Democracia y PolíticaHistoria

Carlos Huneeus: Otra mirada a la política del consenso

La política del consenso fue necesaria al comienzo de la transición, para establecer las bases institucionales del nuevo orden político. Sin embargo, su continuidad en el tiempo durante varias décadas tuvo consecuencias que no favorecieron la democratización.

En su columna “El hundimiento” (1 de noviembre), Alejandro San Francisco formula interesantes observaciones sobre el difícil momento político por el que atraviesa el país. También lo ha hecho en artículos de prensa en otros medios, donde ha examinado los acontecimientos del presente al trasluz de la historia del siglo XX. Para esto se apoya en sus importantes investigaciones, especialmente su reciente Historia de Chile 1960-2010, publicada por la Universidad San Sebastián, que contó con la participación de otros cinco historiadores.

Se trata de un esfuerzo de reflexión valioso y necesario. Para muchos, especialmente políticos –en un sentido amplio, incluidas las directivas de los grupos de interés–, la historia de nuestra democracia semisoberana (Huneeus, 2014) habría comenzado en 1990, con la inauguración de la democracia. Para otros, en 1973, con “ la intervención militar” y “el gobierno militar”.

Son dos visiones distintas de nuestro país que coexisten sin tocarse, ni siquiera en el mundo académico, a pesar de que constituye parte de su esencia el intercambio de posiciones y el debate, inclusive con pasión. ¿Es irrelevante en sus decisiones que el presidente Patricio Aylwin y varios de sus ministros hayan tenido un activo protagonismo político antes de 1973? La misma pregunta puede plantearse para parlamentarios de oposición al gobierno del presidente Aylwin, que participaron en el régimen militar.

La historia mirada por los cientistas políticos

La revisión de la historia es fundamental para el cientista político. El británico Dennis Kavanagh (1991) brindó argumentos convincentes para demostrar que la historia puede ser de gran utilidad. En primer lugar, proporciona una inagotable cantidad de información por los antecedentes que se encuentran en los archivos, escritos y memorias de los actores y la prensa. La información sobre el pasado, en segundo término, puede contribuir a una mejor comprensión de los procesos e instituciones políticas del presente, que influyen en formas de comportamiento que perduran en el tiempo. Un tercer aspecto es que permite verificar la amplitud y consistencia de los esquemas de interpretación surgidos de análisis teóricos o metateóricos. Por último, la historia puede ser considerada como una fuente valiosa de lecciones positivas y negativas para las elites y las instituciones.

Cada una de las funciones del estudio de la historia analizadas por Kavanagh ha sido desarrollada por destacados cientistas políticos, comenzando por los fundadores de la disciplina. Alexis de Tocqueville escribió que en la preparación de su libro El antiguo régimen y la revolución “me he aplicado a conocer bien todos los escritos públicos en que los franceses han podido exhibir sus opiniones y sus gustos en vísperas de la Revolución. Las actas de sesiones de las asambleas de estados, y más tarde, de las asambleas provinciales, me han proporcionado mucha luz sobre este punto” (Tocqueville, 1969: 15).

Max Weber recurrió a la historia para estructurar los conceptos y teorías que forman parte de su vasta obra científica, desde el impacto de la religión en el desarrollo económico, hasta el Estado, la burocracia y la legitimación.

Hans Daalder, un gran politólogo holandés, que ha realizado importantes aportes al estudio de la democracia y de los partidos políticos, argumentó que los acuerdos de las elites que definieron las políticas consociativas que explicarían la estabilidad de la democracia en Holanda después de la Segunda Guerra Mundial se remontarían a los acuerdos de las élites para la paz de Westfalia de 1648. De ahí que los acuerdos consociativos del siglo XX no serían la causa de la estabilidad de la democracia, sino que la consecuencia de acuerdos muy antiguos, que tuvieron una notable capacidad de sobrevivir durante tres siglos.

El método histórico no es fácil de manejar. El cientista político puede caer en dos extremos al emplearlo: formular generalizaciones a partir de un débil examen de la historia, que no le posibilita elaborarlas y fundamentarlas debidamente, o, por el contrario, querer documentar cada afirmación con un riguroso respaldo histórico, pero de tal manera que la minuciosidad en el examen de las fuentes primarias le impida extraer generalizaciones, al ser desbordado por la magnitud de la información reunida.

