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Héctor Abad Faciolince: Cuando un poeta se muere

Casi todos los poetas son poetas locales: de la región, de la ciudad, del terruño. La noción de “poeta universal” me parece —casi siempre— un oxímoron. Muchos poetas lo son solo a nivel familiar: poetas de ocasión, de circunstancias, dados a celebrar pequeños fastos privados con una copla, una décima, una rima. Los poetas suelen ser señores tímidos, muchachos suicidas, señoras alcohólicas, dentistas morfinómanos, ciclistas. Cuando no son así, se desquitan por todos los demás, y son atronadores, llamativos, exhibicionistas, épicos, gritones, comelones. Pero a la mayoría de los poetas no los publica nadie y nadie los conoce. Viven en silencio: muchos de ellos ni siquiera escriben. Se mueren casi como nacieron, anónimos, por mucho que hayan tenido partida de bautismo.

Rogelio Echavarría era un señor delgado, recto, aplomado, de saco y corbata. Gris él, gris el vestido. Lo vi dos o tres veces y nunca intercambiamos más de una frase de cortesía. Era amable, parco y discreto; no estaba preocupado por hacerse notar. Había trabajado diez años en El Espectador y treinta en El Tiempo, practicando esa escritura sin nombre que vuelve a la gente invisible, felizmente invisible. Tenía cara de ser un jubilado activo, diligente. Siempre, entre los cincuenta y los noventa, parecía tener la misma edad: sesenta años. Se murió esta semana y no sé si estaba enfermo, si había perdido la memoria o la tenía intacta, si había dejado de trabajar en su eterna antología de poetas colombianos vivos y muertos, si se murió de alguna enfermedad o solo de años. No lo sé. Había nacido en 1926 en un pueblo de tierra fría, fértil para poetas, curas, pintores y pianistas: Santa Rosa de Osos.

De él tengo un libro que hoy, mientras desayunaba, me hizo un guiño desde los estantes donde guardo la poesía, en el comedor, porque yo asocio la poesía —lo más inútil— con lo más necesario —la comida—. Este es el título del libro: El transeúnte. Tengo entendido que del mismo hay varias ediciones sucesivas, a las cuales se iban añadiendo nuevos versos. Mi edición tiene poemas que van desde 1948 hasta 1993. Acabo de leerlo, o tal vez de releerlo, no me acuerdo. Escucho con los ojos a un poeta que acaba de morir. Es lo más normal y corriente, lo más cómodo: no leer a los vivos, sino a los muertos. A los vivos hay que darles cuenta de lo leído, elogiarlos para que no se ofendan, callar. A los muertos se los lee con libertad total porque a ellos ya no les importa.

Lo he leído, o releído, no me acuerdo, y me han gustado sus versos. Muchos de sus poemas hablan de la muerte. “Todos nacemos ciegos y morimos sin saber qué es la luz”, dice. También dice que nació para “olvidar la lucha” y “para nunca recordar la ofensa”. Añade: “Recuerdo que no soy, pero que existo”. Pienso: hoy ya no existes, pero eres. Rogelio Echavarría es y seguirá siendo un poeta, porque la poesía se conjuga siempre en gerundio y en presente: la poesía está siendo. La poesía existe mientras la leemos; la poesía ocurre viviendo o leyendo.

A otra cosa dedicó Rogelio Echavarría su largo retiro de treinta años de periodista jubilado: a rescatar del olvido poetas vivos y muertos, poetas menores, poetas provincianos, regionales, del pueblo o del terruño. Y a escribirles pequeñas biografías y a transcribirles uno o dos poemas. Es un hermoso oficio de difuntos. Él había escrito: “El poeta es un hombre que / vive y convive con la muerte (…) Toda muerte que no es la / mía es sólo un simulacro”. A esos simulacros les dedica tiempo. ¿Quién recuerda a Daniel Cardona, un poeta “abatido por la lepra y confinado en Agua de Dios”? Rogelio lo recuerda. ¿Quién recuerda a José Gutiérrez, que murió en el cadalso y escribió tan solo un soneto, El aborto, “que para colmo es traducción de un poeta francés”? Tan solo Echavarría lo conoce. ¿Y a Juan Manuel García, que “escribió un poema sobre el tema de la mierda” y que “murió comiendo lo que cantó”? Solo Rogelio Echavarría. El vivo, el muerto.

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