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José Rodríguez Elizondo: 50 años de una historia que no cierra

«El 11-S sigue siendo una muralla que bloquea su inserción en la historia y, por añadidura, impide la consolidación de la democracia».

 

Este lunes culmina el programa de conmemoración del 11 de septiembre de 1973, primer día de transición a una dictadura. Como muchos de los que estuvimos inmersos en la gran confrontación, pienso que debió ser un programa de reflexión. Objetivo: reconocer que la tragedia que simboliza ese día generó un clima disfuncional a la democracia, a la cultura de los derechos humanos y, en definitiva, al interés nacional. Sólo cuando eso se asuma el 11-S será digno de conmemorar.

Esto se nos aplica especialmente, pues los chilenos somos de rencores largos y abuenamientos cortos. Basta asomarse a la crónica de nuestros próceres y, en especial, a la saga de Bernardo O’Higgins y los hermanos Carrera. Pablo Neruda, gran poeta de la patria, logró sintetizarla en un solo verso: “Pasan y pasan los años, la herida no se ha cerrado”.

Visto así, más que un hito de la historia nuestro 11-S ha sido una suerte de muralla china que no deja ver la historia. Minorías que entonces no habían nacido o no tenían uso de razón política, siguen reproduciendo y hasta repotenciando las confrontaciones que llevaron al golpe de Estado. Y como ahora son minorías empoderadas, siguen ocupando el presente y bloqueando un mejor futuro.

Omisiones peligrosas

Ambas minorías tienen como soporte una emocionalidad que privilegia el suceso sobre el proceso y sobresimplifica lo sucedido, en tres niveles. En el primero, la polarización inducida por el gobierno de Salvador Allende justifica el golpe de Estado. En el segundo,  aludir a los años de Allende es negar los horrores cometidos durante la dictadura de Augusto Pinochet. El tercero muestra un compartimento vacío entre dicha dictadura y los horrores que entonces se cometieron.

Desde esa lógica ideológica, el “nunca más” podría ser voceado, con parecida fuerza, por ambos polos en pugna.

Ante esa realidad, más urgente habría sido que nuestros representantes políticos nos explicaran algunas cosas. Entre ellas, por qué, tras recuperada la democracia, se resignaron a archivar la reconciliación como objetivo necesario. Otra, vinculada, por qué se resignaron a normalizar la coexistencia con minorías irreductibles, que exigían una justicia absoluta y/o justificaban los horrores de la dictadura. Tercera, por qué soslayaron ese viejo aforismo según el cual ignorar la historia es la mejor manera de repetirla.

Como efecto de tamañas omisiones, el nivel de polarización vigente hoy se acerca a la del 11-S y la ley de Murphy “si algo malo puede suceder, pues sucederá” comienza a respirarnos en la nuca.

Aprender a negociar

La eventual moraleja es que el empeño más inútil de un político es tratar de imponer consensos gratis. Y para qué decir unanimidades. La praxis de la democracia real indica que su sustentabilidad depende de la capacidad para dialogar, negociar, avanzar y rectificar. De acuerdo con ese mandamiento del oficio, cualquier consenso es secuela de una contradicción negociada.

Y ahí estaba el desafío de este cincuentenario. Para conmemorarlo con dignidad era previo iniciar negociaciones políticas de alto nivel, con propios y extraños, que implicaran per se un ánimo de reconciliación. En sinopsis taquigráfica, ello requería una estrategia, un liderazgo centralmente creíble, un procesamiento cabal de los nuevos antecedentes que se han desclasificado, una docencia pública a favor de una Constitución para todos, una relación de confianza con la fuerza legítima del Estado, operadores expertos  y una mayoría social receptiva. Hechos y no sólo palabras.

Sólo así podría enfrentarse un pasado conflictivo, desde una legitimidad ampliada, habilitada para convocar a los ciudadanos (al “pueblo”) a una reconciliación en la medida de lo posible..

Para poder conversar

Como eso no se hizo, el 11-S sigue siendo una muralla que bloquea su inserción en la historia y, por añadidura, impide la consolidación de la democracia.

De ahí, entonces, la difícil situación del Presidente Gabriel Boric, quien convocó a conmemorar los 50 años sobre bases que creyó mínimos comunes. Pronto la realidad lo obligó a desprenderse de su encargado del programa, porque tales bases no existían. Y no sólo eso. A pocos metros de la meta formal, debió reconocer que el ambiente político está electrizado y que “hoy es muy difícil conversar”.

Mi modesta sugerencia, para que no pasemos otro medio siglo como rehenes del 11-S, es que los dirigentes políticos y los líderes sociales apliquen su pensamiento crítico al implacable eslogan “ni perdón ni olvido”. Sólo liberándonos de él los chilenos podremos orientarnos hacia la búsqueda de la verdad máxima y la justicia posible. Esto implica aplicarnos a robustecer la democracia realmente existente, que es la única y definitiva garantía del desarrollo equitativo y del respeto a los derechos humanos.

 

Periodista, escritor y Premio Nacional de Humanidades 2021

 

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