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Cuando los deportistas abandonan el paraíso

 

¿Qué razones puede tener una persona para huir de su país, aún cuando defienda los colores del mismo y de manera tan explícita como lo hacen los deportistas? No deja de ser interesante seguirle la pista a estos transterrados tan especiales, que optan por dejar atrás a familiares, amigos y habitualmente un ejército de asistentes y especialistas de diverso tipo, vitales para sus respectivos éxitos deportivos. Todo parece muy paradojal. Casi un sinsentido. Gente que, pese a una vida llena de reconocimiento y preseas, prefiere la dureza del camino propio. Vaya misterio.

¿Será así de pedregoso el camino hacia la libertad individual?

Estos casos no dejan de llamar la atención, aunque no se trata de un fenómeno particularmente nuevo. Fue muy característico del siglo 20. Las huidas desde los regímenes totalitarios fue un eslabón central de la Guerra Fría. A lo largo del siglo 21 su intensidad está disminuyendo. Obvio. De aquellos regímenes ya sólo quedan unos cuantos escombros.

Al revisar quiénes fueron (son) estos transterrados, se identifica que fueron principalmente de intelectuales y artistas. Algo también obvio. Los disidentes eran ante todo novelistas, poetas, actores, cantantes, dramaturgos. Sin embargo, también huyó una buena cantidad de deportistas. Sus casos han merecido una atención menor. Casi fugaz.

Uno de los poquísimos casos donde política y deporte intersectaron de manera impactantemente mediática, fue en la final del campeonato mundial de ajedrez, entre Robert Fischer y Boris Spassky y que terminó con este último transterrado en Francia. Ocurrió allá por 1972 y su escenario fue la capital de Islandia. El caso trascendió por aquel llamado telefónico del entonces Secretario de Estado, Henry Kissinger al notable Bobby Fischer, para que no abandonase el gran match, el cual estaba siendo seguido por millones de personas en todo el mundo. Le hizo ver el impacto político y cultural de lo que estaba sucediendo en Reykiavik. URSS versus EEUU. Dos visiones del mundo confrontadas en un tablero.

El triunfo de Fischer fue acariciado por las sociedades liberales. Se le sintió como una enorme victoria. Por un lado, se derrumbó el mito de la invencibilidad soviética en ajedrez, considerado deporte de Estado y componente central de la diplomacia de la desaparecida superpotencia. Por otro, también se trató de la victoria de un individuo en solitario, enfrentado a una aceitada maquinaria estatal.

Fischer había amenazado con abandonar la gran final, pues se sentía hostigado por la elefantiásica delegación estatal soviética, compuesta por médicos, entrenadores, ayudantes, sparrings, guardaespaldas, funcionarios y hasta un amplio staff de sicólogos. Pese a tal despliegue, Fischer había tomado la delantera con victorias que parecían apabullantes.

El telefonazo de Kissinger fue clave. Fischer se mantuvo. La derrota soviética provocó una verdadera conmoción. Activó las naturales razzias internas en el ministerio soviético de los Deportes, y Spassky terminó huyendo y pidiendo asilo en Francia. Siguió su carrera también en solitario.

Este episodio ilustra cómo eran percibidas las competiciones internacionales en el bloque del Este. En todos ellos, se trató siempre de un asunto de Estado. Así ocurrió para las olimpíadas y campeonatos mundiales. Para todo tipo de torneos. Europeos, mundiales, y de cada disciplina. El mismo criterio regía para las presentaciones de cada una de las selecciones o equipos occidentales en las ciudades del Este. Nada quedaba al azar.

El futbol, pese a las dificultades de seguridad que planteaba su masividad, no estuvo exento. Erróneamente, se cree que a aquellos países nunca nadie podía ingresar. Algo del todo falso. Los equipos occidentales llevaban a sus fanáticos, y los consiguientes desórdenes de las hinchadas, tan típicos en todas partes del mundo, no fueron ajenos en estas rutinas. Por eso, todo tipo de eventos (encuentros deportivos locales y desplazamientos al exterior) recibían una denominación especial por el despliegue que cada caso demandaba. El objetivo fue siempre evitar fugas y contactos “excesivos”. En la Alemania oriental, este mecanismo oficial se llamaba Zentraler Operativer Vorgang (algo así como Proceso Operativo Central).

Mirado desde la cúpula del régimen, estas fugas fueron vistas -y lo siguen siendo- como una “traición a los ideales”. Era frecuente -y sigue siendo- estigmatizar a quienes se atreven a dar el salto como “víctimas de trata de personas”.

Al hacerse público los archivos de la Stasi en noviembre de 1989, se encontró un registro de 615 personas, entre deportistas, médicos deportivos y entrenadores, que se fugaron a lo largo de la existencia de la RDA.

Los primeros en huir fueron futbolistas. Ya en 1959, es decir antes de la construcción del Muro se registraron los primeros casos. Los últimos en huir también fueron futbolistas. Lo hicieron poco antes de noviembre de 1989.

Sin duda que el caso emblemático fue el de Jürgen Sparwasser, el mítico centrodelantero de la selección de la RDA que marcó el gol de la victoria sobre la Alemania Federal en el Mundial de Munich en 1974 (donde también jugó contra Chile). Por aquella destacada participación, Sparwasser fue convertido en héroe nacional. Sin embargo, a mediados de los 80, decidió huir.

Otros casos muy relevantes fueron los de los jugadores checos de hockey sobre hielo, quienes solían pedir asilo preferentemente en Canadá o Alemania Federal. El tenis también registra un caso muy mediático. El de la eximia tenista Martina Navratilová, ganadora varias veces de Wimbledon y de otros torneos grand slams. Un día, en 1975, decidió solicitar asilo en EE.UU. Más tarde, numerosas otras tenistas checas, como Hanna Mandlíková o Jana Novotná, también decidieron abandonar el paraíso. El igualmente famoso tenista Ivan Lendl, ganador de ocho grand slams, hizo otro tanto. Decidió quedarse para siempre en EE.UU.

El ajedrez soviético también registra otro caso emblemático. El de Viktor Korchnoi, quien se refugió en Suiza en 1976. Revuelo generó la reacción oficial. Su esposa e hijo fueron apresados inmediatamente. Sólo tras innumerables solicitudes diplomáticas, ambos fueron expulsados del país en 1982.

En esta materia, Cuba es una sangría interminable. Decenas de jugadores de béisbol y boxeadores han aprovechado viajes deportivos para huir hacia EE.UU. Pero no sólo ellos. Intelectuales, músicos, profesionales apolíticos y hasta hijos de los líderes (podría mencionarse que incluso hasta los compañeros de ruta del Che Guevara), se hartaron de ese paraíso convertido en un modus moriendi.

La búsqueda de refugio en democracias occidentales no es casual. Responde a ese deseo irrefrenable de querer vivir en una sociedad donde se permita el crecimiento en el plano individual. Sacarse el peso de la gravedad, como definió Milan Kundera las sociedades totalitarias.

Puesto en simple, estos transterrados buscan hacer válido el derecho a equivocarse y a tomar sus propias decisiones. Disfrutar la aventura de la vida, con sus altibajos y con una saludable dosis de incertidumbre. Introducirse en el “experimentalismo” de la moderna vida occidental, como dice Peter Sloterdijk en sus diálogos con A. Finkielkraut (Amorrortu, 2008).

 

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