Existiría un nivel intermedio, que consiste en afirmar la especificidad de la ciencia política y la ciencia histórica y buscar el diálogo y la cooperación interdisciplinaria. Este fue el camino que siguieron numerosos politólogos que han reconocido la importancia del estudio de la historia, la cual fue dejada de lado durante un tiempo, cuando la revolución behaviorista alcanzó su mayor vigor, durante los años 50 y comienzo de los 60. Para la colaboración de ambas disciplinas es preciso tener bien definido el objeto de la investigación así como el marco conceptual y metodológico que se empleará, eligiendo aquellos conceptos con mayor capacidad para el análisis empírico porque son “contenedores de datos” (Sartori, 1970).

Es el enfoque que he procurado seguir en mis investigaciones, comenzando con mi tesis doctoral sobre la caída de la democracia en Chile, con fuentes primarias y secundarias, que la estudié en comparación con la caída de la segunda República de España (1931-1936) y la República de Weimar de Alemania (1918-1933). Para esta visión comparada recurrí a una extensa bibliografía de historiadores y cientistas sociales de ambos países europeos que me fue de enorme utilidad.

La visión histórica de Arturo Valenzuela

El enfoque histórico ha sido empleado por politólogos que han estudiado la política chilena. Fue utilizado por Arturo Valenzuela en su investigación sobre el quiebre de la democracia en 1973. En un antiguo libro (1978) responsabilizó al PDC de esto, porque habría roto la práctica de “clientelismo y transacción” (Valenzuela, 2003: 78), que fue posible por “el pragmatismo de algunos partidos de centro” (Valenzuela, 2003: 52), refiriéndose al Partido Radical.

Sin embargo, Valenzuela no fue prolijo en su análisis histórico. No consideró el durísimo impacto de la “ley maldita” (1948-1958) en el sistema político, impulsada por el gobierno de Gabriel González Videla, radical, que rompió la trayectoria democrática del país. Ella dejó heridas y efectos políticos que perduraron. Los comunistas fueron eliminados de los registros electorales, expulsados de la administración pública, especialmente profesores, y también dirigentes sindicales de izquierda y social cristianos (Huneeus, 2009).

Tampoco consideró la responsabilidad del gobierno de la Unidad Popular y de los partidos de izquierda, especialmente el PS y el Mapu-Obrero Campesino, en el quiebre de la democracia. Ambos partidos se opusieron a la propuesta del presidente Allende de buscar un acuerdo con el PDC sobre “las tres áreas de la economía”, que habría evitado el golpe militar. La historia intervino en esa decisión: predominó el temor de que ese acuerdo provocara la división de la izquierda, como lo hizo González Videla. Como anotó Sergio Bitar (2013: 365) “entre diálogo y unidad de la izquierda optamos por la unidad de la izquierda”.

Valenzuela fue bastante más allá en su estudio, con conclusiones para la política después de Pinochet. En una investigación posterior concluyó que Chile debería cambiar la forma de gobierno y adoptar el parlamentarismo. El quiebre de la democracia de 1973 significó que el presidencialismo “fracasó”, argumentó, lo que le llevó a concluir que “si el régimen de Chile hubiera sido parlamentario, no se hubiera producido el quiebre de 1973” (Valenzuela, 1985: 48). Su perspectiva es compartida por políticos y analistas, como el exministro y exsenador Ignacio Walker (2020).

Las visiones del desarrollo político de Mario Góngora y Gonzalo Vial

También los historiadores debieran ser cuidadosos en el análisis de procesos e instituciones políticas. En su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX (1986, aparecido en 1981 en su primera edición), Mario Góngora interpretó la historia de Chile desde los años 60 como una  época de “planificaciones globales”, surgidas a partir del “espíritu del tiempo (que) tiende en todo el mundo a proponer utopías (o sea, grandes planificaciones) y a modelar conforme a ellas el futuro. Se quiere partir de cero, sin hacerse cargo ni de la idiosincrasia de los pueblos ni de sus tradiciones nacionales universales” (Góngora, 1986: 280).

Góngora redujo la complejidad de la historia reciente al papel de las ideas, que sin duda la ha tenido, pero no consideró la diversidad de factores que intervienen en un proceso política. Entre ellos se encuentran la singularidad de cada una de “las planificaciones globales”, dos en democracia (una reformista, la otra revolucionaria) y una en dictadura. Además, no incluyó al gobierno de Jorge Alessandri, cuya política y discurso contra los partidos, acentuó el debilitamiento de conservadores y liberales, que había comenzado con su división en las elecciones presidenciales de 1946 y la ruptura de los conservadores en 1949 como consecuencia de “la ley maldita”.

