Corrupción sistémica
Marcelo Odebrecht y Dilma Rousseff
Fue el 27 de enero de 2014, durante la cumbre de la CELAC en La Habana. Al mismo tiempo tuvo lugar la inauguración del puerto de Mariel, en las afueras de la capital cubana. La ceremonia oficial era conducida por Raúl Castro con la participación de Dilma Rousseff. Ello debido a que el Banco Nacional do Desenvolvimento de Brasil, BNDES, había sido el agente financiero del proyecto.
Otros dignatarios también estaban presentes, pudiendo ser reconocidos en la pantalla de Telesur. Excepto uno, siempre junto a Rousseff, a quien no fui capaz de identificar en ese momento. Pensé que era su canciller, por el lenguaje corporal deferente ante el discurso de la presidenta. Supe de quien se trataba cuando, casi al finalizar, Rousseff agradeció muy especialmente a ese hombre a su lado, un visionario a cargo de la construcción de tan magnífica obra: Marcelo Odebrecht.
Leí el episodio como un señalador, síntoma de cambio en la naturaleza misma de la corrupción. Ya no era más la vieja coima, la mordida para el funcionario. Aquello era casi inocuo, una manera normal de hacer negocios con el Estado y no únicamente en América Latina. Esta corrupción, la nueva, parecía ser un régimen político en sí mismo, un verdadero sistema de dominación, pensaba yo parafraseando a Weber.
Es decir, corrupción sistémica. Odebrecht no era el canciller pero era «como si»…fuera el canciller. De hecho, el empréstito internacional en beneficio de las grandes constructoras brasileñas fue parte esencial de la política exterior de Rousseff y, en consecuencia, fuente de recursos ilícitos que el partido de gobierno utilizó en su estrategia de permanencia en el poder.
Marcelo Odebrecht no era demasiado conocido entonces, pero su fama iría en aumento. El caso Lava Jato lo envió a prisión en 2015 y la compañía se declaró culpable ante un juzgado de Nueva York en diciembre de 2016, con 77 ejecutivos acogiéndose a cooperar bajo la figura de arrepentimiento y pagando una multa de 3.500 millones de dólares. Ello por haber sobornado a funcionarios de una docena de gobiernos en África y América Latina por 788 millones de dólares, tarea a cargo de la «Gerencia de Coimas».
Las cifras son de por sí elocuentes, pero no es todo. La investigación reveló que, además, Odebrecht hizo escuela en toda América Latina. Sus filiales, socios y subcontratistas, al igual que los imitadores, diseñaron redes de criminalidad transnacional, con recursos extraordinarios y capacidad de monopolizar las licitaciones públicas y capturar el aparato del Estado. Típicamente, ello reduce al gobierno a mero instrumento de la corrupción, invirtiendo la relación principal-agente. El dinero habla, pero sobre todo manda.
La cara oscura de la globalización, a partir de allí obra pública, lavado y otros ilícitos—por lo general, narcotráfico y crímenes conexos—pasan a ser partes interconectadas de un diversificado conglomerado de negocios. Al mismo tiempo que un consorcio de poder, aceitada maquinaria que ha fomentado la perpetuación en una peculiar dinámica perversa: más recursos otorgan más tiempo en el poder, lo cual se sostiene y retroalimenta con impunidad.
Todos estos elementos vuelven a surgir del último «escándalo» de corrupción en Argentina; las comillas por el eufemismo con el que es usual describir dicha conducta delictiva. Son los llamados «cuadernos K», ocho en total, verdadero diario de un chofer a cargo de conducir altos funcionarios a recaudar sobornos. Su recorrido partía de diferentes empresas contratistas de obra pública y terminaba en lo más alto del poder, la residencia presidencial y el domicilio privado del matrimonio Kirchner. Allí se entregaban bolsos con dólares, a veces recibidos por el propio Néstor Kirchner.
El fiscal de la causa estima que la operación total es cercana a los 160 millones de dólares. En los medios se habla del «Lava Jato argentino». Es una alusión apropiada, especialmente porque por primera vez una investigación de corrupción en dicho país parece tener suficientes dientes en el lado de la oferta, es decir, los que pagan sobornos. Seis empresarios han quedado detenidos.
Los cuadernos registran diez años de recaudación; sí, diez años. Es común explicar la corrupción por el personalismo de un líder, por el tamaño del sector público, por el populismo y otros diversos factores. Yo me quedo con el tiempo de permanencia en el poder como variable explicativa.
Considérense los siguientes casos fuera de América Latina. En la posguerra en Italia y Japón, la reconstrucción económica y política se hizo sobre la base de un sistema con un partido dominante, la DC (Democracia Cristiana) en Italia y el LDP (Partido Liberal Democrático) en Japón. Ambos fueron parte de toda coalición de gobierno desde entonces y hasta los años noventa, pero el LDP perdió la elección de 1993 y la DC fue derrotada en 1992, disolviéndose en 1994.
En ambos casos ello fue consecuencia de graves cargos de corrupción dentro de la estructura de los partidos, mani pulite en la DC y el uso de información bursátil privilegiada en el LDP. Lo común a ambos fue el tiempo en el poder, el sentimiento de invencibilidad y la consecuente omnipotencia. Con la perpetuación todo partido adopta rasgos de «partido hegemónico», que son aquellos partidos que se fusionan con el Estado y jamás rinden cuentas.
O sea, rasgos que alimentan la impunidad. El antídoto contra la corrupción es el Estado de Derecho, un régimen de jueces independientes con el acompañamiento de la prensa libre. Un régimen que se debilita si no hay alternancia en el poder.