Cuatro escritoras cubanas se van al Paraíso
Imagen: Asiel Babastro Quesada
Nota publicada el 28 Oct 2015
Nicolasa Guillén, Virgilia Piñera, Regina Pedroso y Josefa Lezama Lima se van al paraíso por una semana, pero al llegar allí descubren que, en realidad, han ido a los pies de un destartalado hotel para escritores donde deben imaginarse que llegaron al paraíso.
Tendrán que pagar una enormidad por alojarse allí y entre los huéspedes que les acompañan están los infames escritores de tantos países que ellos siempre intuyeron como infamias de las letras. Se miraban asombradas, no podían renunciar, una semana se iría rápido en el paraíso, dijo Nicolasa, que era quien colgaba el cartel de yo mando aquí, hay que hacer aquello que yo estime prudente.
Nicolasa Guillén, Virgilia Piñera, Regina Pedroso y Josefa Lezama Lima se alojaron en destartaladas habitaciones y por la noche, después de una irrisoria cena, recibieron la invitación para una gala literaria donde debían zamparse las lecturas de varios de los infames escritores que les acompañaban.
Virgilia Piñera dijo que mejor bebería alguna copa en un bar cercano. Nicolasa no pudo impedírselo, también clamaba por un escape que debía zambullir dentro de su simulada oficialidad. Las otras pretendían demostrarle su fidelidad en toda circunstancia, y quedaron allí.
Y durmieron plácidamente mientras sus colegas leían poemas somníferos. Plácidamente no. Mientras ocurría la lectura, Nicolasa soñó que en una de las calles del paraíso se encontraba a un hombre que se dedicaba a comer libros de autores cubanos. Tienen un sabor horrible, le dijo el anciano que masticaba una novela recién publicada. Los que peor saben son los de Guillén, demasiado ríspidos, como si el condimento más artificial fuese el propio nombre del autor. Cuando Nicolasa intentó reprender al comedor de libros, asirle el cuello, despertó con sus manos en el cuello de un poeta de Costa Rica.
Regina Pedroso soñó que se había suicidado seis veces. Sin éxito, o con éxito, según se mire. Suicidios estrambóticos. Uno de ellos consistía en vivir como un ciudadano normal en su país. Una voz desde el interior del sueño le rumoraba que este episodio onírico resultaba muy agotador, que ningún castigo se antojaba tan drástico como este. Despertó sobresaltada, creyendo que estaba en su casa, viviendo y muriendo el suicidio como la punición final de sus días. Después el alivio la atravesó por unos pocos segundos.
Josefa Lezama Lima sufría espantosas pesadillas, noche a noche. Por eso recelaba de esos límites casi incomprensibles entre el sueño y la realidad. Su ingenio le había hecho capaz de crear un punto intermedio. Saltaba de un lugar a otro con una impenitente autonomía. Lo que no podía controlar era el asunto referido al salto. Al momento del salto. Un momento que podía durar medio minuto o unas pocas horas. En ese momento ella no pertenecía a ninguno de los dos sitios. Buscaba con su ingenio la manera de penetrar esas redes pero le resultaba imposible. En el salto ella no era ella, no pertenecía a lugar alguno, no existía. Después entendió que era testigo y parte de una de las metáforas más sugestivas con que la muerte acorralaba a los sueños, y entendió que Freud, Borges, o cualquier otro, le envidiarían torrencialmente esas sensaciones que le gobernaban. Entonces sería preciso entender que Josefa no durmió ni estuvo despierta mientras acontecía la velada literaria. Estaba en un lugar llamado salto.
Virgilia llegaba tarde y al ver a sus amigas dormidas decidió, después de sentarse en una de las últimas sillas del teatro, echarse a los sueños como dócil dama penetrando en una dócil novela fantástica.
No tuvo sueños relevantes. Soñó, más bien, con flores. Flores espectrales y dormidas.
Cuatro escritoras cubanas se fueron al paraíso, pero el paraíso era demasiado parecido a lo que ellas no creían que fuera el paraíso.