Catedráticos a cinco dólares
Durante el chavismo, la Universidad Central de Venezuela ha entrado en un coma inducido por la política sistemática de echar abajo la educación pública. Pero el futuro de la institución tricentenaria no está escrito.
Llegué a profesora titular de la universidad pública autónoma más importante de mi país, la Universidad Central de Venezuela. A diferencia de otras naciones más sensatas, que conceden la jubilación a los 65 años y luego de un período determinado de servicio, en la tierra de la revolución bolivariana un docente puede retirarse con apenas un cuarto de siglo de carrera. Jubilados de 45 o 50 años no han sido ninguna rareza, aunque por lo general se suele ejercer más tiempo.
Los colegas retirados en la década de los setenta, cuya pensión ascendía a tres mil dólares mensuales, vivieron una etapa de gloria, disfrutada, hay que decirlo, por la elegante intelectualidad izquierdista enemiga del capitalismo y amante, quién no, de París. Pero a partir de los años ochenta, decisiones equivocadas sobre la conducción de las instituciones de educación superior han dado al traste con el sistema. Unas cuantas de estas equivocaciones contaron con el respaldo de las propias comunidades de esas instituciones, negadas a consensos sensatos sobre temas polémicos relativos al financiamiento, la exigencia académica tanto profesoral como estudiantil y los alcances precisos de la noción de autonomía.
No obstante, la peor equivocación de cara a la universidad pública autónoma la cometió el electorado que llevó al poder a la revolución en 1998. El chavismo-madurismo, su sostenida voluntad devastadora, logró poner en coma a la tricentenaria Universidad Central de Venezuela (UCV), el equivalente venezolano de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y, como esta, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. La decadencia de la UCV no es un efecto colateral de la ruina económica de un gobierno que quebró a un país petrolero; hablamos de una política sistemática de echar abajo la educación pública por medio del chantaje ideológico, la asfixia presupuestaria y la constante descalificación del profesorado y del estudiantado en términos de “escuálidos”, “privilegiados”, “traidores a la patria”, entre otros insultos.
Docentes con el más alto cargo académico de la UCV –titular a dedicación exclusiva– devengan alrededor de cinco dólares al mes. Como se lee: cinco dólares al mes. La universidad sufre un grave deterioro de las instalaciones diseñadas por el arquitecto Carlos Raúl Villanueva, con el concurso de artistas de la magnitud de Jean Arp, Alejandro Otero, Wilfredo Lam, Alexander Calder, Víctor Valera, Víctor Vasarely, Oswaldo Vigas, Sophie Taeuber Arp, Mateo Manaure, Francisco Narváez, Jesús Soto, Fernand Leger, Armando Barrios y Miguel Arroyo. En la imponente Aula Magna de la UCV, con sus famosas “Nubes” diseñadas por Calder, dirigió Igor Stravinski, cantó Monserrat Caballé y tocó el piano Arthur Rubinstein, por solo hablar de grandes leyendas de la música académica del siglo XX.
Lo más importante, bajo las Nubes ha sido conferido el título profesional a miles y miles de personas constructoras de lo mejor de un país presa del militarismo, el rentismo y la ignorancia. Quienes critican en Venezuela a la UCV por su otrora abundante provisión de docentes y estudiantado de izquierda, muy típica de las universidades públicas de América Latina por cierto, suelen olvidar que la medicina, la ingeniería y la arquitectura, por no hablar de las ciencias básicas y la economía, le deben a la UCV su consagración disciplinaria en Venezuela. Ciertamente, de la UCV ha salido una horda de destructores de su propia alma máter enquistados en la revolución bolivariana, pero en realidad son los segundones tras un bachiller llamado Nicolás Maduro, sentado sobre las fuerzas armadas que Hugo Chávez transformó en su guardia pretoriana.
Vaciada de alumnos y profesores, sucia y muy insegura, sin capacidad para planificar actividades de enseñanza a distancia en el contexto de la covid-19, la UCV es apenas un fantasma. Tuve que emigrar porque la miseria me enseñó sus dientes de bestia sucios y cariados y, pese a las dificultades de perder todo, no me arrepiento de haberme ido. Ser testigo de la caída de mi universidad ha sido trágico en mi caso, pero una vida humana, corta y frágil, no es la medida para una institución tricentenaria, así que su futuro no está decidido.
Ciertamente el puñetazo revolucionario ha sido capaz de dejar a la UCV en coma, así como un canallesco y miserable chavista, patán y acosador, reventó el parabrisas del automóvil que conducía, que ni siquiera era mío, porque me atreví a seguir mi camino dentro de la universidad en medio de una protesta de trabajadores favorables al gobierno en el rectorado. Desde ese día de septiembre de 2016 no descansé hasta que tramité mi jubilación; el chavista seguramente sigue en la UCV, en cambio la escritora y catedrática que esto escribe, con 25 años de experiencia docente y de investigación, tuvo que irse. Las autoridades rectorales habían sido víctimas de tratos semejantes, así que yo solo era un caso más.
Es dolorosa la constante protesta del profesorado que queda en Venezuela por falta de recursos para comer o comprar medicinas. La carrera académica está destruida, transformada en esclavitud voluntaria. Qué situación tan distinta a la de aquellos legendarios docentes que habían recorrido medio mundo y a los que tanto admiré en mi juventud. Pero así como los parabrisas se reponen y los enfermos graves salen del estado de coma, no hay que olvidar que el chavismo no es eterno aunque lo parezca. Todavía existen estudiantes y profesores intentando resistir de un modo que me hace sentir admiración y compasión –en el sentido griego de ponerme en su lugar– en la misma medida.
Las Nubes de Calder siguen allí a pesar de todo. Lo que debe cambiar, si llega a caer la revolución, es el modelo de universidad que facilitó su labor de destrucción, pero este ya es otro tema.