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Cómo se derrumban las democracias

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Por qué el populismo es un camino hacia la autocracia

El populismo está ganando terreno. En todo el mundo, las dificultades económicas y el creciente malestar con la globalización, la inmigración y las élites establecidas han impulsado este tipo de movimientos hacia el poder, dando lugar a una oleada de apoyo público a los partidos y líderes vistos como capaces de contener las fuerzas del cambio cultural y social. En Europa, los partidos populistas dominan los parlamentos en Grecia, Hungría, Italia, Polonia, Eslovaquia y Suiza y forman parte de coaliciones de gobierno en Finlandia, Noruega y Lituania. En el sudeste asiático, el hombre fuerte de Filipinas Rodrigo Duterte está llevando a cabo una agenda populista. Y en los Estados Unidos, Donald Trump ha sido elegido presidente.

Los objetivos de los populistas contemporáneos no son nuevos. Como la mayoría de sus predecesores históricos en América Latina y Europa, los actuales partidos populistas exaltan las virtudes de un liderazgo fuerte y decisivo, comparten un desdén por las instituciones establecidas, y expresan una profunda desconfianza en los expertos y en las élites. Pero las tácticas que emplean a los populistas de hoy para poner en práctica su visión de un gobierno férreo han evolucionado. En lugar de orquestar rupturas extemporáneas y decisivas con la democracia, que pueden provocar condenas nacionales e internacionales, en su lugar han aprendido de hombres fuertes populistas como el venezolano Hugo Chávez, el ruso Vladimir Putin o el turco Recep Tayyip Erdogan.

Los populistas post-Guerra Fría como Chávez, Putin y Erdogan asumieron un enfoque lento pero constante para desmantelar la democracia. Estos líderes primero llegaron al poder a través de elecciones democráticas y, posteriormente, aprovecharon el descontento generalizado para socavar gradualmente las limitaciones institucionales sobre su gobierno, marginar a la oposición y debilitar a la sociedad civil. Su libreto táctico es consistente y directo: instalar deliberadamente leales en puestos clave del poder (sobre todo en el sistema judicial y los servicios de seguridad) y neutralizar a los medios de comunicación mediante su compra, legislando en su contra, y la aplicación de la censura. Esta estrategia hace que sea difícil discernir cuándo la ruptura con la democracia realmente ocurre, y su insidia representa una de las amenazas más importantes para la democracia en el siglo XXI.

El desmantelamiento constante de normas y prácticas democráticas por los líderes elegidos democráticamente, lo que llamamos «autoritarianización,» significa un cambio significativo en la forma en que las democracias se han desmoronado históricamente. Los datos sobre los regímenes autoritarios muestran que hasta hace poco tiempo, los golpes de Estado eran las principales amenazas a la democracia. De 1946 a 1999, el 64 por ciento de las democracias fracasó debido a este tipo de insurgencias. En la última década, sin embargo, la autoritarianización populista ha ido en aumento,  representando el 40 por ciento de todos los fracasos democráticos entre 2000 y 2010, alcanzando a los golpes de Estado en frecuencia. Si las tendencias actuales persisten, la autoritarianización populista se convertirá pronto en la vía más común hacia la autocracia.

Incluso más desalentador es el hecho de que la naturaleza lenta y gradual del retroceso democrático populista es difícil de contrarrestar. Debido a su naturaleza sutil y gradual, no hay un momento único que desencadene una resistencia generalizada o que cree un punto focal alrededor del cual puede confluir una oposición. Y en los casos en los que emergen críticos importantes, los líderes populistas pueden catalogarlos fácilmente como «quinta columna», «agentes del establecimiento,» o provocadores similares, que buscan desestabilizar al sistema. La gradual erosión democrática, por tanto, por lo general solo provoca una resistencia fragmentada.

