Columna sobre columna: ¿quién soy yo para opinar?
Escribir una columna sobre escribir columnas es ya decirlo todo. Decir, por ejemplo, que el columnista necesita un tema, y que esa necesidad de tema acaba siendo también un tema, porque el columnismo es sobre todo un forma de consumirse. Este oficio suena bien las primeras cien veces, los primeros tres años, cuando uno descubre que, en efecto, tiene cosas que decir. Luego ya no tienes nada que decir, y escribes un artículo sobre escribir un artículo, que es el punto de no retorno de tu obsesión. Escribir columnas es tan rutinario como cualquier otra carrera artística, pues todas son como poner ladrillos, como vender seguros, sólo que te aplauden más. Por eso es una rutina incomprendida, premiable, de mucha vanidad. Pero al final estás tú solo ganándote el pan con el ladrillo de la columna, con el seguro de vida de la palabra. Detrás de una firma no hay otra cosa que un pobre hombre llevando a casa algún dinero.
Ahora el columnismo está muy competido, hay opiniones por todas partes, escribe bien todo el mundo, tiene gracia la mitad, talento de veras tienen —siendo justos— no pocos. Se escriben más artículos de opinión de los que pueden leerse, y llega uno tarde a piezas preciosas y no llega uno nunca a textos brillantes, blogs, estados de Facebook, se escribe por todas las paredes de Internet. El columnista, a diferencia del escritor, necesita ser leído, porque el escritor —de todos los oficios del mundo que emplean la palabra— es el que menos lectores reclama para su trabajo: el autor reclama atención. Con ser entrevistado muchas veces un escritor es feliz. Un columnista es feliz porque lo leen. Nada más.
«Parece poco pedir, cinco minutos a la semana para leerte, pero es imposible obligar a nadie a leer siquiera cinco minutos a la semana algo que no quiere leer»
Una gran diferencia entre la novela y la columna es que, siendo ésta breve, no puede esconderse, corre mucho, se copia y se pega, se envía, se retuitea. Así, el columnista es difícil de tapar, puede ir a su aire y da muchos disgustos. Un novelista, sin embargo, es fácil de tapar, no puede ir a su aire y, como nadie lee entero su libro, da igual lo que ponga en él. Quiere decirse que el columnismo es más deportivo que la narrativa, el prestigio viene solo, y los lectores; no está sujeto al entramado fatal de las influencias y los padrinazgos. Una buena columna es imposible de ignorar; es facilísimo ignorar una buena novela.
Esto podría hacernos pensar que la columna es fácil de leer, porque es breve y está a mano, pero ahí empiezan los dramas. Un drama extraordinario de la columna es que a veces no te lee ni tu novia, ni tu madre, ni tu novio, ni tu amigo. Cuando uno empieza, da por descontadas estas lecturas, estos afectos. Y es verdad que se milita durante unos meses en la columna del familiar o del amigo; pero, pasado un tiempo penitencial, hasta a tu madre tienes que seducirla para que te lea, tiene que leerte por ella, no por ti. Uno puede tener lectores devotos de su columna, que no se pierden ni una sola pieza, y al mismo tiempo su propia novia no lo lee desde hace años. La persona cercana también necesita de la adicción al personaje, a la caricatura que se fraguó columna a columna, por mucho que duerma con ella o lo vea a menudo, sin máscara. Parece poco pedir, cinco minutos a la semana para leerte, pero es imposible obligar a nadie a leer siquiera cinco minutos a la semana algo que no quiere leer, que no leería si no te conociera. La disputa de la atención es feroz, no perdona amores ni amistades, se es infiel impunemente.
«La columna no soluciona nada, no informa, no prescribe conductas. Es como una ilusión de verdad, un espejismo del orden»
La columna, entendida como texto coloreado de la actualidad, precisa de un tema, y ahí hay diversas escuelas e inclinaciones, desde quien escribe sobre lo que hay que escribir hasta el que escribe sobre algo que no viene a cuento. Elegir tema es elegir un punto de apoyo, un anzuelo, una conversación, muchas cosas. Al mismo tiempo, es irrelevante. El columnista lo es por su voz y su gracia, y podría escribir sobre cualquier cosa sin que le llamaran la atención o peligrara su privilegio de opinar cobrando y a la vista de todos. El tema del columnista debe ser siempre el mismo: el que más le motiva, sea la noticia del día, un asunto manoseado hasta la náusea, sea el primer día de colegio de su hijo. Ahí llevaba razón Umbral cuando decía que la columna debe mostrar que uno “va sobrado”. Se debe notar —“debe”, es un decir— que sobre eso has escrito folio y medio como podías escribir un libro entero; que el tema te apasiona, lo dominas, lo tienes muy masticado, te quema en las manos. Que mientras escribes te dejas la vida.
