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Cincuenta años del fracaso de «la vía chilena al socialismo» de Allende

Un cruento golpe de Estado acabó con las ilusiones de quienes pensaban que la dictadura del proletariado podía ser compatible con la democracia liberal

Soldados del Ejército de Chile atacan el Palacio de La Moneda, el 11 de septiembre de 1973

Soldados del Ejército de Chile atacan el Palacio de La Moneda, el 11 de septiembre de 1973 AFP

 

El martes 11 de septiembre de 1973 las fuerzas armadas derrocaron al Gobierno de Salvador Allende en Chile mediante un cruento golpe de Estado. Cincuenta años después, los hechos de ese día siguen proyectando sus consecuencias sobre la historia. Una de ellas fue confirmar la incompatibilidad de la democracia y la dictadura del proletariado propugnada por la ideología marxista.

Allende sostenía que, a diferencia de la revolución violenta de Lenin en Rusia o la vía insurreccional de Castro en Cuba, se podía construir un estado socialista por la vía electoral, es decir, usando los instrumentos de la democracia liberal. Frente a los guerrilleros barbudos, él proponía «una revolución a la chilena, con vino y empanadas».

Médico, nacido en Valparaíso en 1908 en una familia pudiente, Allende era hijo de un notario y estaba lejos de ser el prototipo del revolucionario. Le gustaban los trajes de calidad, la buena comida, el whisky y tenía mucho éxito con las mujeres por su galantería. Fue fundador del Partido Socialista en 1933 y en 1937 fue elegido diputado, en 1939 ministro de Sanidad y más tarde senador durante cuatro periodos. Fue cuatro veces candidato presidencial a partir de 1952, hasta que, en 1970, la Unidad Popular (UP), una coalición de izquierdas que agrupaba a comunistas, socialistas y otros grupos de centroizquierda, lo eligió candidato frente al poeta Pablo Neruda, que era el aspirante del Partido Comunista. Allende ganó las elecciones con una ventaja de casi 40.000 votos por delante del derechista Jorge Alessandri; Neruda, el Nobel de Literatura al año siguiente.

Como ningún candidato tuvo mayoría absoluta, el Congreso debía designar al presidente entre Allende y Alessandri. El país estaba polarizado entre los partidarios de una democracia burguesa (que la izquierda consideraba insuficiente) y los que querían un estado socialista, ya fuera por la vía pacífica o la revolucionaria. La desconfianza era tal que la Democracia Cristiana (DC), el partido que estaba en el poder y que inclinaba la balanza, le exigió a Allende que firmara una lista de garantías constitucionales que reforzaban derechos (propiedad, libertad de expresión, etcétera) que, aunque ya estaban en la Constitución, se temía que ‘la construcción del socialismo’ inevitablemente atropellaría. Lo que para la DC era un temor, para la derecha era una certeza. Allende firmó y la DC le dio los votos en el Congreso y el 3 de noviembre de 1970 juró como presidente.

Meses antes, el gobierno de EE.UU. había empezado a maniobrar secretamente para evitar la elección de Allende. Una de las víctimas fue el jefe del Ejército de la época, el general René Schneider, valedor de una doctrina que había impuesto la neutralidad política entre los militares chilenos después de que en la década de 1920 se desprestigiaran protagonizando golpes de opereta, precisamente por las influencias socialistas de algunos oficiales.

La originalidad de la ‘vía chilena al socialismo’ atrajo a muchos jóvenes de izquierda. Uno de ellos fue el abogado valenciano Juan Enrique Garcés (Lliria, 1944), quien fue amigo y asesor de Allende entre junio de 1970 y el día del golpe de Estado. Garcés consiguió escapar de La Moneda y salir de Chile, y ha publicado varios libros donde narra lo vivido.

