Sorprende constatar cuán diferente era en la antigüedad lo que hoy entendemos por un libro. Físicamente, quiero decir, porque su función básica sigue siendo la misma: servir de soporte a los mensajes escritos. Sin embargo, ya sabemos que la forma física de las cosas determina la forma como desempeñan su función. En el caso de los libros es claro que los antiguos rollos necesariamente determinaron una diferencia en la dinámica de la lectura y la transmisión del saber.
No hay que ser muy perspicaces, los libros no existieron desde siempre. Las grandes sagas guerreras que dieron origen a la épica griega se transmitieron oralmente, de generación a generación, durante cientos de años, posiblemente miles. La Ilíada y la Odisea son solo dos exponentes de aquellas viejas sagas, que descollaron por su fuerza y su factura poética. Sin embargo, no hay que olvidar cuánto debe a la introducción del papiro y de la escritura en Grecia el hecho de que estos poemas hayan llegado hasta nosotros. El impacto de haber fijado la oralidad griega. Un hecho que cambió la civilización y la cultura.
Hacia el siglo VIII a.C. se tienen las primeras noticias de la adaptación del alfabeto fenicio en las regiones de Jonia, en la costa este del Egeo. Es precisamente cuando la tradición ubica la incierta existencia de un tal Homero, a quien se atribuyen los primeros cantos griegos fijados a través de la escritura. Según algunos, dos siglos después el tirano Pisístrato mandó a hacer una versión definitiva de los poemas homéricos. Una “edición oficial”, hay que decirlo, manipulada muy a su conveniencia, lo que de paso inauguraba una funesta tradición. Literatura y tiranía convergen en la historia de los orígenes del libro como objeto cultural.
Lo hemos contado en otro lugar. En la Grecia del siglo V, cuando ya se ha consolidado una literatura y por tanto, mutatis mutandis, una “industria” editorial, un libro (biblíon) era básicamente un rollo compuesto por una cantidad de hojas de papiro pegadas una junto a otra. Estas hojas medían unos 20 x 25 cms., más o menos el tamaño de una tablet, y pienso que no es casual. Se elaboraban según una milenaria receta egipcia, como cuenta Plinio en su Naturalis Historia (XIII 68). Se cortaban en pequeñas tiras, se engomaban y maceraban, se comprimían dos capas, una en sentido vertical y otra horizontal, hasta alcanzar una “hoja” resistente y flexible. Cada hoja generalmente era escrita por una cara, aquella en que las fibras corrían horizontalmente, en tinta negra o roja con un cálamo. Los textos se alineaban en una o dos columnas de 25 a 45 líneas, dependiendo del tamaño de la letra, siempre en mayúsculas, todo seguido, sin separaciones entre palabras ni signos ortográficos. Hubo que esperar hasta la Biblioteca de Alejandría para que todo esto fuera inventado. Se entiende por qué leer era entonces un arte extraño y sospechoso, reservado a muy pocos. Bueno, también ahora.
Volvamos al libro. El papiro se impregnaba de aceite para protegerlo de los insectos, dándole su típica coloración amarillenta. A continuación se enrollaba en torno a una vara de madera, hueso o marfil llamada ómphalos. De una de las puntas del ómphalos colgaba una pequeña cinta de papiro o piel, el syllabos, con el nombre del autor y la obra. Los rollos podían tener unos 3,5 mts. de longitud y se leían desenrollándolos de derecha a izquierda. Una tragedia completa de Sófocles o Eurípides podía caber en un rollo completo, aunque el Papiro de Oxirrinco 843 contiene el Symposio de Platón completo y mide 7 mts. Las obras extensas como las Historias de Heródoto, la de Tucídides o los poemas homéricos necesitaban varios rollos, que se llamaban propiamente biblía, o ya en Roma, libros o volûmenes.
Conocer la forma de los libros nos ayuda a comprender cómo se organizaban las bibliotecas, esa otra invención tan maravillosa como la de los libros. Obviamente no eran necesarias las estanterías. Los antiguos rollos se almacenaban horizontalmente en nichos adosados a los muros del gran salón de la biblioteca, un poco como hoy se guardan las botellas de vino en las bodegas. Cada tramo de los muros, con sus nichos, se identificaba de acuerdo a la disciplina de que trataran los libros: poesía, política, filosofía, matemáticas… Aparte estaban las estancias reservadas a la lectura, que se procuraba que fueran lo más frescas, ventiladas y silenciosas posible. Así aparece en las reconstrucciones de la Biblioteca de Alejandría según Luciano Canfora (La biblioteca desaparecida, Palermo, 1990), sin duda el paradigma de las bibliotecas antiguas. Es también la distribución que se observa en las ruinas del Liceo de Aristóteles, que a su vez le sirvió de modelo. Y después en las ruinas de la Biblioteca de Celso en Éfeso (Lionel Casson, Libraries in the Ancient World, Yale, 2002), e incluso en la Biblioteca de Adriano en Atenas, ya de época romana: un gran salón principal con nichos adosados a los muros y un pórtico para las mesas de lectura. Al centro del pórtico un amplio jardín con una fuente.
Lo sabemos, el papiro es una planta que crece de forma silvestre en las riberas del Nilo. Durante siglos los egipcios ostentaron su monopolio, aunque se tienen noticias de pequeños centros de producción también en Siria y Babilonia. Ello comportaba un riesgo para la transmisión del conocimiento, pero también un impacto en la estabilidad de los precios y el abastecimiento. Ya en el siglo VI a.C. Heródoto (V 58) cuenta que los jonios habían tratado de sustituirlo por piel de cabra y de cordero. Los romanos irían más allá y comenzarían a reciclar el papiro, pintándolo de blanco y escribiendo de nuevo sobre él, los llamados palimpsestos.
Hacia el año 200 a.C. la Biblioteca de Pérgamo rivalizaba abiertamente con la de Alejandría. Entonces el rey Tolomeo prohibió la exportación de papiros, lo que forzó al rey Eumenes a buscar una salida. Como casi siempre, las crisis económicas fuerzan los grandes saltos tecnológicos. Los habitantes de Pérgamo habían desarrollado una técnica para incrementar la flexibilidad de la piel de cabra, así como su capacidad para absorber la tinta. Se inventaba el pergamino, que con el paso del tiempo conseguiría imponerse. Los días del papiro quedaban contados. También los del viejo rollo, que será sustituido por el codex.