Cuando dejas la plaza. Historias de Ucrania
La Revolución de la Dignidad de 2014 sacó a la calle a miles de ucranianos cansados de la corrupción, la inseguridad y la falta de oportunidades. Ese año, Putin invadió el este del país y se anexionó la península de Crimea. Los activistas y reformistas que ocuparon las plazas intentan mantener el espíritu del Maidán, pero se enfrentan a una clase política inmovilista y a la amenaza de una guerra abierta con Rusia.
Vira camina errática por las calles de Sambir. A ratos habla sola, sorteando con pasos cortos los obstáculos del pavimento cubierto de nieve y hielo. Es un día de enero, a más de veinte grados bajo cero. La brisa matutina corta los labios y apenas puedes sacar las manos de los guantes. Al cruzarse con nosotros, Vira levanta la vista y esboza una sonrisa. Su nombre, Vera en ruso, significa “fe”, aunque ella no es creyente. Está envuelta en un pleito con el Estado ucraniano, al que reclama la pensión de su difunto padre, jefe local de la NKVD, antecesora de la KGB. En cambio, ha rechazado la que le correspondería como exfuncionaria en una de las anquilosadas instituciones militares de la etapa anterior: casi cien euros al mes, lo que no está mal en un país en crisis y con la moneda, la grivna, devaluada. Dice que el Estado la engaña. Esta desconfianza frente al Estado es común: históricamente ha funcionado sobre todo para las clases dirigentes, como el padre de Vera. Pertenecer a la NKVD daba el respeto derivado del terror, pero también estatus y privilegios. Como en Rebelión en la granja de Orwell, en la nueva sociedad soviética todos eran iguales, pero algunos más que otros. Vira es una de esas personas cuyo esquema se congeló casi por completo al desaparecer la Unión Soviética. Por no haber pagado las facturas, le cortaron el gas y la electricidad.
Algunas familias del barrio cocinan para ella y le dan dinero. Familias a quienes su padre aterrorizó durante décadas. Mucha gente de Sambir proviene de los intercambios forzosos de poblaciones (“repatriaciones”, en el lenguaje orwelliano al uso) de 1944-46 entre la Polonia comunista y la Ucrania soviética. El historiador Timothy Snyder sostiene que 483,000 ucranianos fueron expulsados del sudeste de Polonia y casi 800,000 polacos de esta parte de Ucrania fueron también “repatriados” a Polonia. Jaroslav, cojeando, me recibe en su casa y me conduce a un salón en penumbra, con viejos muebles cubiertos de polvo y fotos en blanco y negro. En un mapa señala la región de Polonia de donde proviene su familia, de la etnia lemko. Él era un niño y tiene recuerdos difusos de marchas y miedos. En la estación más cercana, a la que llegué en uno de los viejos marshrutkas (minibuses), la nieve cae inmisericorde sobre los hombros de una estatua de una mujer humilde que representa las deportaciones. Con la cabeza cubierta y una expresión desesperada, camina sobre unas vías de tren y protege a tres niños. Uno de ellos podría ser Jaroslav. El padre de Vira, un ruso ucraniano del Donbás, al este de Ucrania, trataba con desprecio a los deportados. Cientos de miles de ucranianos fueron enviados, durante esos años, al gulag en Siberia, donde se unieron a muchos ciudadanos soviéticos. La casa del padre de Vira, más elegante que muchas otras a su alrededor, probablemente perteneció a una familia de la intelligentsia deportada.
Oksana también da algo de dinero a Vira, aunque pase apuros. A sus 62 años, tras treinta de trabajo como enfermera, recibirá una pensión mensual de setenta euros. Esos serán sus ingresos si su hospital es incluido finalmente en uno de los procesos de reestructuración que están en marcha, parte de los programas de reformas y modernización acordados con el Fondo Monetario Internacional y otros organismos de los que depende Ucrania. En un país sin redistribución real, los costos sociales serán altos. Muchos ucranianos como Oksana enfrentan la situación actual con una sorprendente resiliencia. Yevhen, un académico que lidera un grupo de intelectuales que se han enfocado en dotar a su país de una visión de futuro, dice que cada generación aquí es consciente de que tiene que superar su tragedia histórica.
