Democracia y PolíticaDictaduraÉtica y MoralGente y SociedadRelaciones internacionales

Cuando el chavismo gana la presidencia de Estados Unidos

Diplomacia de Trump descarta negociaciones sobre petróleo con Venezuela y reitera su firmeza política / Foto referencia

 

 

Un titular tremendista, antipático para quienes ven en Trump la némesis de Maduro. Identificarlo con el chavismo introduciría un elemento de confusión que no ayuda a nuestra lucha por la democracia. Porque esta lucha es concebida por no pocos venezolanos, formando parte de una contienda global que enfrenta a países con gobiernos democráticos, que manifiestan su apoyo a la defensa de los derechos humanos –los buenos que nos apoyan–, con países dominados por autocracias, dictaduras corruptas, negadoras de estos derechos –Rusia, Cuba, Nicaragua, China, Irán–, cómplices del régimen criminal de Maduro. En el medio, numerosísimos países que no están alineados claramente en ninguno de los lados de este mundo binario no merecen ser mencionados. Ensimismados en este imaginario bidimensional, son sordos a los profundos retumbos de movimientos telúricos que, de un tiempo para acá, vienen volcando los cimientos de su simplista visión. Los estragos causados por esta irrupción los hemos identificado con el concepto de populismo.

Pero populismo es un concepto muy amplio. Abarca experiencias diferentes que discurren, además, ante circunstancias históricas y culturales también disímiles. Responden, por tanto, a motivaciones que no tienen por qué ser iguales. Es decir, las acciones de Trump en absoluto tienen por qué inspirarse en un ideario compartido con el chavismo. Pero es innegable un elemento común, central, que los hermana: su intención manifiesta por destruir la institucionalidad de la democracia liberal.

Este paralelo encuentra expresión en dos momentos definitorios: 1) la campaña política con que se alimenta una fuerza populista; y 2) las acciones ejecutadas ya en el poder.

La prédica populista proyecta una sociedad polarizada que exalta las virtudes de un pueblo marginado pero noble, enfrentado a élites privilegiadas que, prevalidas de una institucionalidad nominalmente democrática, lo han sometido para apoderarse, de manera excluyente, de los comandos del Estado. Un discurso de descalificaciones y odios construido con base en mentiras o “verdades alternas” (la “posverdad”) es dirigido contra supuestos culpables de los males de ese pueblo para ensalzar un liderazgo carismático que se erige como su defensor genuino.

Una vez en el poder, instituciones de la democracia liberal como el parlamento y la libertad de los medios de comunicación, ideadas para representar a sectores diversos de la sociedad y a defender la pluralidad de opiniones, son arrinconadas para que prevalezcan los intereses auténticos de un pueblo único y uniforme, definido por el líder. Si este desmantelamiento invoca gestas épicas para imponerse por la violencia o por la amenaza de ejercerla, propias de nacionalismos extremos, puede hablarse de fascismo (en su acepción genérica). Hasta ahora, el neofascismo de Chávez lo distingue de Trump, sobre todo por el protagonismo que le fue delegando a militares represivos.

La ofensiva contra la institucionalidad que buscan desbancar también los diferencia. A Chávez le tomó años neutralizar los preceptos democráticos e imponer su autoridad personal indiscutida, no sin cierta ayuda de una oposición que no supo contrarrestar las bases populistas de su legitimidad. Trump, con resultados que aún están por verse, ha arrancado desde el primer día de su presidencia con una arremetida de decretos para obviar instituciones que se venían asentando por décadas y para anular las normas que las establecieron. Ha desatado un vendaval contra hábitos, acuerdos y valores implícitos del quehacer político en Estados Unidos, la institucionalidad informal que, según Levitsky y Ziblatt, ha sostenido su desempeño democrático. Su lema, como lo ha hecho saber urbi et orbi, es hacer a América grande de nuevo (MAGA). A través de un brinkmanship muy agresivo, ha puesto a prueba la resiliencia de las instituciones estadounidenses para tantear hasta dónde puede llegar con su ofensiva. Con el auxilio del hombre más rico del mundo, Elon Musk, considerado como un dios por la plutocracia gringa, busca desregular todo aquello que pueda restringir su poder y el de los suyos. Su meta es instaurar un capitalismo salvaje regido por la ley de la selva, en el cual triunfan los más poderosos, liberados de restricciones de naturaleza humanitaria o de consideraciones de justicia, equidad, libertad, protección del ambiente y demás componentes esenciales del bienestar colectivo de la humanidad. Y como Trump está al frente de la oficina más poderosa del mundo –enorme diferencia con respecto a Chávez–, su capacidad para hacer valer su voluntad no tiene parangón.