Testigo privilegiado, Garcés ha resumido los hechos con detalle: las discrepancias ideológicas entre los partidos de la UP, el dilema sobre en qué momento había que abandonar la vía constitucional y pasar a la insurreccional (armar al pueblo), el éxito económico del primer año de gobierno, las operaciones secretas de la CIA, el surgimiento del terrorismo de extrema derecha (Patria y Libertad), la ruptura con la DC por la vulneración de las garantías constitucionales pactadas, el enajenamiento del apoyo de las clases medias, la política militar de Allende (él es el primero en incluir a los militares en su gobierno) que creará la impresión en la oposición de que, tal como ocurrió en Perú con el general Velasco Alvarado en 1968, en Chile también podía producirse un golpe militar de izquierda.

Sin embargo, siendo muy importante la historia política de la UP, aún más relevante fue su acción económica dado que el objetivo final era reemplazar el modo capitalista de producción por otro socialista. «De acuerdo con la UP, la economía chilena presentaba hacia 1970 cuatro características fundamentales que debían corregirse: monopólica, dependiente, oligárquica y capitalista», cuentan Felipe Larraín y Patricio Meller en ‘La experiencia socialista-populista chilena: la Unidad Popular 1970-1973’, uno de los estudios más precisos sobre el periodo. El carácter monopólico se explica por su elevado nivel de concentración (el tres por ciento de la industria controlaba el 60 por ciento del capital), dependiente porque Chile exportaba casi únicamente mineral de cobre (75 por ciento de las exportaciones), oligárquica por la gran desigualdad de rentas y capitalista porque aceptaba la primacía del capital.

 

Imagen principal - Miltares atacando el Palacio de La Moneda
Imagen secundaria 1 - Miltares atacando el Palacio de La Moneda
Imagen secundaria 2 - Miltares atacando el Palacio de La Moneda
Miltares atacando el Palacio de La Moneda AP/AFP/REUTERS

¿Economistas o sociólogos?

Las explicaciones de los economistas de la UP estaban más teñidas de sociología que de economía. Por ejemplo, Pedro Vuskovic, el ministro de Economía de Allende, sostenía que la presencia de multinacionales provocaba dependencia por dos vías: (a) la tecnología importada determinaba que los métodos de producción en Chile se copiaran del exterior y (b) Chile adquiría así los patrones de consumo de los países desarrollados. «En síntesis -resumen Larraín y Meller-, fuerzas extranjeras imponían lo que se consumía y lo que se producía. Estos problemas ponían de relieve la creciente importancia y presencia del capital extranjero. Y, además, la burguesía chilena empezaba a adquirir un patrón de preferencias e intereses que se identificaban más con el capital internacional que con los intereses nacionales».

Para superar este estado de cosas, según la UP, era imprescindible pasar a una economía estatalizada planificada. Poco después de la victoria de Allende, Vuskovic anunció: «El control estatal está proyectado para destruir la base económica del imperialismo y la clase dominante al poner fin a la propiedad privada de los medios de producción».

Y fue en este terreno donde se produjeron las principales vulneraciones de derechos y los conflictos. La nacionalización de la minería del cobre enfrentó a Allende con las multinacionales del sector, pero contó con un amplio apoyo interno. Sin embargo, la intensificación de la reforma agraria provocó el caos en el campo; se multiplicaron las acciones ilegales y hubo muertes en ocupaciones violentas de terrenos. La estatalización de la industria para crear la llamada ‘área social’ de la economía se hizo ocupándolas por sus trabajadores y usando resquicios legales para despojar a sus dueños. Lo peor: el Estado fue incapaz de gestionar lo que quería planificar. Resultado: Chile, que era un gran productor de trigo, por ejemplo, pasó a importarlo.

El economista Alberto Baltra, que apoyó inicialmente a Allende, escribió: «Aunque parezca increíble, el área social no operó en forma planificada durante el Gobierno de la UP. Había planificación y planificadores, pero los planes quedaban en el papel. Las compañías bajo control estatal no se sometían a una auténtica decisión social, sino que funcionaban de acuerdo con la voluntad de los interventores, que carecían de conocimientos y de experiencia».

El Gobierno, que llegó anunciando que el paso a una economía planificada acabaría con la inflación que padecía Chile, impulsó una gran expansión fiscal, subió los salarios, controló los precios de los productos básicos y provocó un déficit fiscal que financió imprimiendo dinero. El resultado es que a finales de 1971 aparecieron los síntomas de escasez y el mercado negro de productos. Los chilenos tenían que hacer largas colas para comprar pan, aceite o arroz. Y en 1973, la inflación dejó de calcularse cuando superó el 600 o 700 por ciento.

 

Imagen principal - Soldados y bomberos cargan el cuerpo del presidente Salvador Allende, envuelto en un poncho boliviano, fuera del destruido palacio presidencial de La Moneda después del golpe encabezado por el general Augusto Pinochet que puso fin al gobierno de tres años de Allende
Imagen secundaria 1 - Soldados y bomberos cargan el cuerpo del presidente Salvador Allende, envuelto en un poncho boliviano, fuera del destruido palacio presidencial de La Moneda después del golpe encabezado por el general Augusto Pinochet que puso fin al gobierno de tres años de Allende
Imagen secundaria 2 - Soldados y bomberos cargan el cuerpo del presidente Salvador Allende, envuelto en un poncho boliviano, fuera del destruido palacio presidencial de La Moneda después del golpe encabezado por el general Augusto Pinochet que puso fin al gobierno de tres años de Allende
Soldados y bomberos cargan el cuerpo del presidente Salvador Allende, envuelto en un poncho boliviano, fuera del destruido palacio presidencial de La Moneda después del golpe encabezado por el general Augusto Pinochet que puso fin al gobierno de tres años de Allende AP/EL MERCURIO

Harina para tres días

Enfrentado a las fuentes de financiación internacionales, Allende agotó las reservas del país en sus tres años. El 7 de septiembre, anunció que quedaba harina para tres días. La autocrítica de la izquierda ha puesto mucho más énfasis en la falta de unidad política del gobierno o en el sabotaje de EE. UU. que en la incompetente gestión económica de la UP que es la que le enajenó el apoyo de la clase media.

Garcés concluye uno de sus relatos con una escena que muestra cómo el presidente había sido abandonado por su partido: «La mañana del día 11 de septiembre, poco antes de las nueve, cuando ya el ruido de los vuelos rasantes de la aviación dificultaba las conversaciones, en el minuto escaso que Allende concedió a Hernán del Canto confluían tres años de interrelación entre la dirección del Partido Socialista y el presidente de la república:

-Presidente, vengo de parte de la dirección del partido a preguntarle qué hacemos, dónde quiere que estemos.

-Yo sé cuál es mi lugar y lo que tengo que hacer -respondió secamente Allende-. Nunca antes me han pedido mi opinión. ¿Por qué me la piden ahora? Ustedes, que tanto han alardeado, deben saber lo que tienen que hacer. Yo he sabido desde un comienzo cuál era mi deber. Ahí terminó la conversación. Del Canto partió. Los demás partidos no enviaron a preguntar qué hacían».

Lo que se venía era el horror de una represión brutal y el suicidio de Allende en el Palacio de La Moneda. Garcés lo sabía: «Pasadas las 11, un cruce de líneas telefónicas permitió escuchar la voz del general Baeza, jefe de las operaciones en el centro de Santiago:

-…de los de La Moneda no debe quedar rastro, en especial de Allende; hay que exterminarlos como ‘baratas’ (cucarachas)».

El golpe encabezado por el general Augusto Pinochet, que se declaraba leal a Allende sólo unos días antes, puso fin a la noción de que se podía alcanzar un estado socialista, con una economía planificada, por medios pacíficos. Tomaron buena nota de ello François Mitterrand en Francia, Aldo Moro y Enrico Berlinguer en Italia, Santiago Carrillo en España y, aunque ocurriría en otras circunstancias, fue uno de los elementos detrás de la renuncia a la ideología marxista que Felipe González impuso al PSOE en su congreso extraordinario de septiembre de 1979.

 

 

 

 

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