La mujer deja un momento la masa que está intentando enseñarme a moldear, abre un cajón en la cómoda y, con solemnidad, coge un bulto envuelto en trapos. Es el casco que llevó durante las protestas del Maidán. Hace dos años pidió un permiso laboral para tomar un tren a Kiev y ayudar en uno de los hospitales de campaña improvisados junto a la Plaza de la Independencia. En ellos, en iglesias o apartamentos, personas como ella atendían a los heridos de los enfrentamientos con las fuerzas de seguridad y los brutales titushkis (matones a sueldo). Había que evitar los hospitales, pues tales grupos entraban en busca de activistas, se los llevaban y luego aparecían malheridos y, a veces, asesinados. A Yuri Verbitsky e Igor Lutsenko los secuestraron el 21 de enero de 2014. Igor apareció en un bosque, con signos de tortura. El cuerpo de Yuri, un científico, fue encontrado el día siguiente.
Oksana está preocupada por Ucrania, que todavía hoy se encuentra bajo el régimen opresivo que tenía esperanzas de cambiar. No ha tenido una vida fácil. Vira le recriminaba haber aceptado que su exmarido Volodymyr terminara en una clínica luego de haber sido declarado incapaz por su alcoholismo. Volodymyr fue oficial de inteligencia en el ejército soviético, una tradición familiar. Su padre había sido francotirador en las unidades del NKVD que eliminaron, en estos bosques y montes, los últimos focos de la insurgencia nacionalista ucraniana. Rompiendo la norma que prohibía hablar de política incluso en casa (“las paredes tienen oídos”, insistía su madre, que, irónicamente, era administrativa de la KGB), Volodymyr se refería en privado y con sarcasmo a una URSS a la que servía, pero despreciaba. Tenía muchos talentos: pintaba y hablaba un perfecto inglés, que su hija Annya aprendió de él. Después de unos disturbios violentos en la prisión de Siberia, donde estuvo años destacado, Volodymyr nunca volvió a ser el mismo y comenzó a beber todo el tiempo. Las noches de embriaguez, gritos y portazos que se escuchaban desde lejos en el barrio acompañaban a Annya por las mañanas de camino a la escuela.
En 2004, después de sintonizar la radio a mitad de una clase universitaria, Annya salió corriendo a protestar en la Plaza de la Independencia durante la fallida revolución naranja. Nueve años después, el 21 de noviembre de 2013, fue de las primeras en regresar a esa plaza, no gracias a la radio, sino por la convocatoria en Facebook del periodista afganoucraniano Mustafá Nayyem. Esa protesta contra el entonces presidente Yanukóvich dio comienzo a una nueva ola de despertar político, como el vivido por las revueltas árabes de esos mismos años. Ucrania acumulaba una profunda frustración ante la cleptocracia del país y el proizvol, término ruso que designa la arbitrariedad e impunidad de los dirigentes. Nayyem forma parte de la treintena de parlamentarios reformistas, muy críticos con el actual presidente Petró Poroshenko y el gobierno. Los chicos de 2004 son hoy profesionales y voluntarios que, en un país donde el problema no es solo la oligarquía sino la pasividad política que la beneficia, constituyen una clase política paralela, reivindicativa. Procede de un tejido social donde los factores generación y género son claves. No hay una o dos Annyas u Oksanas, hay muchas por todo el país: periodistas, activistas o entrepreneuses anónimas, menos en el foco público y mediático que envuelve a Nayyem y los suyos, pero quizá aún más necesarias. Annya es editora en una publicación y se esfuerza por crear un periodismo crítico, de calidad. Tanto ella como su hermana Olya, que trabaja para una organización no gubernamental, pasan estrecheces. A pesar de la incertidumbre y el descontento, Annya no quiere dejar su país, como le aconsejó su padre en un momento de sobriedad. Durante la cruenta etapa de Yanukóvich, hoy fugitivo, había pensado en emigrar. La plaza le hizo recuperar cierta esperanza.