Por otra parte, debido a que los líderes populistas disfrutan de un apoyo popular considerable, tienden a gozar de una amplia aprobación para muchos de los cambios propuestos. En Argentina, por ejemplo, Juan Domingo Perón fue elegido presidente en 1946 y aprovechó su popularidad para consolidar el control sobre el sistema político. Más recientemente, Erdogan de Turquía y su Partido Justicia y Desarrollo obtuvieron una resonante victoria en las elecciones nacionales de 2002 y continuaron aumentando el porcentaje de apoyos en las elecciones de 2007 y 2011. Un respaldo tan amplio ofrece a los líderes como Erdogan un claro «mandato» para gobernar. Y debido a que son elegidos en una plataforma de cambio, los esfuerzos iniciales para ampliar el control son considerados necesarios para poner en marcha reformas ambiciosas.

No sólo es difícil de derrotar la autoritarianización populista, sino que está impulsando un creciente auge de «dictaduras personalistas», un estilo particular de autocracia en el que el poder está muy concentrado en las manos de un individuo. Los datos muestran que casi la mitad (44 por ciento) de todas las instancias de autoritarianización ocurridas entre 1946-1999 dio lugar al establecimiento de dictaduras personalistas. Entre 2000 y 2010, sin embargo, esa proporción aumentó a un 75 por ciento. En la mayoría de los casos, los caudillos populistas llegaron al poder con el apoyo de un partido político, pero luego demostraron ser muy eficaces a la hora de eliminar toda competencia interna. Esta fue la historia no sólo en Rusia, Turquía y Venezuela, sino también sucedió con Alberto Fujimori en Perú, en Nicaragua, con Daniel Ortega, y en Ecuador, con Rafael Correa. Incluso en países donde las amenazas populistas a la democracia no han evolucionado plenamente en la autocracia, como en Hungría y Polonia, los líderes imperantes, Viktor Orban y Jaroslaw Kaczynski, disfrutan de una cuota desproporcionada de poder.  

Como hemos argumentado anteriormente, el aumento de las dictaduras personalistas es un gran motivo de preocupación. Un amplio conjunto de investigaciones de la ciencia política muestra que tales sistemas tienden a producir los peores resultados de cualquier tipo de régimen político: suelen impulsar las políticas exteriores más volátiles y agresivas, defienden los sentimientos más xenófobos, son los más propensos a administrar mal la ayuda externa, y son los menos dispuestos a la transición hacia la democracia cuando colapsan. Los movimientos populistas de hoy en día, por ende, podrían muy bien estar alimentando la proliferación de los  regímenes más problemáticas del mundo.

Por último, la autoritarianización populista es probable que ponga en riesgo a países que, por lo general, creemos que son democracias estables. Una investigación reciente en ciencias políticas refuerza la idea de que las nuevas democracias se consolidan efectivamente en algún momento entre los 17 y 20 años después de que hayan sido establecidas. Sin embargo, la investigación muestra que el riesgo de disminución de los golpes de Estado es el factor principal que reduce el peligro de quiebra democrática de un país más allá de este marco de tiempo. Asimismo se da que la amenaza de autoritarianización no disminuye con el tiempo. Venezuela es un ejemplo de ello. Cuando Chávez fue elegido en el año 1998, Venezuela era la tercera más antigua democracia fuera del Occidente industrializado. Del mismo modo, Hungría y Polonia llegaron a ser considerados miembros del club de países democráticos pero, no obstante, han experimentado descensos significativos en relación al respeto de los principios democráticos.

Las fuerzas que impulsan el populismo no van a desaparecer pronto. En todo caso, un bajo rendimiento económico, la desilusión ante la corrupción, y la insatisfacción con el desempeño gubernamental continuarán avivando las llamas del populismo en todo el mundo. Esa es la razón por la cual no debe subestimarse su amenaza para el desarrollo democrático. El daño a la democracia causada por la oleada populista en Europa se ha limitado hasta ahora a Hungría y Polonia, porque las normas históricas de Europa, la fortaleza de las instituciones, y la experiencia democrática hasta ahora han amortiguado el impulso antidemocrático. El daño a la democracia es probable que sea más pronunciado en las democracias menos desarrolladas. Hasta ahora, Duterte ha vendido sus tácticas de hombre fuerte y una retórica ardiente como las soluciones a la desilusión de los ciudadanos filipinos con el crimen, la pobreza y la corrupción. Desde su llegada a la presidencia en junio, Duterte se ha movido rápidamente para suprimir a los rivales y ampliar su control personal, todo ello mientras promete reorientar la política exterior de su país fuera de la órbita norteamericana y más cerca de China y Rusia. 

