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Carmen Posadas: Logos y «mythos»

Me parece que nunca les he hablado de una de las facetas más importantes de mi vida. No suelo prodigarme mucho en este sentido por temor a ser mal interpretada. Si alguien dice que lleva toda su existencia en busca de la espiritualidad, de inmediato se le tacha de meapilas, chupacirios, cuando no de hippy / budista / orate / friki / etcétera. Leí no hace mucho que hay quienes tienen esta necesidad más desarrollada que otras personas, lo que hace que, dependiendo de cuál sea su entorno, etnia o cultura, busquen explicación a lo inefable en tal o cual creencia.

 

‘Mythos’ nos ayuda con la parte emocional y a enfrentarnos con todo aquello que no puede controlar la razón

 

Obviamente son muchos los que dicen no necesitar creencia alguna, pero este es un dato relativamente nuevo en la historia de la humanidad porque, desde los albores del tiempo, los seres humanos hemos buscado respuesta a tres preguntas que nadie ha logrado contestar hasta el momento. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? Y, sobre todo, ¿a dónde vamos?

Tradicionalmente, y como explica, por ejemplo, la Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales Karen Armstrong, el hombre ha recurrido a dos medios para intentar entender el mundo. Uno es logos o, lo que es lo mismo, la ciencia, la física, la química, las matemáticas, es decir, todo aquello que remite al conocimiento a través de la razón. El otro medio es lo que Armstrong llama mythos. En civilizaciones antiguas, mythos era la parte del entendimiento que brindaba a nuestros antepasados respuestas a aquellos interrogantes que escapan a la razón, y eso engloba las leyendas, los mitos, la literatura, también las diversas religiones.

Ahora pensamos que un mito es una mentira. Pero ese no era el modo en el que se veían los mitos en la Antigüedad. Entonces, como ahora, todos reconocían la importancia de logos, la ciencia, la razón. Pero necesitaban también mythos, porque es lo que nos ayuda con la parte emocional y a enfrentarnos con todo aquello que no puede controlar la razón: los momentos de desconcierto, de soledad, de temor. Los seres humanos necesitamos pensar que nuestra vida tiene sentido. Y, si tenemos la sensación de que carece de él, nos venimos abajo.

Como apuntaba más arriba, los hay que prefieren no creer en nada. O al menos eso dicen, pero, a poco que uno los observe, verá que esos descreídos son incluso más crédulos que los creyentes y piensan que encontrarán ese ‘sentido’ en asuntos no espirituales sino  terrenales, como el dinero, el culto al cuerpo, el narcisismo, el riesgo. Son esos que para demostrar lo ateos que son, cuando un ser querido muere, dicen que «se ha mudado a las estrellas» o «está con los dioses». Porque, por lo visto, ser monoteísta es un ñoco, pero ser politeísta es guay.

Como recordarán, en San Manuel Bueno, mártir, Unamuno retrata a un cura que ha perdido la fe y que, sin embargo, sigue comportándose exactamente igual que cuando la tenía; predica las enseñanzas de Jesucristo, ayuda a todos, trabaja sin descanso por el bien de su comunidad. Lo hace para evitar que sus feligreses transiten por sus mismos temores, incertidumbres y dudas. Pero lo hace también por él. Porque, como dice Karen Armstrong en otro de sus libros, creer no es un verbo pasivo que consiste en ir al templo y cumplimentar los ritos que manda esta u otra religión. Es un verbo transitivo y también activo que viene de la expresión latina cordare, ‘doy mi corazón’, es decir: creer es actuar, involucrarse, intentar hacer las cosas lo mejor posible, pero no «por el cielo que perdí ni por el infierno que merecí», según rezaba el acto de contrición de nuestra infancia, sino, simplemente, porque da sentido a mi vida aquí y ahora. Y da igual que uno profese una religión u otra o que incluso carezca de ella porque, como decía Kant, la idea de trascendencia no puede ser un dogma teórico, sino un presupuesto de la razón práctica.

 

 

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