Algo parecido atrajo a Vanya a Ucrania: dejó la Rusia de Putin que aborrece por su autoritarismo y en donde casi no hay lugar para periodistas de su perfil. Las cervezas se suceden en Odesa, donde converso con él y Peter, un escritor de padres ucranianos exiliados en la época soviética. Vanya, un moscovita alto y de coleta a lo heavy metal, habla ucraniano y condena la agresión de Rusia en Crimea y el Donbás. Pero su pasaporte le complica a veces la vida en su lugar de residencia: Lviv (o Leópolis), al oeste de Ucrania. Se lo toma con humor y bromea en Facebook con sus amigos ucranianos sobre cómo “este ruso va a ocupar la ciudad… y todos vuestros bares”. Los likes se multiplican en su móvil.
Hay más rusos como Vanya. Sentado en la barra de un bar popular de la capital, charlo con Denis, que está detrás de la nueva legislación de reforma de la administración pública. Es un hombre elegante, con gafas y perilla que le dan un aire a Johnny Depp. Como a Volodymyr, la desaparición de la URSS lo sorprendió en Ucrania, mientras formaba parte del ejército soviético. Entre ir a Bielorrusia, regresar a su Rusia natal o quedarse, eligió lo último. La decisión más sabia de su vida, dice. Pasamos la noche comparando la enrevesada política ucraniana con Star wars, cuya simbología fue habitual en la Plaza de la Independencia, junto con la de Harry Potter o El señor de los anillos (el régimen de Yanukóvich era Mordor, la policía y los titushkis eran orcos; Putin, Voldemort, etcétera). Denis va a intentar destruir la Estrella de la Muerte, llenando el parlamento –la Verkhovna Rada– de reformistas, como una ola destructora y creadora. “Ola” (Khvylia) es el nombre del nuevo partido que él y otros acaban de lanzar, y que incorpora a fiscales destituidos por Viktor Shokin, el anterior fiscal general. La razón: habían comenzado a investigar tramas de corrupción en la propia fiscalía. El escándalo llevó al cese de Shokin, después de mucha presión popular y también por parte de Occidente. Tramas, crímenes y frenos a las reformas son el objeto de investigación de Oleg, un moscovita que vino a Ucrania por las mismas razones que Vanya. Un hecho que ha pasado inadvertido: este periodismo de investigación y el trabajo de la sociedad civil ucraniana están detrás de las revelaciones sobre las finanzas del Partido de las Regiones de Yanukóvich, que han hundido, a miles de kilómetros de aquí, a Paul Manafort, ahora ex jefe de campaña de Donald Trump y asesor del expresidente ucraniano.
En tiempos de incertidumbre, cambios y miedos, esa Rusia real que irrita a Vanya, Oleg y Denis se difumina en algunas mentes con la utopía de una Rusia ideal, protectora. A su vez, esta utopía se confunde con una URSS que de pronto dejó muchos huérfanos en el llamado espacio postsoviético. Nikolái –un robusto exmilitar ruso, de ojos hundidos y castaños, gran nariz, barba blanca y gorra de marinero– es uno de esos huérfanos; me lo encuentro en los muelles de Odesa, contemplando absorto las aguas. Es “de todas partes de Rusia” y sirvió a su armada en muchos puertos. Al muelle se acercan unas babushkas (abuelas) con sus característicos pañuelos, pómulos anchos, mejillas cargadas y rostros ajados. Resultan entrañables y pintorescas hasta que conoces sus opiniones políticas, que a menudo añoran el totalitario pasado soviético. A veces recuerdan a esas buenas señoras de misa los domingos que en España aún hablan de Franco.