La mitigación de la amenaza populista a las normas y prácticas democráticas requerirá vigilancia y coordinación entre amplios sectores de las sociedades en situación de riesgo. El reconocimiento de las tácticas y el enfoque que los líderes actuales están utilizando para expandir su control es un primer paso necesario en el desarrollo de estrategias para contrarrestar esta tendencia. Las democracias frágiles están particularmente en riesgo, pero las democracias establecidas del mundo ciertamente no están exentas. Los ciudadanos de Europa y de los Estados Unidos deberían dudar antes de asumir que son invulnerables a un retroceso populista. Las tácticas de los populistas del presente pueden ser sutiles, pero si no se las controla, producirán graves consecuencias para la democracia global. 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

Foreign Affairs

How Democracies Fall Apart

Why Populism Is a Pathway to Autocracy

By and

Populism is gaining ground. Around the world, economic hardship and growing unease with globalization, immigration, and the established elite have propelled such movements into power, leading to a groundswell of public support for parties and leaders viewed as capable of holding the forces of cultural and social change at bay. In Europe, populist parties dominate parliaments in Greece, Hungary, Italy, Poland, Slovakia, and Switzerland and are part of governing coalitions in Finland, Norway, and Lithuania. In Southeast Asia, the Philippine strongman Rodrigo Duterte is pursuing a populist agenda. And in the United States, Donald Trump has been elected president.

The objectives of contemporary populists are not new. Like most of their historical predecessors in Latin America and Europe, today’s populist parties extol the virtues of strong and decisive leadership, share a disdain for established institutions, and express deep distrust of perceived experts and elites. But the tactics that today’s populists employ to implement their vision of iron rule have evolved. Rather than orchestrating sudden and decisive breaks with democracy, which can elicit domestic and international condemnation, they have instead learned from populist-fueled strongmen such as Venezuela’s Hugo Chávez, Russia’s Vladimir Putin, and Turkey’s Recep Tayyip Erdogan.

Post–Cold War populists such as Chávez, Putin, and Erdogan took a slow and steady approach to dismantling democracy. These leaders first come to power through democratic elections and subsequently harness widespread discontent to gradually undermine institutional constraints on their rule, marginalize the opposition, and erode civil society. The playbook is consistent and straightforward: deliberately install loyalists in key positions of power (particularly in the judiciary and security services) and neutralize the media by buying it, legislating against it, and enforcing censorship. This strategy makes it hard to discern when the break with democracy actually occurs, and its insidiousness poses one of the most significant threats to democracy in the twenty-first century.

The steady dismantling of democratic norms and practices by democratically elected leaders, what we call “authoritarianization,” marks a significant change in the way that democracies have historically fallen apart. Data on authoritarian regimes show that until recently, coups have been the primary threats to democracy. From 1946 to 1999, 64 percent of democracies failed because of such insurgencies. In the last decade, however, populist-fueled authoritarianization has been on the rise, accounting for 40 percent of all democratic failures between 2000 and 2010 and matching coups in frequency. If current trends persist, populist-fueled authoritarianization will soon become the most common pathway to autocracy.

Even more disheartening, the slow and gradual nature of populist-fueled democratic backsliding is difficult to counter. Because it is subtle and incremental, there is no single moment that triggers widespread resistance or creates a focal point around which an opposition can coalesce. And in cases in which vocal critics do emerge, populist leaders can easily frame them as “fifth columnists,” “agents of the establishment,” or other provocateurs seeking to destabilize the system. Piecemeal democratic erosion, therefore, typically provokes only fragmented resistance.

