Cada dos días muere un ambientalista
El informe de la ONG Global Witness es impactante: en el último decenio cayeron asesinados 1.733 militantes ambientalistas.
Uno cada dos días, así de sencillo, a manos de sicarios, grupos criminales y, más infamante todavía, funcionarios gubernamentales de todas las variedades ideológicas.
Filipinas, Brasil, Colombia, México y Honduras compiten por tan obscuro galardón que alcanzó su pico en 2020, a pesar del COVID-19 o, precisamente, gracias a la distracción que la pandemia impuso entonces a los medios internacionales.
De manera insidiosa golpeó entonces a las comunidades indígenas y los países más pobres, donde el agrobusiness y las industrias minera, extractiva y maderera subvencionaron con casi total impunidad la violencia contra los individuos y las organizaciones que osaron inmiscuirse en sus actividades depredadoras.
Sólo el año pasado, revela el documento, murieron ocho guardaparques de la reserva nacional de Virunga en la República Democrática del Congo, famosa por las investigaciones sobre gorilas que realizó la naturalista Diane Fossey; la activista Joannah Stutchbury en Kenya y Angel Miró en Antioquia, Colombia.
Hace apenas tres meses, el periodista Dom Philips, colaborador del Guardian londinense, y Bruno Pereira, un brasilero experto en tribus remotas, en el valle de Javari, en la Amazonia, y el líder indígena venezolano Virgilio Trujillo Arana, defensor de su territorio contra la minería ilegal auspiciada por el régimen chavista.
La globalización explica en buena parte la virulencia del fenómeno porque las corporaciones se ven forzadas a un combate encarnizado por las tierras y los recursos naturales de países con un débil cuadro legal, cuya miseria los expone a la corrupción; así, pobreza y venalidad se coluden en las iniciativas criminales de empresarios y burócratas, aupadas por la impunidad que suele acompañar las investigaciones y los procesos legales que, cuando ocurren, lo hacen con sospechosa parsimonia.
Y, sin embargo, el Informe cita episodios estimulantes como el triunfo de las comunidades indígenas de la provincia sudafricana de El Cabo, frenando las labores exploratorias de la Shell en aguas vitales para la fauna ballenera, y de los pobladores de Sangibe, una isla indonesia, contra una compañía minera canadiense que había ganado un proceso anterior, apoyándose en fallas procedimentales.
O la reunión que, justamente en Jakarta, promovieron hace poco los máximos guías musulmanes en la Gran Mezquita Iztqlal, para movilizar a la vasta masa de creyentes, aprovechando su prestigio entre la población local, contra retos como la contaminación plástica del litoral que constituye un atractivo turístico de alta rentabilidad.
En fin, como cada año, Global Witness exhorta a los gobiernos a propiciar la seguridad, creando una zona de tolerancia cero para la violencia. Por obvias razones morales desde luego, pero sobre todo ante la agudeza que cobra día a día la depredación y la urgencia de preservar nuestra biosfera.
Varsovia, Octubre 2022