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Carmen Posadas: El ángel de la casa

No soy fan de las distopías, pero me gusta Margaret Atwood. Siempre que aparece una entrevista en prensa la leo porque me parece que tiene un punto de vista original, inteligente y políticamente incorrecto de la actualidad. Hace un par de semanas hablaba de algo que me hizo reflexionar. Preguntada por cómo habían cambiado los roles femeninos en las últimas décadas, Atwood mencionaba que notaba un regreso a ciertas conductas del pasado. Para explicarlo, comenzó comentando que después de la Segunda Guerra Mundial, cuando, por razones obvias, las mujeres tuvieron que incorporarse al mundo laboral, una vez firmada la paz, se hizo todo lo posible por propiciar su vuelta al hogar y a los papeles clásicos de madres y esposas ideales. No sólo desde la publicidad y las instituciones, sino también desde Hollywood. «Dulces princesas de Disney incluidas», apostillaba Atwood en su entrevista.

Mucho ha llovido desde que Cenicienta perdió el zapatito en tan icónico filme, pero no estoy tan segura de que se haya marchado del todo de nuestras vidas. A primera vista puede parecer que no, especialmente si observamos cuál ha sido la trayectoria de las reivindicaciones feministas. En los años sesenta-setenta, por ejemplo, las mujeres nos dedicamos a quemar sostenes en la vía pública; los ochenta y los noventa trajeron, al menos en el Primer Mundo, la casi plena incorporación de la mujer al mundo laboral, mientras que el nuevo siglo ha supuesto su presencia habitual en la esfera política, empresarial, etcétera. Y luego están fenómenos como el #MeToo y la corrección política con actitudes a mi juicio excesivas e incluso inquisitoriales, pero que también han cumplido su papel al poner coto a conductas masculinas nada deseables. Todo esto es verdad, pero también lo es que, mientras nos desligábamos del papel de ángel del hogar, paralelamente se ha producido una hipertrofia de otras actitudes femeninas como una sobreactuación, por ejemplo, en el rol nuestro por excelencia: la maternidad. Más aun, se ha producido una especie de mitificación exacerbada del hecho tan natural hasta el punto de que no sólo se mira con sospecha a las mujeres que eligen no tener hijos, sino que todo lo que tiene que ver con esta función biológica se ha convertido en, sencillamente, celestial. Celestial, por tanto, la lactancia cada tres horas, las grietas en los pezones, las noches en vela, las angustias, los temores, el hartazgo…

Estas y otras incomodidades también perfectamente naturales se cubren ahora con un sonrosado manto de silencio, de modo que nadie le cuenta a la futura madre lo que se le viene encima. Ni un alma caritativa le explica que tener un hijo es maravilloso, sí, pero supone un radical cambio de vida, una revolución hormonal, una considerable pérdida de la libertad. Y lo que ocurre a continuación es que la recién estrenada madre se siente un monstruo por no estar en sintonía con las otras madres extáticas, de modo que ella también se une a la santa omertá y se convierte en una más de la legión de actrices consumadas que sólo cuentan maravillas. Pero existen otras situaciones en las que las muy preparadas y liberadas mujeres del siglo XXI también se ven obligadas a sobreactuar y son las relacionadas con los hijos.

Igual que el ángel del hogar de los años cincuenta, también ella ha de convertirse en un cruce entre Mary Poppins, hada madrina, colega enrollada, cheerleader a tiempo completo de sus criaturas, así como una virtuosa malabarista de platitos chinos: yo puedo con todo, lo mismo me llevo al niño y sus quince mejores amigos a triscar por los montes que le organizo un cumpleaños mil veces más sensacional y caro que el que hizo mi amiga Pili, o monto un showcooking infantil que se van a quedar todos ojipláticos en Instagram. Espero que no me malinterpreten. No tengo nada en contra de la maternidad, la lactancia ni tampoco las supermamás. Sólo me asombro de que el ángel de la casa y las princesas Disney de los cincuenta estén de regreso. Yo soy más de la onda Malasmadres. De las que piensan que se puede ser madre sin ser gallina clueca y reservándose una parcela sagrada para ella. Por egoísmo, sí, pero también porque me parece más sano para los niños que se busquen un poco la vida en vez de teledirigirles el ocio, los gustos y, por extensión, toda su vida.

 

 

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