Carlos Kleiber, el alquimista de la música
Nota publicada originalmente el 12 de marzo de 2015.
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El programa Música y Letra dedica especial atención a un genio de la dirección de orquesta, Carlos Kleiber, al igual que lo hizo con Sergio Celibidache. Serán los días 15 y el 22 de marzo.
En la imagen popular, el alquimista intentaba transformar el plomo –o cualquier sustancia semejante– en oro. Por eso, a Kleiber se le llamó «el alquimista de la música«: nunca dirigió música plúmbea, desde luego, pero sí convertía en una experiencia estética fuera de lo común todo lo que dirigía.
Carlos –en principio, Karl– Kleiber (1930-2004) había nacido en Alemania, era hijo de un famoso maestro, Eric Kleiber: entre otras cosas, el que dirigió el estreno absoluto del Wozzeck. Por su oposición al nazismo, se exilió a Buenos Aires.
No quería Eric que su hijo fuera músico pero no pudo impedirlo: a los veinte años, debutó en el Teatro Colón. (Algunos interpretan que esta oposición al padre es una de las causas de su complejo carácter). Volvió a Suiza, estudió química y, desde los 23 años, dirigió orquestas europeas. Su consagración llegó en los años setenta, con interpretaciones legendarias de Der Freischutz y del Tristan, en Bayreuth; su mayor popularidad, al dirigir los Conciertos vieneses de Año Nuevo en 1989 y 1992.
El «mito Kleiber» se alimenta de su rechazo a suceder a Karajan, como le ofrecieron, en la Filarmónica de Berlín. No concedía entrevistas, cancelaba muchos conciertos. Vivía en la montaña, sin teléfono, con su mujer, la bailarina Stanislava Brezova, a la que sobrevivió pocos meses. Cuentan que, en sus últimos años, sólo dirigía cuando necesitaba dinero (un millón de dólares le pagaron, en Japón); también, si podía ver un buen partido del Bayern, su equipo. En cambio, tocaba gratis el órgano en su iglesia, muchos domingos…
Versiones definitivas
Tenía un repertorio bastante reducido pero sus versiones de Beethoven, Brahms y Schumann se consideran definitivas. Sí dirigía algunas óperas: La Boheme, La Traviata, Tosca, Carmen; sobre todo, Der Freischutz y El caballero de la rosa.
La sección de música clásica de la BBC lo consideró el número uno en su lista de directores de todos los tiempos. Pero también existe la otra cara de la moneda: cuando murió, el New York Times tituló así: «El director que no existió«, porque no quería dirigir…
Era tan genial como Celibidache pero opuesto a él, en muchos aspectos. Por ejemplo, se mostraba educadísimo con los músicos: si tenía que hacerles una observación, les enviaba un billetito, sugiriéndoles algún matiz, para no censurarles en público. Coincidía con don Sergio en la necesidad de muchos ensayos, la búsqueda de la perfección. Tan famosos se hicieron los ritmos vivos de Kleiber, sus accelerandi, como los lentísimos, del director rumano. A pesar de su carácter reservado, una vez publicó un irónico artículo, contando la presunta carta que le había dirigido Toscanini, desde el cielo, con otros directores famosos, cuando Celibidache los atacaba.
Era un personaje complejo, enigmático, vulnerable. Un vídeo sobre él toma el título de una de sus frases: «Estoy perdido para el mundo»; otro, «Huellas a ninguna parte». Parecía vivir al límite de la sensibilidad. Dirigía con gestos elegantísimos, sin ninguna rutina, con un tempo muy vivo, como movido por un fuego interior.
En el vídeo de uno de sus ensayos, puede verse una de sus bromas. Para un comienzo en pianissimo, les dice a los músicos: «No toquen; primero, solamente escuchen. No empiecen a tocar hasta que lo haya hecho su compañero». Al advertirle que, así, nunca comenzarán, matiza: «Cuando lo hayan hecho los más valientes, pueden ir entrando, casi silenciosamente, e ir creciendo«. Recordaba, luego, uno de esos músicos: «En el primer compás, ya pensabas: ¡se acaba el mundo!».
«Un soñador con el que soñar»
El violinista español Ángel Jesús García lo definió así: «Era un soñador, con el cual, uno, tocando, podía soñar. No te decía cómo debías tocar sino lo que él veía en la música». Y el director de la Staatsoper de Viena: «Buscaba en el arte lo que nadie encuentra: lo absoluto».
Dejaba gran libertad a los intérpretes, defendía su espontaneidad. Era capaz de arrastrar a los músicos sólo con la mirada, con un gesto, dirigiendo sólo con una mano…
Dirigió en Madrid, en el Festival de Otoño de 1987: un concierto inolvidable, con música de Beethoven. A sus interpretaciones de este compositor dedicamos el primer programa de Música y Letra, el 15 de marzo: la obertura de Coriolano y algunos tiempos de las Sinfonías Cuarta, Quinta, Sexta y Séptima. Sin ninguna retórica ni grandilocuencia, transmite Kleiber, como muy pocos, el gran mensaje humanista de esta música.
El domingo 22 de marzo, el programa Música y Letra se dedica a un repertorio especialmente querido por Kleiber, los valses vieneses: El Danubio azul, Voces de primavera, El murciélago… Y la obertura de El caballero de la rosa, del otro Strauss, Richard. Son músicas bellísimas, en interpretaciones magistrales. Quizá lo más sorprendente es comprobar cómo Kleiber convierte en joyas obras menores, como la polca Trischt Trascht: con el brazo izquierdo apoyado en la barandilla posterior del podio, le basta el derecho para dibujar, en el aire, las inesperadas sutilezas que estas músicas, tan populares, encierran. Igual que el alquimista que, al fondo de tantas cosas, sabe descubrir el oro…