EconomíaÉtica y Moral

Carmen Posadas: Una de esas preguntas que uno prefiere no hacerse

 

Hace tiempo que quería escribir un artículo sobre este tema, pero iba posponiéndolo. Primero, porque se trata de una de esas realidades incómodas que todos conocemos, pero preferimos no ver. La segunda razónes que, precisamente porque a nadie le interesa afrontarlas, apenas se publica información y resulta difícil encontrar datos fidedignos al respecto. Hablo del trabajo infantil, una lacra social que uno asocia a tiempos pretéritos y a las novelas de Dickens, pero que es más actual y real que nunca.

 

¿Bienes de consumo baratos y energías limpias a costa de trabajo semiesclavo? He aquí la contradicción y el reto a afrontar

 

Seguramente ustedes, como yo, alguna vez se habrán preguntado cómo es posible que un par de pantalones, una camiseta o cualquier otra prenda pueda costar una cantidad irrisoria, pongamos que cinco, seis o diez euros. ¿Cómo se produce ese prodigio si el precio debe englobar costes de materias primas, confección, salarios, traslado desde el remoto país en el que se fabrica, impuestos, aranceles, etcétera?

El ejemplo al que acabo de aludir no es más que la punta del iceberg de un fenómeno que abarca cientos de productos que consumimos a diario en nuestro feliz mundo occidental. Un reciente informe de la ILAB (Oficina de Asuntos Laborales Internacionales), dependiente del Departamento de Trabajo de los Estados Unidos, publicó semanas atrás que desde 2022 la lista de productos que se fabrican valiéndose de mano de obra infantil ha pasado de 159 bienes en 78 países a 204 en 82. Hablamos de bienes de consumo como las mencionadas prendas de vestir, pero la lista es larga e incluye aparatos electrónicos, productos alimenticios y minerales preciosos a los que ahora hay que añadir otras materias primas esenciales en la fabricación de automóviles, teléfonos celulares y demás artilugios que nos hacen la vida más fácil y agradable.

El cobalto y el litio, por ejemplo, se usan en la fabricación de las baterías de los vehículos eléctricos; el polisilicio juega un papel esencial a la hora de captar la energía solar, y el indio es fundamental para la fabricación de luces LED. «La gran paradoja, por tanto –explica Thea Mei Lee, del mencionado Departamento de Trabajo de los Estados Unidos—, es que muchos de estos materiales se utilizan en la producción de energías no contaminantes que demandan ahora las sociedades avanzadas para ser cada vez más ecológicas y sostenibles».

¿Bienes de consumo baratos y energías limpias a costa de trabajo semiesclavo? He aquí la contradicción y, por tanto, el reto a afrontar. Según Lee, la tarea es todo menos fácil. La falta de transparencia, combinada con la demanda de productos cada vez más baratos por parte de los consumidores, así comola búsqueda de mayores márgenes de beneficio, crea unas condiciones que no solo potencian sino que también redimen este tipo de prácticas. O dicho de otro modo, en aras de acallar nuestras conciencias abrazando la Fe Verde y el respeto al medioambiente, cada vez hay más trabajadores en el Tercer Mundo que realizan trabajos por un sueldo misérrimo y en condiciones infrahumanas, y cada vez más niños a los que no solo se les roba la infancia, sino también su futuro, ya que, en vez de ir al colegio, están trabajando en minas, plantaciones o fábricas.

En los últimos años, tanto en Europa como en los Estados Unidos, han surgido no pocas organizaciones preocupadas por esta cruel situación, organismos que elaboran informes al respecto y denuncian sus desmanes. También dichos países han intensificado sus esfuerzos legislativos y regulatorios aprobando disposiciones como la Ley de Prevención del Trabajo Forzoso, la Trade Enforcement Act o el Reglamento de Prohibición del Trabajo Forzoso en la UE, que, entre otras cosas, intentan impedir la importación de estos productos y establecer estándares. Pero ya sabemos qué pasa muchas veces con estos probos organismos y con estas leyes. ¿Quién dijo aquello de «si quieres que un problema no se resuelva, crea una comisión»? Me parece que fue Napoleón, y él algo sabía de iniciativas de esta naturaleza (y también, por cierto, de la naturaleza humana).

Lejos de mí dudar de las buenas intenciones de estos organismos y de estas leyes. Pero si algo enseña la experiencia es que a lacras como estas, que parecen remotas y que, además, benefician a muchos (entre ellos a ustedes y a mí), rara vez se les pone coto, a menos que se cree una corriente de sensibilización generalizada de la sociedad, como ocurrió, por ejemplo, con el #MeToo. Ojalá un día ocurra algo similar con el trabajo infantil. La causa bien lo merece.

 

 

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