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Casal: El Memorando de Entendimiento y el Estado constitucional de Derecho

De la derrota a la negociación?

La firma en México del Memorando de Entendimiento entre las partes designadas como “Gobierno de la República Bolivariana de Venezuela” y “Plataforma Unitaria de Venezuela” ha dado lugar a distintas reacciones e interpretaciones. No pretendo analizarlas todas sino enfatizar un aspecto esencial con miras a la recuperación institucional de Venezuela: la necesidad de que el “proceso de diálogo y negociación integral e incremental” que se ha iniciado represente un progreso significativo hacia la democratización. En otras palabras, la importancia de que implique un desplazamiento relevante desde el actual marco autoritario hacia unas condiciones institucionales que permitan el ejercicio de la autodefinición política por el pueblo, titular de la soberanía, y garanticen la libertad individual y demás derechos humanos.

Algunos piensan que dicho Memorando supone un pacto entre élites o entre minorías cuyo denominador común es no querer perder las posiciones respectivas de liderazgo o de dirigencia. Exista o no ese incentivo, lo decisivo es que ese proceso se coloque por encima de los intereses personales o de grupo y atienda al reclamo del país por salir de la postración en que ha sido sumido. Si no es factible hacerlo de inmediato, es indispensable aproximarse incrementalmente a la democratización, y desde el comienzo han de favorecerse medidas urgentes para la población desamparada que no puede esperar más. Sin perjuicio de las legítimas valoraciones críticas que puedan hacerse sobre el Memorando, hay que apreciar que las negociaciones que propicia, con la facilitación de Noruega y el acompañamiento de varias naciones, pueden ser una oportunidad valiosa para la consecución del objetivo mencionado. Un espacio adicional para procurar ganar terreno, que concurre con otros esfuerzos negociadores y con estrategias de lucha en el plano nacional e internacional.

Hasta dónde llegue la fuerza transformadora de ese proceso respecto de un autoritarismo arraigado que parece inamovible depende mucho de la convicción con que se asuma la empresa y de la participación de la sociedad, que supone vigilancia sobre lo que allí ocurra y presión mediante propuestas para que los protagonistas de las negociaciones no transen allí donde es imprescindible avanzar. Preocupa constatar que muchos aceptan el proceso desde la resignación o como la mera formalización de una derrota, pues si esta perspectiva prevalece el intento conducirá a un nuevo y más rotundo fracaso para los actores democráticos, antes incluso de considerar la actitud de quienes detentan el gobierno frente a la negociación. Hay que encarar el proceso con espíritu de conquista, dispuestos a hacer de él lo que en los anchos y abiertos escenarios de la historia podamos lograr denodadamente, conscientes del reclamo de democratización de la mayoría de los venezolanos, en lugar de colocar de antemano barreras a las potencialidades del proceso, a partir de nuestra propia desesperanza y de la observación de los diques autoritarios que lucen invulnerables, hasta que se ensanchan sus grietas y son sobrepasados. No descarto que de entrada puedan identificarse límites a sus posibilidades reales, solo aludo a los que nosotros mismos podemos fijarles.

¿Cuál Estado de Derecho?

Conviene subrayar la importancia de la introducción del concepto de Estado constitucional de Derecho en el Memorando de Entendimiento. En su encabezamiento las partes declaran actuar al “amparo de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela”, y recogen los valores superiores del ordenamiento jurídico consagrados en su artículo 2. Pero se omite la mención al “Estado democrático y social de Derecho y de Justicia” reconocido en ese mismo artículo. Esta omisión debió obedecer a reservas de la oposición, ya que, bajo esa fórmula, en especial bajo la alusión al Estado social de Derecho y de Justicia, el Tribunal Supremo de Justicia y el gobierno en documentos como los planes de la patria han llevado a cabo interpretaciones de la Constitución que la han desfigurado por completo, en ámbitos como la protección internacional de los derechos humanos, la seguridad jurídica, la libertad económica, el Estado federal y la participación política y comunitaria. Algún vocero de esos organismos ha llegado a identificar sesgadamente el Estado social de Derecho con el socialismo. Desde luego, ese socavamiento de la Constitución a partir de esa fórmula ha implicado la desnaturalización del concepto mismo de Estado de Derecho y de Estado social de Derecho.

