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Carmen Posadas: Tiempos recios

No es que quiera que se les atraganten las gambas de chiringuito ni tampoco el Aperol del aperitivo, pero ¿no tienen la impresión de que el mundo está cada vez más en manos de chalados? Sin entrar en detalles de orates patrios que, al grito de «¡Gilipollas el último!», compiten por ver quién se carga más instituciones del Estado, en el resto del planeta se cuecen iguales (o aún más inquietantes) habas.

 

Lo que hemos vivido durante más de 60 años es un espejismo, una excepción, y no la norma en lo que a conducta humana se refiere

 

Entre la megalomanía criminal de Putin, la conducta genocida de Netanyahu –amparada, dicho sea de paso, por el sentido de culpa de los mandatarios de los países más avanzados–, las bravuconadas infantiloides y aterradoras de Kim Jong-un o las arbitrariedades cada vez más flagrantes de otros muchos sátrapas de esta o aquella ideología extrema, milagro es que no se haya producido ya un incidente –o error humano– que propicie a saber qué armagedón.

Y luego están los que yo veo como los lunáticos más peligrosos del momento. Dos tipos que, si se los encuentra por ahí algún desinformado que no sabe quiénes son, lo más probable es que pregunte de qué institución mental han escapado. Porque no me digan que Donald Trump y Elon Musk no son personajes dignos de una peli de Jerry Lewis. Pero no. Uno es el hombre más rico e influyente del mundo y el otro, el próximo presidente de los Estados Unidos.

De Trump, a quien todos vimos en directo incitar a las masas a que tomasen por asalto el Capitolio, y al que la justicia de su país ha hallado culpable de 34 delitos, poco nuevo se puede añadir. En cuanto a Musk, he aquí el último capricho de este benefactor de la humanidad. Según él mismo ha anunciado, su deseo es utilizar la tecnología para «repoblar» el planeta con «aquellas personas que puedan producir una descendencia genéticamente superior, eligiendo solo entre los intelectualmente talentosos». ¿Qué tal el plan? Adolf Hitler allá en el infierno debe de estar contentísimo con este inesperado discípulo de sus teorías supremacistas.

En estas y otras manos similares nos encontramos. Y, mientras tanto, nosotros, estupefactos espectadores de lo que está ocurriendo, no sabemos qué actitud tomar, si seguir con los Aperoles y las gambas hasta que el cielo se desplome sobre nuestras cabezas (Astérix y Obélix dixit) o intentar hacer algo. Últimamente se repite mucho esa frase de Edmund Burke que recuerda que, para que el mal triunfe, solo se necesita que los buenos no hagan nada. ¿Pero qué se puede hacer? Desconozco cuál puede ser la solución, pero sí tengo una teoría de por qué estamos en la que estamos.

En mayor o menor medida, todos somos hijos del periodo más pacífico, próspero y justo que ha conocido la historia: aquel que va desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta el presente. Y serlo supone una enorme suerte, pero también un riesgo. Suerte por la sociedad igualitaria y compasiva que hemos construido y de la que hemos disfrutado durante más de sesenta años. Riesgo porque tendemos a pensar que nada malo puede ocurrir en nuestras sociedades avanzadas con democracia, contrapesos y separación de poderes. Sin embargo, lo que nosotros, felices moradores de fin del siglo XX y principios del XXI, hemos vivido no es más que un espejismo, una excepción, y no la norma en lo que a conducta humana se refiere.

Desde que el mundo es mundo, la forma de proceder de nuestra especie se parece bastante más a las arbitrariedades y dislates que estamos viendo en la actualidad que al modo sensato y constructivo en que se comportaron nuestros padres y abuelos tras una guerra que se llevó por delante más de 60 millones de vidas. Porque una tragedia de tal calibre tiene al menos esa contrapartida positiva: hacer que, para evitar que se repita, prime la cordura, la colaboración, el remar juntos en la misma dirección. Pero el efecto ‘vacuna’ que propició aquella locura colectiva ha perdido con el tiempo su benéfico efecto, y las generaciones actuales ni recuerdan ni vivieron sus consecuencias.

Así que aquí estamos, no solo atónitos y estupefactos ante las derivas que vemos cada día, sino también inermes ante ellas porque hemos crecido en tiempos en que estas cosas no pasaban. Les repito que no quiero que se les atraganten las gambas ni el Aperol. Pero no me digan que no eran deliciosos aquellos tiempos en los que las noticias veraniegas no pasaban de avistamientos de ovnis o visitas del monstruo del lago Ness. Según la maldición china, vivimos tiempos interesantes. Demasiado interesantes.

 

 

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