Carlos Alberto Montaner: Venezuela en la mira
Hugo Chávez y Fidel Castro en La Habana en 1994. (EFE)
Hace más de cuatro décadas, mis amigos Sofía Ímber y Carlos Rangel me llevaron a conocer a Rómulo Betancourt. Les había contado que para mí era una figura mítica a la que estaba especialmente agradecido.
Durante el mandato constitucional de Betancourt, en 1961, cuando yo era un chiquillo de 17 años, me había asilado en la embajada de Honduras, pero, tras ese país romper relaciones con Cuba, Venezuela nos salvó la vida porque la encargada de negocios, Josefina Aché, nos protegió con la bandera venezolana por órdenes, nos dijo, del presidente de su país.
En aquella única entrevista que tuvimos, Rómulo me habló con gran desprecio de Fidel Castro y me contó la historia de cómo el cubano trató de reclutarlo para su particular batalla contra Estados Unidos, fundada, claro está, en la visión antiamericana que le había dejado el marxismo-leninismo al entonces muy joven comandante.
Betancourt había sido comunista en su juventud y estaba de regreso de esos dogmas absurdos, a lo que se agregaba que tenía ciertas informaciones muy negativas sobre Fidel Castro desde fines de los años 40 por boca de sus amigos cubanos Aureliano Sánchez Arango y Raúl Roa.
Ambos le habían contado que se trataba de un gangstercillo universitario poco recomendable, extremo que también le confirmó Rómulo Gallegos, el gran escritor venezolano, expresidente de su país exiliado en Cuba y México tras el golpe militar de 1948, quien utilizara al joven Fidel como arquetipo del tira-tiros violento y resentido en su novela cubana, La brizna de paja en el viento.
En efecto, el personaje Justo Rigores de esa novela es el alter ego de Fidel Castro, mientras el profesor Rogelio Lucientes, su contrafigura noble, era el propio Raúl Roa, quien le había presentado a Gallegos al joven Castro, no sin antes vacunarlo sobre las características nocivas del personaje.
Cómo y por qué años más tarde Raúl Roa se convirtió en el eficaz canciller de Fidel Castro pertenece al capítulo de la psicopatología profunda de las personas, pero se trata de una cabriola ideológica de muy difícil justificación.
Betancourt, en definitiva, y así me lo refirió, sintió cierta satisfacción en negarle en redondo su ayuda y su complicidad ideológica al comandante. Los cubanos podían estar equivocados en esa época e idolatrar a Fidel Castro, pero el presidente de los venezolanos no se iba a dejar engañar por un sujeto radical empeñado en un camino que les traería graves dificultades a todos los latinoamericanos.
Al fin y al cabo, era la primera vez en la historia de este hemisferio que el gobernante de una nación hispanoamericana asumía como leitmotiv combatir a Estados Unidos, a sus valores, a su organización política y al sistema de economía de mercado fundado en la empresa privada.
Lo que no pudo intuir Betancourt fue la intensidad del odio que esa fallida entrevista provocó en su interlocutor. Desde ese momento, y a lo largo de buena parte de la década de los 60, Fidel Castro hizo lo indecible por destruir la entonces incipiente democracia venezolana y reclutar al país para sus aventuras de conquista imperial al servicio de la URSS y para gloria de sí mismo como cabeza del Tercer Mundo insurgente contra Estados Unidos y contra los principios de Occidente. Él tenía el liderazgo y sabía cómo construir una hermética jaula comunista, pero le faltaban los enormes recursos con que contaba Venezuela.
Desde La Habana, con el objetivo de conquistar a Venezuela, “los cubanos” propiciaron la ruptura de la juventud de Acción Democrática, adiestraron y armaron guerrilleros, organizaron desembarcos en los que figuraron oficiales cubanos junto a castristas venezolanos, y se complotaron con militares de izquierda decididos a repetir en Venezuela el episodio de la lucha contra Batista, consistente en derrotar al Ejército y establecer en el país una dictadura unipartidista de corte soviético.
