La presidenta electa de México, Claudia Sheinbaum, y Hernán Cortés. | TO
México es un país que, por culpa del proyecto ideológico de la revolución mexicana, reivindica como propia una sola de sus dos raíces, la indígena, condenando como extranjera su raíz europea. Las contradicciones que implica esta tergiversación son enormes en un país de lengua española (materna en más del 90% de la población y franca del resto), y fervorosa cultura católica. Un país que de 27 sitios culturales declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, 15 son virreinales. Cuando México se reconcilie con su pasado, dará un paso de gigante para encontrar su lugar en el mundo, como pedía Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Pero no es fácil. Décadas de una educación pública centrada en el mito de la arcadia indígena malograda por la conquista española han dejado en el inconsciente popular una suerte de falso trauma colectivo en estado latente. Y López Obrador, producto cabal del PRI y la ideología nacionalista revolucionaria, supo oler esa herida y avivarla, con ese instinto fatal que tiene para manipular el resentimiento popular. Al exigir al rey de España una disculpa pública por la conquista española no sólo activó un distractor ante el desastre de su Administración en todos los ámbitos, sino que despertó una herida subliminal. La discusión tiene una deriva histórica y una política.
La conquista de México-Tenochtitlan, la capital del imperio mexica, por las tropas indígenas y españolas de Hernán Cortés, y después la caída del Tahuantinsuyo por Pizarro, unificó el tiempo histórico de la humanidad, que a partir de entonces se rige por un mismo compás, rompiendo el aislamiento que había caracterizado a las culturas precolombinas de América, sin más contacto civilizatorio que entre ellas mismas. La grandeza y las taras del mundo precolombino hay que juzgarlo a la luz de esta singularidad. La gran ventaja española no fue tecnológica (espadas de hierro acerado frente a lanzas de piedra) sino existencial: convivía con otras culturas. Para los mesoamericanos no existían otras civilizaciones. Había bárbaros del norte (chichimecas en náhuatl) y dioses. Para los españoles, milenios del caldero mediterráneo y siete siglos de reconquista.
«Décadas de una educación pública centrada en el mito de la arcadia indígena malograda por la conquista española han dejado en el inconsciente popular una suerte de falso trauma colectivo en estado latente»
La conquista fue un hecho trágico para los mexicas, que desaparecieron de la historia dejando un rastro de esplendor y terror. Pero no lo fue para la inmensa mayoría de los pueblos indígenas de México, que rompieron las cadenas de una tiranía vesánica que, más allá de la demanda excesiva de tributos para las arcas imperiales, necesitaba cautivos para ser sacrificados ritualmente. Sólo la sangre humana evitaba que el sol se precipitara en las tinieblas. La muerte humana daba vida a los dioses. Por eso, cuando los monjes mendicantes (franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios) explicaron en sus propias lenguas a los indígenas que en realidad era Dios quien se había sacrificado por los hombres y que la vida humana era sagrada, la fidelidad al nuevo credo fue un alivio. No hay comunidades en el mundo más fielmente católicas que los pueblos indios de América. Las leyes de Indias, hijas del humanismo de Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca, salvó a las comunidades indígenas de México, otorgándoles un lugar en el nuevo orden del mundo. El espejo de la América anglosajona es claro: frente a la autonomía y la lenta asimilación vía mestizaje de la Monarquía hispana, el exterminio o las reservas de la América inglesa. La idiosincrasia mexicana se forjó durante los tres siglos del virreinato, del tequila a los charros y el mariachi, del culto guadalupano a la vida municipal. Claro que el México moderno es hijo también de la apertura al mundo desde la independencia, como la llegada de migrantes de todo el mundo, españoles sobre todo, pero también italianos, libaneses y judíos, como Claudia Sheinbaum debería saber de manera epitelial, sin olvidar el exilio republicano, que tan crucial fue para la construcción de ese país en la segunda mitad del siglo XX y cuyo influjo llega hasta el presente.
Los vínculos de México con España son profundos, fundadores. El trasiego de personas, ideas y productos en ambos lados del Atlántico es permanente. Esa ruta es solo una parte de la primera globalización, encabezada por la Monarquía hispana y que tuvo en la Ciudad de México su epicentro, al conectar Manila (es decir, Asia) con Sevilla (es decir, Europa) a través de la Nao de China o Galeón de Manila. Los biombos, porcelanas y marfiles europeos tienen su origen en esa ruta (Manila-Acapulco-Veracruz-Sevilla, con 600 kilómetros a lomo de mula), y el peso-plata virreinal fue la moneda fuerte del sureste asiático hasta el siglo XIX. Todos estos hechos debería ser parte del imaginario histórico de México y no un paréntesis de tres siglos.
Pedir disculpas a España por la conquista de México es como si España demandara perdón a Damasco por las huestes de Abderramán o a Roma por las legiones de Escipión. Un demagógico anacronismo. Este problema heredado de López Obrador, que España supo mantener al margen de sus relaciones comerciales, académicas y culturales con México, Claudia Sheinbaum, presidenta de México a partir del primero de octubre, tenía la opción de ignorarlo o mantenerlo en sordina. Pero fiel a su posición de subordinada del presidente saliente, sacerdotisa mayor de un credo fanático, ha decidido doblar la apuesta. Al no invitar a su toma de posesión al Rey de España hasta que no lleguen esas quiméricas disculpas, ha convertido una incomodidad diplomática en una crisis internacional. Mal augurio de un Gobierno que empieza con el pie izquierdo.
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