El Kremlin sabe de estos huérfanos de la URSS y de los nostálgicos de la Gran Rusia. Aunque menos de lo que se dice, existen todavía en un Donbás en declive, donde hace años hubo una industria activa y hoy hay fábricas deficitarias. Los hábiles spin doctors y cardenales grises de esa otra plaza, la roja, a mil kilómetros de aquí, conocen la obtusa mente de los occidentales ideologizados, escépticos ante los procesos de emancipación ajenos que rompen sus esquemas y polvorientos libros de cabecera, pero ciegos y acríticos ante Rusia. Occidentales que negarían la evidencia más tangible, aunque el tío Stalin les llevara de visita guiada por el gulag o las fosas de Katyn. En todos ellos pensaba el Kremlin al liberar el software nacionalista ruso y soviético (lo segundo fue a menudo tapadera de lo primero), activando una de las operaciones de propaganda más eficaces desde la Guerra Fría. Exactamente igual que en los noventa el Belgrado de Milošević inundaba las ondas con noticias terroríficas sobre los cortacabezas islamistas de Sarajevo que aniquilarían la indefensa (pero para entonces bien armada) población serbia en Bosnia, Moscú y sus mercenarios bombardearon la televisión de noticias espeluznantes sobre el fascismo ucraniano. Comparado con la media europea, este fascismo es todavía políticamente marginal, como el islamismo de Sarajevo, pero es sin duda problemático y visible si uno busca, rebusca y googlea concienzudamente o lo alienta. Una propaganda –como la rusa que alteró la percepción de la realidad y justificó como defensa la pura agresión– sacó partido de una desconfianza real hacia el mal gobierno, con la ayuda nada despreciable de algunos populistas y radicales. El choque constante e interesado de narrativas y realidades anula la razón y polariza a la sociedad, algo que también sucede en Bosnia.
Además de huérfanos de esa URSS-Rusia ideal, Ucrania atrae a muchas víctimas y huérfanos del putinismo real. Tengo fresca la imagen de unos veinteañeros en un memorial en Sambir: con sus mejores galas de camino al frente, sonreían, los ojos inseguros. En torno a ellos las velas encendidas desafiaban el viento invernal y la nieve. Girgi, georgiano, un francotirador recio y reservado con el que coincidí unos días en un pueblo perdido de los Cárpatos, me cuenta sucintamente cómo murió su padre en un ataque ruso a su pueblo, cerca de Abjasia. Eleva la voz para dar largos brindis de vodka en ruso, bañando el shashlik en las brasas, entre elogios al amor, los vascos del Cáucaso y la libertad de Ucrania. En Georgia, a la que sirvió en Afganistán (me enseña fotos en camuflaje en el árido Kandahar), podría ser detenido por participar en guerras extranjeras.
Girgi regresa al este, pasando por Sloviansk, donde llegó en tren este verano, en plena escalada en el frente, dos años después de que se recuperara el control en Kiev. La furia contra el fascismo ruso –condenado en un grafiti cercano, “Ruscismus nyet!”– es patente en Viktor, que me recibe en una destartalada oficina de imprenta. Narra los meses en que Sloviansk estuvo bajo los “rebeldes”, mercenarios de todas partes, así como militares y servicios de inteligencia de Rusia, dentro de la llamada guerra híbrida del Kremlin. Por estas calles dio órdenes, recién llegado de Crimea, Girkin, alias “Strelkov”, bigotudo veterano y ultranacionalista ruso que se encontraba organizando la “República Popular de Donetsk” (RPD), entonces dirigida por su colega moscovita, Borodái. Ese julio de 2014, Strelkov pondría un post en las redes sociales, casi vanagloriándose sobre el derribo de lo que pensaron era un avión de Kiev y resultó ser el vuelo 17 de Malaysia Airlines, el MH17, con trescientos pasajeros a bordo. De vuelta en Moscú, no pierde oportunidad de contar sus hazañas y critica a Putin por no invadir toda Ucrania. En esta misma calle soleada hay un siniestro edificio de ladrillos rojos y ventanas enrejadas, donde Strelkov y su gente encerraban a partidarios de Kiev y a activistas. Debido a la tortura, Viktor pasó dos meses en el hospital. En la pared, Volodymyr Rybak, un concejal de Hórlivka (Górlovka, en ruso), sonríe, como los chicos de Sambir, desde su placa conmemorativa. Apareció asesinado, el estómago abierto, en la orilla del río.
