochenta. Una Armada de 500 buques -un aumento de 200 naves- debería ser una prioridad nacional.
Jugar para ganar. «Esta es mi estrategia en la Guerra Fría», dijo una vez Ronald Reagan a su asesor Richard Allen: «Nosotros ganamos, ellos pierden». Lo dijo en 1977, cuando parecía una quimera. Doce años después, era un hecho. Apuntemos a un mundo que no se vea acosado por gente como Vladimir Putin.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The New York Times
New Rules for a New World
Bret Stephens
Russia’s invasion of Ukraine is being described as the end of the post-Cold War era. This isn’t quite accurate. Since the Soviet Union collapsed in 1991, we’ve seen three different eras. Each of them lasted about a decade.
There were the End of History years of the 1990s, when Washington thought the main task of foreign policy was to usher the world into a more democratic, free-market, rules-based order. Those priorities faded after 9/11, when no international issue mattered more to policymakers than the fight against militant Islamism. A decade later, after Osama bin Laden was killed in 2011, Barack Obama effectively called an end to the war on terror, saying it was time to “focus on nation building here at home.”
This was a decade whose animating instincts were typified by two telling reactions by two presidents to two crises — both involving Ukraine.
The first was Obama’s tepid response to Russia’s 2014 seizure of Crimea, after which he refused to provide Kyiv with lethal military aid on the theory that Ukraine’s future was a core Russian interest but not an American one. The second was Donald Trump’s attempted shakedown of Volodymyr Zelensky in 2019, in which he tried to hold up security assistance to Ukraine in exchange for dirt on the Biden family.
In other words, Obama looked at Ukraine and asked, “What’s in it for us?” Trump looked at Ukraine and asked, “What’s in it for me?” For neither president was the question of staving off another Russian invasion, much less of encouraging Ukraine’s democratic development, a particular priority.
Meanwhile, Vladimir Putin looked at Ukraine and concluded: “It’s all for me.”
The Russian president may have had various motives for invading Ukraine. But it would be foolish to suppose that he wasn’t also enticed — by our seeming indifference to Ukraine’s fate; by the willingness of successive American presidents to continue to do business with him even as he invaded neighbors, poisoned dissidents, hacked our networks and meddled in our elections; by Europe’s military weakness and growing reliance on Russian energy; by the coalescing of an Axis of Autocracy bent on overthrowing the American-led liberal order.
All of this made Putin’s Ukraine gambit seem like a good bet — except for his failure to reckon with the courage of the Ukrainian people, their magnificent president, and his own military’s ineptitude. That courage has given the West time to regroup to help save Ukraine. It should also be an opportunity to rethink the way in which we look at foreign affairs for the next decade. We need new rules for a new world.
What should they be? A few ideas:
Free trade for the free world. Economic nationalism never works. De-linking the Russian economy from the rest of the world is already painful. And the only long-term hope for decoupling from China is through deeper economic integration of free and allied nations. That means the revival of the Trans-Pacific Partnership, and a free-trade agreement with the European Union and another one with Britain.
Help those who help themselves. If a lesson of the past 20 years is that we cannot fight for the freedom of those who won’t fight for it themselves, the lesson of Ukraine is that we can at least give those who will fight the tools so they can finish the job. One model is the deal for nuclear-powered submarines that the U.S. and Britain signed last year with Australia, which the administration needs to accelerate if it’s going to be a deterrent to China. Another model is Israel, which we arm with American jets so that we never need defend it with American troops.
Parallel global institutions. China has trashed the World Trade Organization by refusing to meet its commitments. Russia trashed Interpol by using the agency to persecute political dissidents. The Biden administration may not want to exit those legacy organizations, but it can downgrade their relevance by investing in new or nascent organizations in which democracy buys membership.
Be honest about energy. The world will need carbon-based fuels for decades to come. And we are better off extracting more of it in North America — including on U.S. federal land — than by asking Saudi Arabia to ramp up production or hoping to get more from Venezuela and Iran with sanctions relief. The alternative to increasing domestic oil and gas production isn’t only clean alternative energy. It’s also filthy petrostate energy.
Get serious about defense. The dumbest debate in foreign-policy circles is whether China or Russia is the graver threat. The real answer is that we don’t have the luxury of choosing. But we do have the luxury of spending more on defense, which, at less than 4 percent of gross domestic product, is about half of what we spent in the prosperous 1980s. A 500-ship Navy — an increase of 200 ships — should be a national priority.
Play to win. “Here’s my strategy on the Cold War,” Ronald Reagan once told his adviser Richard Allen: “We win, they lose.” He said that in 1977, when it seemed like a pipe dream. Twelve years later, it was a fact. Let’s aim for a world unhaunted by the likes of Vladimir Putin.