Góngora entró en un análisis puntual sobre el conflicto político durante el gobierno de Allende, al que calificó como “una guerra civil larvada” y lo comparó con el quiebre de la democracia en España: “La perspectiva general de esos años, sobre todo la del último, 1972-1973, es la de una guerra civil todavía no armada, pero catastrófica, análoga a los últimos meses de la República española, antes de julio de 1936” (Góngora, 1986: 259-260). Dicha comparación está muy lejos de la realidad española. Como ha escrito Stanley Payne, la violencia política escaló en ese país después de las elecciones de 1936, pues entre el 3 de febrero y el 17 de julio de 1936 murieron 269 personas, 150 en centros urbanos (45 en Madrid y 3 en Barcelona) y 111 en zonas rurales. El total de muertos en la Segunda República fue de 2.225. Al contrastar con los años que gobernó Allende, estos últimos parecen una taza de leche.

Tampoco es cuidadoso Gonzalo Vial en el análisis del golpe militar de 1973, que atribuye a factores muy lejanos, desencadenados a partir de fines del siglo XIX, entre los cuales destaca la “ruptura de los consensos” que fueron provocando una “decadencia histórica”, tesis que sería asumida por el general Pinochet. “A mi parecer, dicho sistema (político-social) arrastraba, desde fines del siglo pasado, una progresiva decadencia, la cual culminaría en un colapso total y postrero –el colapso de la muerte– el año 1973” (Vial, 1984: 145).

Vial incurre en una falacia del determinismo retrospectivo, porque construye una interpretación del presente a partir de ciertas premisas que conducirían al resultado predeterminado. No considera que los actores e instituciones enfrentaron distintas opciones, escogiendo una de ellas, que ayuda a explicar el desenlace. Una variedad de factores explican el ingreso de los militares a la política, la violencia con que lo hicieron y los objetivos refundacionales que se propusieron (Garretón, 2014). En suma, Vial tuvo una visión funcionalista de la sociedad, en torno al consenso; pero también se puede interpretar el desarrollo político en torno al conflicto social, que cumple funciones de integración y avance, como ha argumentado el gran sociólogo liberal Ralf Dahrendorf (1959).

Las interpretaciones de Góngora y Vial influyeron en investigadores de los centros de estudio de oposición a la dictadura en sus esfuerzo de identificación de las causas del quiebre de la democracia, extraer lecciones de esto y construir un amplio acuerdo de intelectuales y políticos de la izquierda, centro y la derecha en la perspectiva de una transición a la democracia.

Cuando los efectos se convierten en causa

Historiadores y cientistas políticos colaboran en forma explícita o implícita en el estudio de los procesos e instituciones políticas, con especial interés en la identificación de sus causas. Esto último es un esfuerzo extraordinariamente complejo porque la política no sólo es racional, como sostenía Max Weber, sino también es incertidumbre (puzzle), con distintas alternativas. Los efectos de las políticas (policies) tienen consecuencias de mediano y largo plazo, buscadas y no buscadas, pudiendo conducir a que ellas se transforman en la causa y generación de nuevos procesos políticos (Pierson, 1993).

El estallido social del 18-O puede ser considerado como la causa de la crisis política y gatillado por ésta, cómo escribe San Francisco en la columna que inspira estas páginas. También puede ser interpretado como la consecuencia de políticas impulsadas desde hace varios lustros, incluso de decisiones del gobierno y los partidos de los años 90.

Observar al pasado para encontrar en este orientaciones de políticas del presente, basados en que entonces las policies tuvieron resultados positivos de corto plazo, constituye un error. Esta perspectiva no toma en cuenta sus efectos de mediano y largo plazo, que se expresarían en la crisis de representación y de legitimidad del sistema económica visible desde hace muchos años. A estas se agregaría una tercera crisis, indicada por San Francisco: la crisis de liderazgo del presidente Piñera. Estas tres crisis configuran la nueva crisis integral de Chile, parafraseando el concepto de Jorge Ahumada (1958) en su libro En vez de la miseria.

En consecuencia, la política del consenso fue necesaria al comienzo de la transición, para establecer las bases institucionales del nuevo orden político. Sin embargo, su continuidad en el tiempo durante varias décadas tuvo consecuencias que no favorecieron la democratización. Su persistencia restringió la competencia política, promovió la colusión política, dañó la participación electoral porque los votantes no advirtieron las diferencias entre los candidatos y debilitó a los partidos en el electorado y como organización, pues era relativamente indiferente quién llegaba a La Moneda y al Congreso. Los efectos de la política del consenso son la causa del estallido social del 18-O.

 

 

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