Viktor lanza una vehemente diatriba contra las autoridades actuales en Kiev y los oligarcas, que frenan una verdadera democracia. Muestra esperanza en gente como Masha, que, atenta, sigue de pie el encuentro. Esta joven de pelo largo y castaño emigró de Hórlivka, ahora en manos de la pseudorrepública creada por Strelkov y otros, y mantenida por Moscú. Su abuela no quiso dejar su ciudad natal. Masha la visita a veces, sorteando los controles, pero tiene que ir con cuidado, por su perfil de activista y proucraniana. En las cercanías de Sloviansk, mientras paseamos junto a ruinas y edificios bombardeados, me cuenta cómo pretenden promover un relato positivo del este de Ucrania basado en el desarrollo local y una mejor gobernanza democrática que dé oportunidades para que los jóvenes no tengan que marcharse. No quiere la guerra. Tampoco Denis, otro chico que nos acompaña, un enamorado de España. Esa guerra –que ha traído consigo bajas civiles, abusos a ambos lados de la línea de enfrentamiento y polarización política– pone en riesgo estas buenas intenciones y proyectos de un mejor futuro. Denis, un periodista de Donetsk, que tuvo que irse tras la brutal represión contra los activistas pro-Maidán, es pesimista. Me cuenta al detalle esos agitados sucesos de 2014 en el Donbás. Ni puede ni quiere volver a Donetsk. Dice que el plan del Kremlin funcionó. No augura mucho futuro a ideas de reconciliación, polémicas incluso para quienes se asumen críticos y progresistas.
Voces como las de Annya, Masha, los Denises y otros han encontrado eco en pequeños partidos y agrupaciones políticas y ciudadanas no controladas por oligarcas. Estas fuerzas han logrado representación en las últimas elecciones locales, también en el este, a pesar de todas las dificultades y de un sistema electoral que beneficia a los gobernantes. Pero el presidente Poroshenko y su círculo en la calle Bankova, a unos quinientos cuarenta kilómetros de aquí, no están interesados en cambiar el sistema del que forman parte. Dos años después del Maidán, confirman que la vieja guardia solo sabe ser vieja guardia y recurrir a algunas prácticas no tan distintas de las de Moscú. Aparecen ya algunas comparaciones de Poroshenko con Yanukóvich. Sin una mayor presencia pública (y mediática) de reformistas y de nuevas voces que aglutinen a esos segmentos sociales desencantados, pero por el momento pasivos y resignados, se perpetuarán los usos, abusos y mercadeos de la vieja Ucrania. Al modo de i mafiosi, los políticos-criminales mantienen su influencia repartiendo prebendas y seduciendo a pensionistas con abrazos, sobre todo a la hora de votar.
