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Cómo este filósofo medieval refutaría los reclamos electorales de Trump

Cómo este filósofo medieval refutaría los reclamos electorales de Trump

Si William de Occam [también Ockham, nacido en Ockham, Inglaterra en 1285, y fallecido en 1349 en Múnich, Baviera], filósofo y teólogo medieval, pudiese viajar en el tiempo hasta el momento presente, encontraría que no todo le sería desconocido. Gran parte de su carrera la dedicó a una de las más épicas disputas electorales de todos los tiempos, cuando el Rey Luis de Baviera se enfrentó al Papa Juan XXII por el control del Sacro Imperio Romano Germánico – una batalla que se libró en toda Europa en el siglo XIV y que se repite hasta hoy en una de las grandes obras de arte de la humanidad, la «Divina Comedia» de Dante-.

La contribución perdurable de Occam es el principio lógico que lleva su nombre, La Navaja de Occam, que  «corta» profundamente la actual controversia electoral norteamericana. Dicho principio enseña que, ante varias alternativas, la explicación más simple que se ajuste a los hechos observables es probablemente la más cercana a la verdad.

En su sencilla túnica franciscana, imaginemos a William saliendo de su cápsula del tiempo a finales del 2020, navaja en mano, y que se dedica a analizar los hechos disponibles. Durante más de cuatro años, la escena política ha estado dominada por un raro genio de la publicidad, un acaparador de atención cuya personalidad los norteamericanos encuentran casi excepcionalmente convincente. Encantando a sus partidarios y enfureciendo a sus críticos, el presidente en ejercicio ha avivado tales pasiones que muchos consideran que su intento de reelección está entre las decisiones electorales más importantes de la historia de los Estados Unidos. Se han recaudado y gastado miles de millones de dólares para maximizar la votación. Se cuentan más votos que nunca antes.

Al anciano William se le ofrecen dos explicaciones para analizar tales números. Una es que la intensidad de la publicidad y la profundidad de las pasiones impulsaron una participación récord. La otra es que el Servicio Postal de los Estados Unidos se involucró en una amplia conspiración para robar papeletas y venderlas a los co-conspiradores, que las llenaron usando identidades falsas y las entregaron dentro de camiones de comida a las estaciones de conteo. El FBI y el Departamento de Justicia lo saben todo, pero lo están encubriendo.

Caramba, dice William después de una breve reflexión. La primera explicación parece mucha más simple – y por lo tanto es la más probable-.

A continuación, el filósofo se centra en el número de votos de cada candidato. Dada la gran participación, William no se sorprende al saber que el presidente en funciones recibió muchos, muchos votos. En cualquier otro año, sus 74 millones serían un récord, pero su oponente recibió aún más: 81 millones. ¿Qué podría explicar esto?

Alguien señala que los resultados concuerdan con meses de datos recogidos por la firma no partidista Gallup Poll. La venerable encuestadora nunca encontró más del 49 por ciento de aprobación ciudadana del titular de la presidencia, y sólo el 43 por ciento de aprobación en la encuesta preelectoral final. Su porcentaje obtenido en la votación fue del 47 por ciento, justo en el rango de su índice de aprobación durante los cinco meses anteriores a las elecciones.

Mientras tanto, la proporción de estadounidenses que desaprobaban al presidente nunca descendió por debajo del 50 por ciento en ese mismo período y osciló entre el 52 y el 55 por ciento durante seis semanas antes del día de las elecciones. En ese día, el 51,3 por ciento votó en su contra.

Pero también se ofrece una explicación alternativa: A pesar de las encuestas, el titular del cargo ganó de forma aplastante; sin embargo, un programa informático ideado para un dictador venezolano muerto hace tiempo convirtió millones de votos del presidente en votos para su oponente, sin dejar rastro. Una conspiración de republicanos y demócratas trabajó sin problemas para instalar estas computadoras en estados clave. Al igual que con los camiones de votos falsos, esta conspiración funcionó con la complicidad del propio Departamento de Justicia del presidente.

Dice el teólogo medieval: Parece que los resultados fueron más o menos los esperados. ¡Esa es una explicación muy simple! ¿Por qué meter en el asunto a Venezuela (sea lo que sea)?

Otra versión de la navaja de Occam, que se acerca a la lógica desde la dirección opuesta, fue popularizada por el astrónomo Carl Sagan en su serie de televisión «Cosmos». «Afirmaciones extraordinarias», señalaba Sagan, «requieren pruebas extraordinarias». En otras palabras, una teoría que no cumple con la regla de simplicidad de Occam, para ser creíble, debe ser respaldada con pruebas sólidas.

