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Compañía

Un niño sentado en un libro gigante con un poema de Alexander Pushkin. TASS VIA GETTY IMAGES SERGEI MALGAVKO

Los coetáneos del celebrado costumbrista Mesonero Romanos llegaron a preguntarse si el autor de las “escenas matritenses” estaba dotado de un prodigioso oído para el habla popular o es que los madrileños adoptaban el gracejo de los personajes que creó. De modo parecido pero con mayor preocupación, me pregunto si mis conciudadanos realmente son tan pánfilos y sectarios como aparece en los medios informativos o es que compiten dócilmente por parecerse a lo que allí se muestra. Porque lo que mejor les cuadra son unos versos de Karmelo C. Iribarren: “Hay que mirar el futuro con optimismo, decían, / como si tras conocerles tal cosa fuese posible”. Con la mayoría de los amigos lejos y alguno ya inalcanzable, como mi querido Vicente Verdú, que hubiera sido de mí este verano sin la compañía de varios poetas. Son ellos los que aciertan a transmitir la entraña dudosa e inmanejable de la vida, que es lo único que merece la pena vislumbrar de ella. También en agosto…

Además de La frontera (Renacimiento), de Iribarren, con viñetas ricas en intuición y mínimas en retórica que además se pasean como yo por Donosti, he leído estos días Y, de Andrés Trapiello (Pre-Textos), una auténtica cura de cordialidad lírica y salud literaria. Sobre todo, he convivido con Difícil es el alba (Renacimiento), la antología poética de Mario Míguez, aquel joven amigo desaparecido demasiado pronto al que tanto quise y del que tanto aprendí. Su voz me parece merecer el mismo homenaje que alguien dedicó a la de un gran actor inglés: un clarín envuelto en terciopelo. Capaz de condensar todo lo pendiente en siete palabras: “Traicionado el amor, ya todo es nada”. ¡Qué grande sería nuestro abandono sin la compañía de los poetas! ¡Y qué pocos poetas hay, aunque tantos hagan versos!

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