Carmen Posadas: Sólo sigo a mi corazón
Platón era un grandísimo genio. Vaya novedad, dirán ustedes, no hace falta malgastar saliva en resaltar lo evidente. Es verdad, yo también detesto las obviedades, pero si lo menciono es porque siempre me sorprende que los genios sean capaces de elaborar teorías que significan cosas diferentes en diferentes momentos de la historia. Tomemos, por ejemplo, su famoso mito de la caverna. La intención de Platón era explicar que hay dos modos de percibir la realidad: una a través de los sentidos, otra a través de la razón. Como sin duda recordarán, la alegoría describe una caverna en la que, al fondo, se encuentra un grupo de prisioneros encadenados de cara a la pared y sin posibilidad de girar la cabeza. A su espalda hay una gran hoguera y, tras ella, se encuentra la entrada de la caverna y, por tanto, el mundo exterior. La luz de la hoguera hace que lo que ocurre fuera de la caverna se proyecte sobre la pared frente a los prisioneros en forma de fantásticas sombras. Estos, que nunca han salido de la caverna, están convencidos de que esas formas que ven sobre la pared son la realidad. Un día, uno de los prisioneros logra escapar. Al salir, descubre que lo que ha visto durante toda su vida no eran más que engañosas sombras y que la realidad es muy distinta. Vuelve a entrar en la caverna con ánimo de contar a sus compañeros todo lo que ha visto y liberarlos. Pero ellos se burlan de él. Le aseguran que la hoguera ha cegado sus ojos y que ve visiones; que qué disparates está diciendo, que la realidad es lo que puede verse sobre la pared y lo demás son alucinaciones. El antes prisionero insiste y comienza a desatarlos para que salgan hacia la luz, pero entonces sus antiguos compañeros de cautiverio intentan matarlo y luego recuperan felices sus cadenas.
Cada época ofrece su particular lectura del mito de la caverna. En el siglo XX, esta alegoría se interpretó en clave política resaltando el hecho de que tantas personas, entre ellos no pocos intelectuales, se dejaran embaucar por postulados totalitarios como el fascismo y el comunismo y se negaran a ver cuál era su verdadera naturaleza. ¿Cómo interpretaríamos en el siglo XXI el mito de la caverna? ¿Cuál es la falsa realidad a la que nos hemos encadenado los hijos de este siglo? No deja de ser llamativo que, en un tiempo en el que la cultura y la información están más a mano que nunca, lo que prolifere sea precisamente la desinformación, las noticias falsas y esa inexplicable credulidad que hace que la gente se trague trolas inauditas que no aguantarían el más mínimo análisis racional. Personas cultas que renuncian a vacunar a sus hijos porque según ellos las vacunas son ‘perniciosas’, por ejemplo; madres que eligen dar a luz en casa antes que con un médico porque es ‘supernatural’; gente que vive más en Internet que en el mundo real y que es capaz de lo que sea, incluso de jugarse la vida, por cosechar un puñado de likes. Eso por no mencionar el auge del populismo, del caudillismo o la proliferación de todo tipo de fantoches y charlatanes que la gente admira y sigue, como ratones detrás de desafinados (por no decir ‘perturbados’) flautistas de Hamelín. ¿Qué ha sido del discernimiento, del espíritu crítico, del más elemental sentido común?
Yo creo que su pérdida se debe precisamente a esa particularidad que Platón quería retratar con su alegoría. A las dos formas que existen de interpretar la realidad: a través de la razón o a través de los sentidos. Ahora a todo el mundo le gusta decir que sigue los dictados de su corazón, no los de su cabeza, incluso en temas que nada tienen que ver con el amor o con los afectos. «Yo no pienso, me guío solo de impulsos», afirman, como si pensar fuera algo frío, calculador, malvado. Por lo visto, a nadie se le ocurre razonar que si la naturaleza le ha dotado a uno de corazón y también de cabeza será, digo yo, para algo más que para encasquetarse una gorra con la visera al revés o sujetar con ella unos auriculares con bluetooth. Pero no. Vivimos una especie de neorromanticismo sin matices en el que lo enrollado es dejarse arrastrar por pulsiones, por los arrebatos, por el ‘allá voy donde el corazón me lleve’ sin reparar en que, como bien sabe cualquiera que se ha enamorado alguna vez de la persona equivocada (es decir el 80 por ciento de los mortales), el corazón se equivoca muchísimo. Pero, una vez más, tampoco nadie hace esa reflexión tan elemental, de modo que aquí estamos: prisioneros en nuestra particular caverna de Platón. Y encantados con nuestras nuevas cadenas que nos hacen ver sombras y no realidades, mentiras y no verdades; ensoñaciones, espejismos e imbecilidades sin fin.