Carmen Posadas: Para simplificar
Una de las cosas que más admiro de los grandes escritores es su capacidad de sintetizar en pocas palabras comportamientos humanos que todos hemos observado sin entender bien a qué se deben. Ahora que se celebra el centenario de la muerte de Marcel Proust, he aprovechado para volver a las páginas de En busca del tiempo perdido y beneficiarme de la perspicacia psicológica de uno de los mayores genios de todos los tiempos.
Hay a quien se le atraganta esta obra inmensa, y no es de extrañar. A veces, su protagonista (que no es otro que el propio Marcel) entra en bucle y se pone un tanto reiterativo y plomazo, sobre todo cuando se enamora (le sientan fatal los amores). Pero, si exceptuamos este defecto, casi cada una de las tres mil y pico páginas de las que consta su tour de force contiene enseñanzas muy útiles de cómo somos los humanos. Algunas son de una profundidad deslumbrante, como cuando aborda temas como los celos, el amor o la ambición. Otras, por el contrario, son muy esnobs y describen de manera hilarante tics, convenciones y las mil bobadas en las que cae la gente con tal de medrar en sociedad. Las hay, por fin, también muy divertidas, que hablan de conductas que todos tenemos en algún momento y que resultan ininteligibles, incluso para nosotros mismos.
Una vez que he metido la pata con alguien, en vez de dar una explicación que resultaría larga, errática y falsa, evito a esa persona
Cito ahora de memoria, porque no tengo el libro a mano, pero hay un momento en el que el protagonista cavila sobre los deberes sociales. Sobre esas tediosas pero a la vez muy necesarias gimnasias gentiles como agradecer un regalo, mandar una carta de felicitación, escribir unas líneas de pésame y demás rituales que exige la buena educación. Después de hablar de alguien que era un experto en estas rutinas, el narrador cuenta que este caballero, por lo general formal y muy cumplidor, olvidó un día enviar una carta de pésame a un señor con el que estaba muy en deuda y al que debía infinitos favores. ¿Y qué hizo entonces? Pues, abochornado por su imperdonable desliz, cuando se cruzó con él en la calle, directamente no lo saludó. «Para simplificar», especifica irónicamente Proust.
No sé ustedes, pero yo me vi muy retratada en esta conducta absurda. Una vez que he metido la pata con alguien, en vez de dar una explicación que resultaría larga, errática y por supuesto completamente falsa, huyo como un conejo y/o evito a esa persona, para simplificar. El problema es que, vista desde el lado del agraviado, esta clase de actitud, amén de incomprensible, es muy dolorosa. «¿Cómo? –se pregunta el ignorado–, ¿Fulano no solo se porta mal conmigo, sino que ahora ni siquiera me saluda? ¿Por qué? ¿Qué le he hecho?». Y queda hecho polvo pensando que el amigo en cuestión es un desagradecido, un caradura o, simplemente, una mala persona. Cuando la verdad es bien distinta, porque un caradura y un desagradecido no habrían tenido el menor empacho (siempre que el agraviado le interese para algo, claro está) en echarse en sus brazos, contar tamaña trola y rematarla con un «¡anda, anda, con lo que yo te quiero a ti, y con las ganas que tenía de verte! Venga, que invito a un café. ¿O qué tal a un Aperol?».
Tales son las miserias que producen las rutinas sociales y, como no existen para ellas manual ni libro de instrucciones, la mayoría de las veces uno se encuentra perplejo intentando entender lo ininteligible. Porque, por mucho que existan tratados de buenas maneras, estos solo se ocupan de prácticas sociales básicas como el modo correcto de coger los cubiertos o cómo mostrarse agradable. Pero las conductas humanas son más complejas y diversas que esto. Estamos permanentemente mandando mudas señales –tanto positivas como negativas– que el otro percibe e intenta decodificar como buenamente puede y casi siempre se equivoca, de ahí tantos y tan lamentables malentendidos. Es precisamente en este punto donde la literatura juega un papel crucial. Porque no solo alimenta el espíritu y agrada a los sentidos. También, o, mejor dicho, sobre todo, porque con su capacidad de bucear en el alma humana ofrece claves e invalorables pistas de cómo funciona eso tan complejo que llamamos ‘vivir en sociedad’.