El Memorando retoma sin embargo este concepto más adelante, en la agenda acordada, al referirse al “Estado constitucional de Derecho”. Tal vez la oposición planteó directamente la expresión “Estado de Derecho”, es decir, sujeción al imperio de la ley y de la Constitución, separación de poderes, independencia judicial, seguridad jurídica, garantías efectivas de los derechos humanos, responsabilidad de los gobernantes y funcionarios y del Estado, entre otros componentes de aquella categoría. Pero para el gobierno fue o hubiera sido difícil aceptar esta formulación, porque el Estado de Derecho como tal no ha pertenecido a su horizonte ideológico. Al calificar al Estado de Derecho de constitucional se está subrayando, este sería la explicación teórica, que se defiende la primacía de la ley, pero también la supremacía de la Constitución. Pero desde la perspectiva gubernamental el apelativo constitucional pudo ser una salvedad destinada a apuntar que el Estado de Derecho al cual se hace mención en el Memorando es el de la Constitución, tal como lo ha interpretado la Sala Constitucional, no el propio de las democracias liberales.

Es preciso lograr que la agenda concreta que se acuerde en materia de Estado constitucional de Derecho se ciña al Estado de Derecho propio de las democracias constitucionales y se aleje de las relecturas ideologizadas preconizadas por el TSJ. Esto no significa que el Estado de Derecho niegue los cometidos sociales del Estado ni que esté reñido con la justicia, sino que las exigencias correspondientes quedan sujetas a un orden jurídico estructurado con base en el principio de división del poder público y control sobre el gobierno, como salvaguarda de las libertades, la garantía judicial efectiva de los derechos humanos y la seguridad jurídica. El objetivo es conseguir que el Estado constitucional de Derecho sea un concepto–puente hacia un orden político y jurídico distinto, en lugar de ser una prolongación de la telaraña que en estos años ha ahogado la democracia y la libertad.

Conceptos – puente

Es interesante observar que en los procesos de transición a la democracia suelen usarse categorías político-constitucionales que abren las puertas hacia el nuevo orden, antes de su firme instauración. Muestra paradigmática de ello fue la Ley para la Reforma Política en España, calificada como una forma de autorruptura, y que incorporaba la noción de democracia que debía ser implantada tras (con) el referendo aprobatorio de esa octava y última Ley Fundamental del Régimen. Un ejemplo cercano fue nuestra transición a la democracia iniciada el 23 de enero de 1958, pues el Acta Constitutiva de la Junta Militar de Gobierno, de la misma fecha, disponía que el compromiso de las Fuerzas Armadas Nacionales y de la junta con el país era “enrumbarlo hacia un Estado democrático de Derecho”. Este objetivo sería asumido inmediatamente por la junta de gobierno, con su renovada conformación, esto es, la junta cívico-militar. El concepto de “Estado democrático de Derecho” no estaba tomado de la Constitución de 1953, que sería formal o retóricamente asumida como vigente hasta la adopción de la Constitución de 1961, sino era una noción superior, una categoría abstracta que apelaba a un modelo de Estado de las democracias occidentales, la cual guio a la junta de gobierno en sus sucesivos decretos dirigidos a sentar las bases normativas de la redemocratización.

Resulta evidente que esas dos transiciones a la democracia difieren sustancialmente de la que podría estar ahora en curso en el país. En la España del 18 de noviembre de 1976 el régimen superviviente a la muerte de Franco propugnaría, con la impronta de Adolfo Suárez, como héroe de la retirada, la inmolación de las estructuras del franquismo para favorecer la democratización, y en la Venezuela del 23 de enero de 1958 el dictador había sido defenestrado, y las propias fuerzas armadas contribuyeron a la democratización, mientras que en la actualidad el marco autoritario está y quiere mantenerse en pie, aunque admita unas conversaciones que pueden conducir a una transición negociada. Pero salvando todas las diferencias lo que intento destacar es que los conceptos empleados en estas circunstancias dicen algo o mucho acerca de la naturaleza del proceso en desarrollo. La noción de Estado constitucional de Derecho del Memorando puede ser un concepto-puente o guía hacia un orden nuevo, que en parte tendría que ser construido bajo odres viejos o bajo su fachada, tal como otras expresiones del Memorando sugieren. Si dicha noción cumplirá esa función depende de muchos factores, incluyendo lo que desde el frente democrático hagamos o dejemos de hacer ahora.