A finales de este verano, de vuelta en una Kiev inmersa en la crisis política de turno, hablo con Nataliya y Angelina, que dirigen una nueva cadena de televisión independiente por internet. Los periodistas trabajan frenéticamente, sin levantar la mirada de las pantallas. Ambas están preocupadas por la manipulación populista del sentido patriota, que deja a profesionales como ellas entre varios fuegos: los separatistas las tienen en su lista negra, amenazadas de muerte, y también reciben gran presión de algunos sectores en el poder y el gobierno. Ucrania es muy vulnerable a tensiones internas y externas, y es patente el temor generalizado de que un Occidente y una Unión Europea dominados por un pragmatismo sin valores, y con una creciente influencia de eurófobos y extremistas pro-Putin, los abandonen por completo. Este contexto polarizado de guerra y crisis, con el populismo al alza y abusos por parte de un aparato de seguridad que no ha sido reformado, se parece en algo al de Estados Unidos tras el 11-s, pero sin los fundamentos de una democracia plural basada en el imperio de la ley. Son tiempos peligrosos, también para los periodistas que integran el tejido cívico de la revolución, aquí llamada de la dignidad, si bien la crítica y la presión democrática a través de la sociedad civil forman ya parte del ADN de Ucrania. Hace poco una bomba acabó con la vida del periodista Pável Sheremet, en un atentado que estaba dirigido a él, a su pareja o al medio en donde ella trabajaba, Ukraínska Pravda. Sheremet, como Vanya, Oleg y otros, había encontrado un espacio y su labor había molestado a poderosos en Moscú, Bielorrusia y Ucrania. El medio de Angelina y Nataliya se encuentra ahora en el ojo del huracán; sin embargo, en Ucrania, no hay tiempo para caer en el derrotismo. Angelina apura su espresso y, sonriendo, dice en español: “¡No pasarán!”.
Horas después, en la barra del Alquimista, trato de discernir el futuro. El camarero me sirve sin parar, sabe que soy presa fácil. Quizás la revolución, como Occidente, ha muerto y esta contrarrevolución del sistema podría ganar. Las revoluciones suelen ser aniquiladas por respuestas reaccionarias y conservadoras. Vivimos en una era de cruda geopolítica, “ciencia” que atrajo al nazismo porque suele condenar a los pueblos pequeños al antojo imperial y que parece confirmar la máxima de Tucídides: “Los fuertes hacen cuanto pueden y los débiles sufren cuanto deben.” Es además una era de autócratas, populistas y Trumps, que se alza mientras la Europa normativa y de valores decae. Lo normal sería por ello que la política internacional vendiera a estas personas, como bien saben afganos o bosnios, en juegos de mapas que mercadea con el hombre fuerte de la villa de recreo en Yalta. La geopolítica crea etnias y Acuerdos de Dayton ahí donde hay complejas lógicas de lucha de clase, emancipación y progreso, y consagra en el poder a esa casta de gánsteres y mediocres fanáticos que suelen provocar los conflictos y nunca construyen nada. Dadas las circunstancias, en el mejor de los casos Ucrania seguirá dando tumbos algunos años más, entre avances, retrocesos y un conflicto congelado. El experimento democrático podría fracasar.
Sin embargo, con cada nueva copa, me animo pensando en ese discurso cívico que subsiste, a pesar de las malas noticias, en las personas que he conocido estos años y su compromiso diario, que lo hacen reconciliarse a uno con la utopía europea, fuera de la UE. Pienso en los gérmenes de una democracia deliberativa que discute, con ingenuidad y espíritu crítico, sobre las nuevas instituciones de anticorrupción, sobre cómo crear un partido socialdemócrata que atraiga en las regiones o un buen transporte público en Sambir. Pienso en la concurrida marcha gay que este año se celebró sin incidentes en Kiev, protegida por la policía, para alegría de mi amigo gay Zorian y su pareja. Pero sobre todo me reconozco admirado por estas historias individuales que desafían el fácil escepticismo moderno y que unen fuerzas para romper con las ataduras del pasado. Con esa pesada historia que atrapó a Vira o Volodymyr y que ha truncado las vidas de Girgi, los chicos de Sambir y tantos otros. Pienso en ellas y ellos que, pasada la foto y el titular tremendista, se quedan hasta el final, aunque pueda estar predeterminado. Cuando menos, contaré sus historias. Porque, como el entorno a mi alrededor que refleja el borroso fondo de este vaso semivacío, todo se vuelve confuso y ruidoso cuando dejas la plaza. ~
Esta crónica aparece publicada en nuestro número de octubre 2016.