Contra la arrogancia de los que leen
No es un libro ejemplar, ni pretende serlo, pero elige el mejor de los epígrafes para arrancar. Nada más y nada menos que de Ricardo Piglia, uno de los autores que más a fondo exploró la urdimbre de la lectura. «En ese universo saturado de libros, donde todo está escrito, solo se puede releer, leer de otro modo». Comienza bendito Contra la arrogancia de los que leen, del argentino Cristián Vázquez, un volumen acometido con inteligencia y humor. Un texto que busca re-pensar y re-leer el universo del libro. Lo publica el Trama Editorial, un sello que engorda su catálogo con aproximaciones guerrilleras, y al mismo tiempo clásicas, para reflexionar sobre la empresa editorial y lectora.
Este ensayo va de eso: de la lectura como el más elemental y ambivalente de los verbos, desde la beatería lectora hasta los entresijos de la industria que lo sostiene, además de los no pocos escollos y puntos negros que lo sabotean. Está bien desmitificar la pedagogía, dijo Sergi Pámies sobre el libro de Vázquez, y lleva razón. Alrededor de la lectura existe un paternalismo hasta cierto punto inútil, el erre que erre del leer es bueno, como si la mera edición de un tripa de folios dignificara por sí mismo cualquier adefesio. Este libro pone en negro sobre blanco algunos acantilados editoriales. Lo que hace Vázquez no es nuevo, pero está tan bien escrito. Muy bien escrito.
Contra la arrogancia de los que leen no es un ensayo como tal, sino una compilación de textos divididos en tres partes. Una primera dedicada al libro como objeto o situación empresarial; una segunda, dedicada a las Lecturas y el tramo final, que lleva por título Escrituras. Un retablo, y no de las maravillas, que retrata con bastante justicia las contradicciones que atraviesan -y dan sentido- al mundo del libro como situación cultural, desde la pretensión lectora como gesto fatuo hasta la verdadera fiebre del que devora libros. En ese amplio arco, Vázquez aborda cosas tan elementales como cuánto cuesta un libro, el dilema de prestarlos o no, de si comprarlos usados o no, hasta el desolladero de la librería de fondo versus la venta por Internet.
El libro de Vázquez recibe a porta gayola, salta a la yugular del postureo: «Como Bioy, todos podemos elegir la casa en la que nos gustaría vivir. Pero creo que los lectores somos como Vicente Luis Mora: viajeros que saltamos de una habitación a otra y que de algún modo vivimos en todas las habitaciones que amamos, las que llevamos dentro de nosotros y a las que siempre estamos volviendo. Eso nos hace ciudadanos del mundo. Y nos enseña que mirar libros y solo ver el color y el tamaño de sus lomos es quedarse fuera, como mirar las ventanas de un edificio y prestar atención solo a las cortinas. Al otro lado está el calor del hogar. La vida».
¿Existen libros obsolescentes? A partir de ese razonamiento, Vázquez expone de forma bastante razonable algunos de los males editoriales con los que la industria se empeña en acabar consigo misma. Casi todo lo que compramos se fabrica para que después de un determinados plazo deje de servir, escribe Vázquez. Hay libros, es cierto, que sí tienen fecha de caducidad y estos consiguen vivir en el oleaje de la moda. Vázquez mete en esa clasificación a muchos de los llamados libros de ‘No ficción’, volúmenes vinculados a un personaje, un acontecimiento o un producto. Entre los de ficción, campa la obsolescencia programada. El ejemplo del que echa mano Vázquez es El código da Vinci, que del furor pasó al remate.
Hay incorrección moderada en la relativización del buenismo lector o la beatería cultural. Por ejemplo, los planes de lectura entendidos como propaganda. Se hacen campañas para que los libros lleguen a la gente, pero… ¿qué hacen la personas con esos libros una vez que llegan a sus manos? Ojalá den resultado, escribe Vázquez, que no se priva de detectar un problema de fondo que siembra caries en el paternalismo -la arrrogancia- que alimenta determinados planes de lectura: “Hay mucha gente no lectora a la cual los libros le imponen un respeto tan grande que se transforma casi en una forma de intimidación. Como si la sensación de querer leer pero no saber por dónde empezar llevara a esas personas, fatalmente, a no empezar por ningún lado”.
Dar cuenta exhaustiva de cada texto es un despropósito, pero resulta irresistible la tentación del reporte. El texto titulado ‘De qué trata tu novela’ es oro en paño. A partir de un artículo de Agustín Fernández Mallo publicado en Zenda donde explica por qué Juego de tronos es un despropósito, Vázquez se vale de la tragedia del spoiler para poner el acento sobre la dictadura de la trama sobre la prosa. En otras palabras, la hegemonía de la resolución, del final feliz, entendiendo por tal cosa un artefacto perfecto, aunque inverosímil e incluso pobre. “El único final posible. Porque pasa con los finales como con las familias según Tolstoi: todos los finales felices se parecen entre sí. Los finales desdichados, en cambio, lo son cada uno a su modo. Eso sí, en ocasiones memorables”, escribe el argentino.
Leer es un acto de insurrección. Un riesgo. Un contagio. Gracias a su lenta acción de riego se han declarado independencias; defenestrado elites religiosas y políticas. Leer es traicionar a las versiones más precarias de nosotros mismos. Leer como obligación moral –no moralista-. Leer es la elección individual de ser menos estúpidos, algo que necesariamente no nos hará más felices. Por eso este libro importa y lo hace sin aspavientos ni ex comuniones. Un libro divertido e inteligente con el que Cristián Vázquez se retrata como profesor, escritor y argentino, porque es cierto: da buena cuenta del imperio literario del Mar del Plata, desde el mítico editor Mario Muchnik hasta los tótems de Borges y Bioy Casares.