Sin embargo, la demanda -ya desestimada- presentada ante la Corte Suprema en nombre del estado de Texas, a la que se unieron otros estados gobernados por republicanos, respaldada asimismo por la mayoría de los republicanos en la Cámara de Representantes, y defendida por el presidente, sólo ofrecía un mosaico de suposiciones e insinuaciones en apoyo de su extraordinaria afirmación de que los resultados en cuatro estados clave deberían ser suprimidos.

Supongo que es un testamento de la fuerza institucional de la nación que tantos de sus líderes se sientan seguros jugando con nuestras elecciones y nuestros tribunales. Violan las leyes de la razón para avanzar una teoría que ni ellos pueden creer: que nuestra nación es tan corrupta como un fallido petroestado latinoamericano, y que el cargo más alto de la República puede robarse fácilmente mientras las fuerzas del orden hacen la vista gorda.

 

Traducción: Marcos Villasmil

 

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NOTA ORIGINAL:

The Washington Post

How this medieval philosopher would debunk Trump’s election claims

David von Drehle

If William of Occam, medieval philosopher, were transported by time-travel to the present moment, he might not find everything to be unfamiliar. Much of his career was devoted to one of the epic election disputes of all time, King Louis of Bavaria pitted against Pope John XXII over control of the Holy Roman Empire — a battle that raged across Europe in the 14th century and echoes to this day in one of humanity’s great works of art, Dante’s Divine Comedy.”

 

William’s enduring contribution is the logical principle that bears his name, Occam’s razor, which cuts keenly into today’s election controversy. He teaches that the simplest explanation that fits observable facts is probably the nearest to the truth.

 

In his plain Franciscan tunic, William steps from his time capsule into 2020, razor in hand, and applies himself to the available facts. For more than four years, the political scene has been dominated by a rare genius of publicity, an attention hog whose personality Americans find almost uniquely compelling. Enrapturing supporters and enraging critics, the incumbent president has stoked such passions that many consider his reelection bid to be among the most important elections in U.S. history. Billions of dollars have been raised and spent to maximize voting. More votes are counted than ever before.

 

Two explanations are offered to old William to explain the numbers. One is that the intensity of publicity and depth of passions drove record participation. The other is that the U.S. Postal Service engaged in a widespread conspiracy to steal ballots and sell them to co-conspirators who filled them out using fake identities and delivered them inside food trucks to counting stations. The FBI and Justice Department know all about it, but are covering it up.

 

Hmm, says William after a brief contemplation. The first explanation seems a good deal simpler — and thus more likely.

 

Next the philosopher turns to the number of votes for each candidate. Given the huge turnout, William is not surprised to learn that the incumbent president received many, many votes. In another year, his 74 million would be a record, but his opponent received even more: 81 million. What could explain this?

 

Someone points out that the results accord with months of data collected by the nonpartisan Gallup Poll. The venerable survey never found more than 49 percent of the public approving of the incumbent, and found just 43 percent of the public approving of him in the final pre-election poll. His share of the vote was 47 percent — squarely in the range of his approval rating during the five months leading up to the election.

 

Meanwhile, the share of Americans who disapproved of the president had never sunk below 50 percent in that same period and wavered between 52 and 55 percent for six weeks before Election Day. In the event, 51.3 percent voted against him.

 

But an alternative explanation is also offered: Despite the surveys, the incumbent actually won in a landslide; however, a computer program devised for a long-dead Venezuelan dictator turned millions of the president’s votes into votes for his opponent, leaving nary a trace. A conspiracy of Republicans and Democrats worked seamlessly to install these computers in key states. Like the truckloads of fake ballots, this conspiracy worked under the knowing eye of the president’s own Justice Department.

 

Says William: It seems the results were pretty much exactly as expected. That’s a very simple explanation! Why drag in Venezuela (whatever that is)?

 

Another version of Occam’s razor, one that approaches logic from the opposite direction, was popularized by astronomer Carl Sagan in his television series “Cosmos.” “Extraordinary claims,” Sagan taught, “require extraordinary evidence.” In other words, a theory that fails to meet Occam’s rule of simplicity must be buttressed with sturdy proof to be credible.

 

Yet the now-dismissed lawsuit filed in the Supreme Court on behalf of the state of Texas, joined by other Republican-led states, endorsed by a majority of Republican U.S. representatives and championed by the president, offered only a patchwork of supposition and insinuation in support of its extraordinary claim that results should be erased in four key states.

 

I suppose it’s a testament to the nation’s strength that so many of its leaders feel safe playing games with our elections and our courts. They violate the laws of reason to advance a theory they can’t really believe: that our nation is as corrupt as a failed Latin American petro-state; that the highest office in the Republic is easily stolen while law enforcement turns a blind eye.

 

When the Supreme Court, well-stocked with the president’s own appointees, inevitably whistled their game to an end — no, Texas cannot tell other states how to run their elections — it was a victory for reason. But the fact that the madness got this far must discourage old William of Occam.

 

 

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