Como es obvio, desgrano estas impresiones desde la experiencia personal con mis artículos, así como desde las predilecciones que como lector del género me acompañan, sin mucho diálogo en realidad con otros columnistas, pues apenas conozco a otros columnistas. Con todo, creo que debe haber un momento —sobre todo si asiste el éxito— en que cualquier columnista se pregunte: ¿quién soy yo para opinar? A fin de cuentas, el columnista —el de éxito más que ninguno— no sabe de todo, seguramente no sabe de nada, y en realidad su opinión no es ni la del experto ni la del testigo, no se sostiene en profesionalidad alguna (documentarse, investigar, hablar con alguien), sino en un don muy poco estable que consiste en la propia escritura, en el hecho de ser capaz de ofrecer algún consuelo sin dar ninguna solución. La columna no soluciona nada, no informa, no prescribe conductas. Es como una ilusión de verdad, un espejismo del orden.
«No es raro que uno se relea a sí mismo, sus piezas más celebradas, antes de ponerse con una nueva. Se está uno convocando»
Para alcanzar esa verdad y ese orden, el columnista tiene que fingirse. Fingirse un tipo que sabe de lo que habla. Por eso —ya digo— lo normal, sano y prescriptivo es que de vez en cuando te preguntes quién eres tú para dispensar verdades. Un fingidor, eso eres. La columna sólo funciona —habrá excepciones, claro— muy segura de sí, muy asertiva, como dicen ahora, acorralando al lector y obligándole a tomar partido. Se podrá hacer una columna al año donde lo que se exprese sea justamente la incomprensión, la duda y lo enmarañada que es la vida; pero lo habitual siempre será una opinión tajante, desplantada, que tire a puerta. La columna —como la opinión en la radio o en la tele— donde uno no dice nada, “respeta” las opiniones ajenas, hace gala de una ética que, al cabo, es simple exhibición de ética no poco dudosa; en fin, la columna de la que el columnista sale indemne no tiene ningún interés, porque los lectores —que van en Metro, fuman un rato a la puerta de su oficina, echan un ojo a la Red entre quehaceres fundamentales para ellos— demandan un chute, un golpe, una carcajada, demandan un zarandeo de su normalidad, y eso sólo lo provocan las opiniones contundentes.
Todo lo cual hace muy dramático —dentro de un orden— el momento en el que uno se pone al fin con la columna de la semana. Al menos en mi caso, es un instante de cierto sufrimiento. Ponerse la máscara, recuperar la voz y el tono, preguntarse quién soy yo para etcétera. No es raro que uno se relea a sí mismo, sus piezas más celebradas, antes de ponerse con una nueva. Se está uno convocando. Por ello, como escribía hace poco Manuel López Sampalo citando a José F. Peláez, y como me advirtió en su día Rafael Reig cuando me contrató para Público, es más difícil escribir una columna a la semana que una cada día, o casi cada día. Con una columna a la semana no puedes mantener encendido el fuego de la voz, y se convive con ese vértigo de no ser capaz de volver a encenderla. Si escribes cada día, el personaje está siempre sobre el escenario, sólo necesita un empujón; si lo haces cada semana, necesita toda una resurrección.
«La vuelta desde la columna a la narrativa es complicada, porque en la columna, como creo que dijo Juan Gabriel Vásquez, tienes que tener razón, mientras que una novela la escribes para dudar a tus anchas»
Puedes, por estos temores, empezar tu columna de la semana que viene el mismo día que acaba de salir la última, y dedicarle una o dos horas cada día para acabar contemplando un desastre impresionante, una pésima columna trabajada durante siete días. Esto les pasa a muchos. Puedes, por el contrario, dejarlo todo para última hora, hacer que un plazo te aguijonee la supervivencia y el talento, y pensar que te pagan por escribir durante 45 minutos a la semana, y que ganas casi tanto como un futbolista, visto así. Esto, en realidad, tampoco sucede tantas veces.
La vuelta desde la columna a la narrativa es complicada, porque en la columna, como creo que dijo Juan Gabriel Vásquez, tienes que tener razón, mientras que una novela la escribes para dudar a tus anchas. También hay algo de cierto en el clásico “el periodismo avillana el estilo”, de Valle-Inclán. Cada frase de una columna, de la primera a la última, está escrita para que el lector llegue a la última. En toda novela, sin embargo, el lector se toma bien aburrirse un rato, saltarse páginas, adormilarse un poco en una descripción. Pero uno, escribiendo columnas, no está acostumbrado a escribir para adormirlar.
Lo más gratificante, como es lógico, es escribir alguna vez un artículo que circule mucho, que tenga numerosos comentarios y te haga ser leído por gente que ni siquiera te conocía. Es tu día de gloria, algo que, generalmente, nunca experimentarás con una novela. El oro puro de la gloria: ser leído.