La necesaria reinstitucionalización republicana

Buena parte de los males que afligen a la nación radican en el afán de poder absoluto y de dominación irrestricta que ha distinguido al actual ciclo político. La legalidad ha sido usada para que el líder carismático demuestre, al quebrantarla, su superioridad respecto de la normatividad abstracta, o para esgrimirla como arma contra los adversarios-enemigos. La Asamblea Nacional Constituyente de 1999, autoproclamada como plenipotenciaria, fue el emblema fundacional de esa demolición de la juridicidad.

Para rehacer la casa de la justicia hay que empezar por levantar los pilares fundamentales de un Estado de Derecho. El TSJ, en especial su Sala Constitucional, no puede seguir siendo un adversario de la ciudadanía, un protagonista del desmantelamiento democrático. Resulta perentorio trabajar entre todos para la completa renovación del TSJ. La evaluación de los méritos ligados a la formación jurídica, a la trayectoria en el ejercicio de la profesión, la función pública o en la docencia y la investigación, junto a la honorabilidad, debe ser el criterio esencial para la integración de un TSJ que pueda abrir caminos hacia la redemocratización. Un TSJ compuesto por juristas honorables de unas u otras convicciones políticas pero que no respondan a una militancia partidista y que coloquen su lealtad al Derecho por encima de las presiones de las coyunturas. Hombres y mujeres empapados de los conflictos y tragedias de la Venezuela presente, que inevitablemente impactarán en su tarea, pero que no sucumban ante la tentación de la subordinación política o de la venalidad judicial. La decencia en la administración de justicia sería sin duda una piedra angular de la verdadera revolución judicial.

Creo que ese TSJ renovado debería empeñarse en recuperar el pluralismo político, el control sobre el ejercicio de las facultades gubernamentales y la garantía de los derechos humanos. En cada uno de los ámbitos jurisdiccionales las Salas del TSJ deberían ofrecer seguridad jurídica y comprometerse con los principios enunciados. Este órgano jurisdiccional podría deslastrar la jurisprudencia de postulados contrarios a la protección internacional de los derechos humanos, la libertad de expresión, la libertad económica, la libertad de conciencia y el derecho a la participación política. Con respaldo en el orden internacional de derechos humanos, será posible apuntalar una lectura de la Constitución compatible con sus preceptos y cónsona con los estándares de las democracias constitucionales contemporáneas. Deberían además asegurarse jurídicamente las dimensiones sociales o de prestación de derechos constitucionales, que han quedado durante estos años en manos del clientelismo y la discrecionalidad oficial. De esta forma el TSJ se convertiría en factor determinante de la aproximación hacia un marco democrático.

A él correspondería igualmente llevar a cabo una auténtica reforma del sistema judicial, que elimine la justicia provisoria que ha prevalecido desde 1999 y erija una genuina carrera judicial, basada en la formación de los aspirantes y el ingreso de los más calificados mediante concursos públicos de oposición. Con inamovilidad para los jueces y promoción de su profesionalización y formación permanente. El actual poder judicial, integrado por funcionarios libremente removibles, vulnerables a toda clase de presiones o incluso casados de manera entusiasta con un sistema de dominación, debe dar lugar al reconocimiento de la majestad de la judicatura y de la independencia judicial. Esta transformación estaría marcada y sería puesta a prueba por los reclamos de justicia de las víctimas de violaciones a derechos humanos o crímenes de lesa humanidad y por las denuncias referidas a la corrupción generalizada, con espacio para mecanismos de justicia transicional que deberán someterse a las exigencias jurídicas internacionales. Por más difícil que luzca lograr todo esto mientras el aparato fáctico de poder celebra el regreso a cauces que aún controla, se ha llegado al punto en que es indispensable avanzar, aunque sea por tramos o por los costados, sin que ello suponga preterir el objetivo fundamental del cambio político.

 

 

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