Bukele y la soledad americana
Desde la constitución de las primeras repúblicas hemos padecido el espejismo de la eficacia del mando vertical, sin advertir que el mal es ese
Bajo el aspecto juvenil y ‘millenial’ de Nayib Bukele, el reelecto presidente de El Salvador, resuena una voz muy vieja. Sus palabras las hemos oído infinidad de veces, en ocasiones en boca de escritores de impresionante talento, o de dictadores despóticos, incluso de los próceres de la independencia americana. No son en absoluto originales. Expresan uno de los dilemas más persistentes en la historia republicana del continente, la duda de origen, la pregunta por el lugar de América Latina en el mundo. ¿Somos o no occidentales? O, con más precisión, ¿encuentra Latinoamérica respuesta a sus desafíos políticos y sociales en la tradición ilustrada europea, o este conjunto de ideas y valores de poco sirven para gobernar una población heterogénea, con una historia particular y problemas tan radicales y profundos?
Como muchos otros, incluso como García Márquez, así me duela poner los dos nombres en una misma frase, Bukele respondió negativamente. No, los valores europeos y sus varas de medir pueden estar bien para los españoles, pero no para los salvadoreños. El autócrata ‘millenial’ fue muy claro con los periodistas internacionales que cuestionaron su talante democrático: «Dejen de decirnos cómo tenemos que hacer las cosas… Probamos durante años la receta de la ONU, de Estados Unidos y de la Unión Europea, y no funcionó». Plegarse a las demandas democráticas de Europa, añadió, sería volver a ser lacayos, volver a ser colonia.
Nada de esto es nuevo, insisto. La misma sospecha al influjo occidental asomaba ya en 1812, cuando Bolívar rechazó la Constitución venezolana de 1811 por haber sido escrita bajo influencia sajona y no para la América real, con sus tipos humanos, su idiosincrasia y sus dilemas, sino para «repúblicas aéreas». La asimilación de los sistemas políticos europeos o estadounidenses, de sus constituciones o leyes, de nada servía si antes de aclimatarse a nuevos suelos se apolillaban y reblandecían.
La alternativa era entonces la soledad, buscar soluciones americanas a los problemas americanos. Pero también desde tiempos de Bolívar el resultado de esa búsqueda ha sido siempre el mismo. Autoritarismo, líderes de mano dura, leyes que privan de la libertad a quienes no saben hacer buen uso de ella. Esa es la nefasta tradición americanista que inauguró Bolívar y de la que Bukele es tan sólo el más reciente ejemplo.
En eso ha derivado la soledad americana, en la justificación de un Castro, de un Ortega, de un Bukele. Desde la constitución de las primeras repúblicas hemos padecido el espejismo de la eficacia del mando vertical, sin advertir que el verdadero mal es ese, nuestro reticente compromiso con la modernidad occidental y la volatilidad de nuestras convicciones democráticas, que se esfuman cada vez que aparece un vendedor de humo con retórica salvífica, revolucionaria o castrense, prometiendo el orden a cambio de las instituciones y la libertad.