Cristina Losada: La prensa del populismo
Desde que nuestro pequeño mundo se ha poblado de fenómenos políticos sorprendentes, no se habla de otra cosa. Sólo se habla de ellos. Cuando Podemos salió de la nada, o de las tertulias, para alzarse con cinco diputados europeos, el mundo mediático les dedicó tanta atención que parecía que hubieran ganado ellos. No sólo eso: el protagonismo que se les concedía entrañaba la curiosa idea de que eran ellos, los de Podemos, quienes reflejaban de verdad, de forma auténtica, la devastación causada por la crisis y la santa indignación incubada en España. Aquello no fue más que el principio.
Cuando Trump ganó las elecciones en EEUU, los medios tradicionales se dieron golpes de pecho por no haber escuchado suficientemente la voz de los votantes que propulsaron al magnate a la victoria. Se propusieron poner la oreja para entender aquel fenómeno que los había pillado por sorpresa. El Brexit, igual de inesperado, trajo revelaciones sobre la profunda división e incomunicación entre los perdedores de la globalización, partidarios de recuperar la soberanía, y los cosmopolitas que estaban felices con la pertenencia europea. En Francia, pasó tres cuartos de lo mismo. El fenómeno Le Pen monopolizó la curiosidad hasta que lo de Macron adquirió consistencia de fenómeno, o sea, ahora.
No hay forma de evitar que nos interesen más las anomalías políticas que la rutina del mainstream. Que nos ocupemos más de entender por qué se vota a un Trump, a una Le Pen o el Brexit, que de entender por qué se vota a un partido de centro. Lo excepcional llama, lo habitual aburre. Es inevitable. Pero ¿no nos estamos pasando? De tanto dar visibilidad a los fenómenos populistas, ¿no estamos dejando en la invisibilidad todo lo demás? Y lo que es peor, ¿no contribuimos a fijar la idea de que esos fenómenos son los que realmente responden a los problemas de nuestro tiempo?
Hubo momentos en España en que parecía que si no votabas a Podemos eras un privilegiado y un desalmado al que no le importaba nada el sufrimiento ajeno. Si no estás con Trump o con Le Pen, ya vas camino de que te etiqueten como un cosmopolita desarraigado, un ganador de la globalización, el habitante de una burbuja-Jauja donde no padeces ninguna de las carencias que afectan a tantos ciudadanos excluidos de los buenos empleos, de la buena formación y del ascensor social. Puedes darte con un canto en los dientes si no te meten en el saco de los altivos, de los que miran por encima del hombro a los paletos que votan a populistas de derechas.
Uno de los artículos más divertidos sobre las presidenciales francesas, publicado en The New Statesman, narraba una incursión en «Macron country«, con el mismo tono que usaría un periodista en misión exploratoria en la Francia profunda de Le Pen. La reportera iba en busca de los votantes de centro como si fueran una rareza y, en efecto, un comerciante al que le preguntaba si conocía a votantes de Macron que quisieran hablar le respondió: «¿Está segura de que no quiere hablar con votantes de Le Pen? Es lo que suelen pedir los periodistas».
La visibilidad que hemos dado a las anomalías políticas se justifica por un vacío previo. Por el olvido al que se había relegado a los problemas que están en la base del auge populista, y a los votantes que se han sentido desoídos por la elite política, y por los medios. Es necesario compensar ese descuido. No es necesario pasarse al extremo opuesto y que los olvidados sean los otros: esos votantes que no están por rupturas y locuras. Son los que nos libran de los populistas y, sin embargo, son mediática y políticamente invisibles.