El proyecto le fracasó a Castro por la voluntad de lucha de las Fuerzas Armadas venezolanas y por la decidida resistencia, primero de Rómulo Betancourt y luego de Raúl Leoni. Así que le tocó a Rafael Caldera, tercer presidente de la democracia venezolana tras la derrota total de la insurrección comunista, indultar a los presos políticos y ver cómo algunos exguerrilleros se transformaron en verdaderos demócratas, como sucedió, entre otros, con el abogado Américo Martín.
En los 70, ya convencidos de que la vía guerrillera no iba a funcionar en Venezuela y tras la reanudación de relaciones entre los dos países, Cuba inició una eficaz presencia diplomática enviando, primero, al oficial de la DGI Norberto Hernández Curbelo, y luego a Germán Sánchez Otero, quienes establecieron vínculos amistosos con numerosos personajes de la estructura de poder venezolana que nunca entendieron que aquellos cubanos amables eran los endurecidos representantes de una persistente dictadura que sólo esperaba el momento de saltar sobre la yugular de su valiosa presa.
No obstante, pese al grado de penetración en el país, la diplomacia cubana no fue capaz de detectar el intento del golpe de 1992 en Venezuela, punto de partida del teniente coronel Hugo Chávez en la vida política de su país, de manera que Fidel Castro fue de los primeros jefes de Gobierno en solidarizarse con Carlos Andrés Pérez y criticar ácidamente a los golpistas, como demuestra el telegrama que se aún se conserva.
Sin embargo, en diciembre de 1994, Fidel Castro, disgustado porque Rafael Caldera, en su segundo mandato, comenzado en febrero de ese mismo año, se había reunido con el líder opositor Jorge Mas Canosa, invitó a Hugo Chávez, recién indultado, a dar una conferencia en la Universidad de La Habana, y le dio tratamiento de Jefe de Estado. (Contra el criterio, por cierto, de José Vicente Rangel, hombre cercano a Cuba, quien no cesaba de opinar que Chávez era, realmente, un fascista).
Y algo de eso había: en ese periodo de su vida, Hugo Chávez estaba bajo la influencia del peronista radical Norberto Ceresole, también ideólogo de Gadafi, pero, poco a poco, Fidel Castro fue persuadiendo a Chávez de que la solución de los problemas de América y del mundo no estaba en el galimatías fascista propuesto por el argentino, sino en la doctrina marxista y el modus operandi leninista.
A partir de esa primera reunión, Fidel Castro pensó que si Hugo Chávez llegaba al poder, con la bolsa de Venezuela él podría continuar la lucha contra el imperialismo yanqui y por la conquista del planeta, interrumpida tras el desmantelamiento del comunismo en Europa del Este y la desaparición de la URSS como consecuencia de la traición de Mijail Gorbachov a los ideales comunistas. De manera que puso al servicio del venezolano la considerable experiencia de los operadores políticos de la DGI cubana y del Departamento de América del Partido Comunista.
Finalmente, el 6 de diciembre de 1998, Hugo Chávez, con el auxilio del aparato cubano, que hasta le procuró grandes sumas de dinero, ganó las elecciones por un amplio margen, y en Cuba, secretamente, le prepararon una serie de charlas sobre cómo gobernar y mantenerse en el poder. Los conferenciantes estaban adscritos al Estado Mayor del Ejército cubano y al Ministerio del Interior.
Fidel, muy entusiasmado porque veía los cielos abiertos con el triunfo de su amistoso discípulo, asistiría a algunas de las lecciones e, incluso, a él se debe el consejo a Chávez de que actuara rápidamente, desde la toma de posesión, y que calificara de “moribunda” la Constitución de 1961, algo que el venezolano tomó al pie de la letra cuando se juramentó para comenzar a gobernar el 2 de febrero de 1999.
En diciembre de ese mismo año fue aprobada la nueva Constitución que le abría la puerta a la reelección inmediata, cumpliéndose con ello el primer objetivo del “socialismo del siglo XXI”: prorrogar sine die la permanencia en el poder del líder de la revolución.