En esta onda, el magnate inmobiliario manifiesta su voluntad de arrebatarle Groenlandia a Dinamarca, país, hasta ahora, firme aliado de Estados Unidos; amenaza con retomar el Canal de Panamá y realizar un espantoso ejercicio de reingeniería social para arrojar de Gaza a 2 millones de palestinos con miras a desarrollar, sobre los escombros dejados por el bombardeo brutal de Netanyahu, una lujosa Riviera frente al mar. Extorsiona a Canadá, México y Colombia con la amenaza de imponerles elevados aranceles a sus productos si no cumplen con sus dictámenes, enviándoles como preaviso a otros amigos (¿?) –la Unión Europea y al Reino Unido–, la conveniencia de que cumplan con sus pedidos. En lo interno, amenaza reducir a USAID a su mínima expresión y congela millones de dólares destinados a la asistencia para el desarrollo de países pobres alrededor del mundo. Anuncia que revocará el derecho a la nacionalidad estadounidense por nacimiento si alguno de los padres no está legal, restringe el presupuesto para la investigación científica y anticipa la eliminación de la secretaría de educación. Pero su programa-bandera es repatriar a millones de inmigrantes, supuestamente ilegales, a sus países de origen, incluidos, al parecer, los que gozan de medidas de protección temporal (TPS). Increíblemente, algunos MAGAzolanos pensaban que esto no era con ellos.

De manera que, más que un alineamiento entre dos bandos provocado por el desiderátum entre democracia y dictadura, lo que parece estar en juego con la emergencia de Trump es qué modelo societario habrá de prevalecer. De un orden internacional que busca comprometer a todos con base en reglas para la convivencia pacífica, la defensa de derechos humanos inalienables y el respeto por la soberanía de las distintas naciones, construido en buena medida gracias al liderazgo de Estados Unidos a lo largo del siglo XX, asoma ahora un (des)orden internacional cada vez más permeable al abuso de la fuerza. Autócratas como Viktor Orbán, Vladimir Putin, importantes personeros de la ultraderecha europea como Marine Le Pen, Alice Weidel, Geert Wilders y otros, ven a Trump como su adalid. Pero, como señala Anne Applebaum en su más reciente libro, Autocracia, Inc., incluye también a Nicolás Maduro y a otros regímenes “revolucionarios” o “antiimperialistas”. En fin, a través de una creciente anomia se afianza una internacional de la corrupción, de la complicidad criminal entre quienes, sin escrúpulos, están acostumbrados a irrespetar los derechos de otros. Dependiendo de cómo se le masajee su enorme ego (y/o sus complejos), Trump puede intentar que el enorme poder de Estados Unidos se ponga a favor de tal escenario. Tomando esto en cuenta, la oligarquía militar civil que controla Venezuela mueve sus piezas buscando que reconozca a Maduro. Let’s make a deal!

Frente a esta situación, emerge la esperanza representada por el ambicioso experimento civilizatorio que se viene forjando en la Unión Europea. La vulnerabilidad ante el elemento desestabilizador de una extrema derecha como la mencionada arriba, ha llevado a privilegiar los principios de bienestar social, de libertad y prosperidad, como elementos definitorios de su proyecto. Si bien se le critica por la excesiva frondosidad de su normativa, que tiende a ahogar iniciativas particulares y a desalentar a la innovación, superar esto no debe llevar a desmantelar los salvaguardas de una institucionalidad liberal de vocación social, como pretende Trump en Estados Unidos. Ahí están los lineamientos del Informe Draghi para abordar el desafío central que representa la mejora de la competitividad europea.

La lucha por un futuro democrático en Venezuela debe tomar más en cuenta a la experiencia europea. Pero debe procurarse un mayor compromiso de la Unión en defensa de nuestros derechos humanos.

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba