Cristina Casabón: Trump y la nueva aristocracia de la opinión pública
«Llega la hora de asumir que las redes han tomado la bastilla y con la bandera de la libertad de expresión en la mano, el pueblo se pregunta por qué debe haber una jerarquía en la libre opinión»
Chateaubriand escribe en sus memorias que la aristocracia cuenta con tres épocas sucesivas: la época de la superioridad, la época de los privilegios y la época de las vanidades: al salir de la primera, degenera en la segunda y se extingue en la última. Esto es lo que está sucediendo en parte con algunas profesiones de hoy día. Desde los profesores a los escritores, pasando por la prensa tradicional, de ahí se heredaron ciertos privilegios de élites vanidosas, que no entienden que hoy la superioridad te la confiere la opinión pública, o sea la calle.
No necesitan que les explique la intangibilidad de la opinión y la constante mutación de la palabra viva de la calle. Se puede empezar a escribir cualquier parte y de cualquier cosa, como han observado Miller, Hemingway, Paco Umbral, y muchos otros antes. Y debatiendo el otro día con unos colegas periodistas, concluimos que se ha dejado de percibir que los aristócratas de la pluma o de la columna tengan derechos sobre los comentaristas de redes sociales.
Ahora toda opinión cuenta lo mismo, con consagradas excepciones. El público ya no busca la moral, sino la opinión; no la justicia, sino la noticia; no la verdad, sino la imagen. Quieren una jerga ofensiva, un lenguaje que encienda al personal. El señor Trump es un experto de la cosa y ha encumbrado el poder de los ‘medios alternativos’ con el acceso de podcasters, youtubers e influencers a la Casa Blanca, con la promoción del señor Musk y de su hijo Barron. La secretaria de prensa del presidente, la tal Karoline Leavitt, ahora apuesta por informadores independientes y considera que la prensa tradicional ha quedado obsoleta.
«La opinión pública y la prensa, en democracia, deben ser una misma cosa. Cuando esto deja de ser así, los ciudadanos andan por la calle o en las redes con un megáfono chillando sus opiniones»
«Sé buena, dime cosas incorrectas, desde el punto de vista político», sonaba aquella canción de Loquillo con letra de Luis Alberto de Cuenca, un creador tan imaginativo que puede hacerlo todo. La gente ahora busca, en efecto, emociones peligrosas, puntos de transgresión, personajes controvertidos que hagan frente a la corrección política.
El ejemplo de la cosa es la última portada de la New York Magazine: ha publicado un artículo para tratar de demostrar que los jóvenes trumpistas son una mezcla entre American Psycho y Gossip Girl. Recortaron a los negros de la fiesta, y pusieron el foco en unos chicos atractivos y blancos. La portada se ha vuelto tan viral (por la transgresión que hoy produce la elegancia de su estética) que desde el gobierno de Trump exclamaban: «It´s like they are trying to make us look cool».
Trump le está diciendo a los suyos que el rey está desnudo, que el vizconde de la NYM sigue creyendo que el feudo de la opinión pública le pertenece. Justicia italiana: una vez se ha terminado la era de la superioridad moral de las élites progresistas, ahora la democratización de la opinión pública tiene nuevas exigencias estéticas y morales.
Si la prensa tradicional quiere tener algún tipo de autoridad, debe generar debates que les acerquen a la calle. El señor Trump ha ganado la Casa Blanca con todas las editoriales de los periódicos en contra, se está convirtiendo en un mito rojo o negro que influye a distancia, en una élite-contraélite subversiva y, por lo tanto, atractiva. A veces la prensa se le revuelve y muerde, porque, en general, la prensa tradicional ha encajado mal estos giros de la opinión pública.
Chateaubriand, quien fuese vizconde y se tuvo que conformar con ser uno de los escritores y moralistas más destacados de su época, vio claramente que la revolución contra la que luchaba, la que le despojaba a él de sus privilegios y títulos era, llegado a un punto, inevitable. Y reconoce que, si bien la libertad que los revolucionarios prometían amenazaba con un despotismo nuevo, la única vía que quedaba era ganarse los privilegios que antes otorgaba la cuna.
Podemos lamentarnos de las derivas de la comunicación de redes de masas: su tendencia al encono o las mentiras interesadas. Pero llega la hora de asumir que las redes han tomado la bastilla y con la bandera de la libertad de expresión en la mano, el pueblo se pregunta por qué debe haber una jerarquía en el terreno de la libre opinión. Sólo queda despojarse de toda vanidad y reconocer que la opinión pública y la prensa, en democracia, deben ser una misma cosa. Cuando esto deja de ser así, los ciudadanos andan por la calle o en las redes con un megáfono chillando sus opiniones.