Moreover, because populist leaders enjoy substantial popular support, they tend to have broad approval for many of their proposed changes. In Argentina, for example, Juan Perón was elected president in 1946 and leveraged his popularity to consolidate control over the political system. More recently, Turkey’s Erdogan and his Justice and Development Party claimed a resounding victory in the 2002 national elections and continued to attract increased vote shares in 2007 and 2011. Such broad public support provides leaders such as Erdogan with a perceived “mandate” to rule. And because they are elected on a platform of change, early efforts to expand control are dismissed as necessary to implement ambitious reforms.

Not only is populist-fueled authoritarianization difficult to defeat, it is increasingly giving rise to “personalist dictatorship”—a particular brand of autocracy in which power is highly concentrated in the hands of an individual. Data show that just under half (44 percent) of all instances of authoritarianization from 1946 to 1999 led to the establishment of personalist dictatorships. From 2000 to 2010, however, that proportion increased to 75 percent. In most cases, the populist strongmen rose to power with the support of a political party but then proved effective in sidelining competing voices from within. This was the story not only in Russia, Turkey, and Venezuela but also with Peru’s Alberto Fujimori, Nicaragua’s Daniel Ortega, and Ecuador’s Rafael Correa. Even in countries where populist-fueled threats to democracy have not fully evolved into autocracy, such as in Hungary and Poland, dominant leaders like Viktor Orban and Jaroslaw Kaczynski enjoy a disproportionate share of power.  

As we have previously argued, the rise of personalist dictatorships is a great cause for concern. A robust body of political science research shows that such systems tend to produce the worst outcomes of any type of political regime: they typically pursue the most volatile and aggressive foreign policies, espouse the most xenophobic sentiments, are the most likely to mismanage foreign aid, and are the least likely to transition to democracy when they collapse. Today’s populist movements, therefore, could very well be fueling the proliferation of the world’s most problematic regimes.

Finally, populist-fueled authoritarianization is likely to put countries that we typically think of as stable democracies at risk. Recent political science research reinforces the idea that new democracies do indeed consolidate sometime between 17 and 20 years after they are established. However, the research shows that a declining risk of coups is the primary factor driving down a country’s risk of democratic failure beyond this time frame. The threat of authoritarianization, it turns out, does not diminish over time. Venezuela is a case in point. When Chávez was elected in 2002, Venezuela was the third-oldest democracy outside of the industrialized West. Likewise, Hungary and Poland were long assumed to be fixtures within the democratic club but nonetheless have experienced significant declines in respect for democratic principles.

The forces fueling populism aren’t going away anytime soon. If anything, economic underperformance, disillusion with corruption, and dissatisfaction with government performance will continue to fan the flames of populism across the globe. That is why the threat of populism to democratic development should not be underestimated. The damage to democracy caused by the populist surge in Europe has so far been limited to Hungary and Poland, because Europe’s long-standing norms, strength of institutions, and experience with democracy have so far buffered populism’s antidemocratic pull. The damage to democracy is likely to be more pronounced in less developed democracies. Already, Duterte has sold his strongman tactics and fiery rhetoric as the solution to his public’s disillusion with crime, poverty, and corruption. Since coming to office in June, Duterte has moved quickly to suppress challengers and expand his personal control—all while promising to reorient his country’s foreign policy away from the United States and more closely toward China and Russia. 

Mitigating populism’s threat to democratic norms and practices will require vigilance and coordination among broad segments of at-risk societies. Recognition of the tactics and approach that today’s leaders are using to expand their control is a necessary first step in developing strategies to counter this trend. Fragile democracies are particularly at risk, but the world’s established democracies are certainly not exempt. Citizens in Europe and the United States should hesitate before assuming that they are invulnerable to a populist-driven backslide. The tactics of today’s populists might be subtle, but if left untamed, they will lead to grave consequences for global democracy. 

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