Carlos Granés – Autocracias sin dictador: elecciones en Guatemala
«Entre las víctimas no sólo se cuentan las candidaturas presidenciales, sino la Comisión Internacional contra la Impunidad de la ONU y el Fiscal Especial»
¿Es posible una dictadura sin dictador? Alberto Vergara, uno de los mejores analistas de la actualidad política en América Latina –su último libro, Repúblicas defraudadas, lo demuestra-, diría que sí. Aunque los sistemas democráticos suelen perecer debido a la acción desaforada de algún líder poderoso, al estilo de Nayib Bukele en El Salvador o de Daniel Ortega en Nicaragua, que pasa por encima de las otras ramas del poder, acosa a la prensa independiente, persigue a los opositores o vicia el sistema electoral hasta fundir, como si al perorar echara fuego, la arquitectura democrática del Estado, también es cierto, y esto representa una novedad en las siempre improbables prácticas políticas latinoamericanas, que una democracia puede morir por el efecto contrario. Es decir, por vaciamiento. Porque el poder se fragmenta hasta el ridículo, dejando el sistema en manos de operadores políticos que no representan a nadie, pigmeos que llegan al poder casi por azar, con porcentajes de voto que no superan el 20%, y que terminan aliándose entre ellos para mantener el control político y económico del país.
Vergara sostiene que eso es lo que ha pasado en Guatemala, el país que este domingo pasado decidía qué candidatos, entre los veintidós que se presentan, pasan a la segunda vuelta. Se ha instaurado allí un sistema de pigmeos, ninguno con el electorado de un AMLO o un Bukele, que a falta de votos y arrastre popular optan por el pacto. «Pacto de corruptos», se le dice en Guatemala, porque supone una alianza entre políticos, empresarios, militares y jueces para legislar a favor de intereses privados. También, por supuesto, para deshacerse de cualquier funcionario o actor político aguafiestas que amenace con encender las luces y poner fin a la juerga que enriquece a los aliados corruptos en Guatemala. Entre las víctimas de este pacto no sólo se cuentan las candidaturas presidenciales, como la de la indígena Thelma Cabrera y el populista Carlos Pineda, sino la Comisión Internacional contra la Impunidad enviada por la ONU, y Francisco Sandoval, el Fiscal Especial contra la impunidad que intentó continuar las investigaciones que escarbaban en la podredumbre del sistema.
«Fue el caso de Pedro Castillo en Perú y será el caso del candidato que a la postre gane, da igual quién, las elecciones guatemaltecas»
Se podría pensar que la sobreabundancia de oferta política es una muestra de pluralidad y salud democrática, pero en realidad es lo contrario. La hiperfragmentación arroja azarosos ganadores, con una frágil representación y un consecuente déficit de legitimidad. Fue el caso de Pedro Castillo en Perú y será el caso del candidato que a la postre gane, da igual quién, las elecciones guatemaltecas. Todo candidato que llega al poder con índices de apoyo tan bajo -el actual presidente de Guatemala, Alejandro Giamattei, pasó a segunda vuelta con el 14% y Castillo lo hizo con menos del 19%- va a tener muchas dificultades para gobernar. En el Congreso se va a encontrar con esos pigmeos, todos muy hambrientos, a los que tendrá que alimentar y contentar para que le permitan maniobrar, e incluso para que no lo tumben. La mayoría de estos partidos son hechuras recientes que tienen como finalidad pescar escaños que se venden al mejor postor. Si desaparecen mañana no importa, nadie se entera ni lo lamenta. Como no representan a nadie, su desaparición no deja huérfano a nadie.
De manera que en América Latina se están dando dos procesos simultáneos, igual de nocivos: la estrangulación de la democracia que generan los hiperliderazgos al estilo AMLO y Bukele, y el vaciamiento democrático que impone la abundancia de siglas, sin contenido ideológico, en los tarjetones electorales. Vergara llama mucho la atención sobre los segundos, precisamente porque pasan desapercibidos. Cuando Bukele se aparece en el Congreso escoltado por el ejército, o cuando AMLO decide desfinanciar el Instituto Nacional Electoral, llegan las cámaras y el mundo se entera. Pero cuando veinte partidos desconocidos, sin cabezas visibles, reciben financiamientos ilícitos y sobornos, pactan nombramientos en las altas cortes, saquean recursos públicos, permiten la intrusión de los intereses privados o se cruzan de brazos mientras se persigue a los medios independientes, como El Periódico del condenado José Rubén Zamora, la opinión pública no lo ve.
Y eso es lo que está ocurriendo, y no sólo en Guatemala. En Perú, Dina Boluarte rompió su promesa de convocar elecciones en 2024 y ahora, sin legitimidad ni apoyo popular, se va a quedar hasta 2026. ¿Cómo piensa gobernar si no tiene una bancada parlamentaria numerosa y es reprobada por cerca de 85% de la población? Acelerando el proceso de vaciamiento democrático. O lo que es igual, supeditando su permanencia en el cargo a los intereses de los actores privados y sectoriales que están usando el congreso peruano a su favor, y expulsando, como acaba de ocurrir con Zoraida Ávalos, la fiscal supremo, a los funcionarios que se atraviesen en su camino. El vaciamiento democrático es justo eso, la cooptación silenciosa de las instituciones -la fiscalía, el tribunal constitucional, la defensoría del pueblo- para que el Congreso pueda acabar hacer lo que le dé la gana, y para que el presidente o presidenta pueda dormir tranquilo, sabiendo que nadie le va a mover el sillón. El sistema se pudre, y ni siquiera hay un Ortega o un Maduro a quien culpar.