Democracia y Política

Cuba 3.0

banderasRaúl Castro se ha limitado a ‘actualizar’ el sistema, cuando lo que se impone es resetear la sociedad cubana, no para retornar a la de 1958, sino para avanzar hacia una Cuba 3.0.

Es errado suponer que las dictaduras se sostienen en el poder exclusivamente por su capacidad para apaciguar económicamente a la población o ejercer una feroz represión.

Los ciudadanos se resisten al poder —y hasta se rebelan contra él— no por el simple hecho de sufrir extrema pobreza o represión política, sino cuando están además convencidos de que su situación no es legítima y creen alcanzable una alternativa mejor. Pueden resignadamente aceptar los maltratos si sus gobernantes tienen éxito en traspasar la culpa a otros («el imperialismo», los «enemigos internos» o hasta el cambio climático) o si son persuadidos de que, por desagradable que les resulte el presente, no existe ninguna alternativa viable al status quo. La alta popularidad de Putin, pese al grave deterioro económico de Rusia, se explica porque el aparato de propaganda del Kremlin —con amplio control de la prensa nacional— ha logrado exaltar el nacionalismo y hacer recaer la culpa de las privaciones sobre las sanciones económicas de Occidente.

Es desde esta perspectiva cognitiva del poder que es necesario preguntarse cuáles eran las percepciones públicas que deseaban proyectar en Panamá los diferentes actores políticos que allí se congregaron y qué propósitos intentaban alcanzar con ellas.

Los objetivos de Obama

La desesperada apuesta de Washington por restablecer relaciones con La Habana perseguía el objetivo estratégico de relanzar sus relaciones hemisféricas en un momento en que los gobiernos aliados de Cuba presentan vulnerabilidades económicas y políticas. La crisis de los precios de las exportaciones latinoamericanas ha conducido a nuevos estimados de crecimiento de apenas 1% en 2015. Venezuela ya no puede subvencionar a otros y la economía china se desacelera. El resurgimiento de procesos inflacionarios, deterioro del poder adquisitivo y los escándalos por corrupción que salpican a mandatarios como Dilma Rousseff, Cristina Fernández de Kirchner o la propia Michelle Bachelet, ha traído el desencanto a sus bases más sólidas y, en general, a las clases medias. Las elecciones locales tampoco han arrojado buenos resultados para los presidentes Correa y Morales.

Dado el complicado contexto de los aliados de La Habana, más que procurar o esperar la implosión de la sociedad cubana parecía más atinada la propuesta de contener la influencia de Cuba al sur del Río Grande, especialmente en Venezuela. En esa dirección apuntó la Casa Blanca al hacer coincidir con la Cumbre tres grandes iniciativas —la oferta de una alianza energética a los países del Caribe, un fondo de más de 1.000 millones de dólares para crear empleos en Centroamérica y el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba— junto al endurecimiento de su postura hacia el Gobierno de Venezuela.

Para el presidente Barack Obama, la VII Cumbre era, además, la última oportunidad para construirse un legado personal de política exterior cuando todo resulta incierto en otras latitudes. Y también un modo de contribuir con una política exterior «progresista» al incremento de las posibilidades electorales del Partido Demócrata asegurando los votos de su cada vez más influyente ala izquierda.

Con la finalidad de alcanzar esos propósitos regionales, partidistas y personales, Obama no vaciló en sacrificar las normas de procedimiento establecidas desde 2001 en la Cumbre de las Américas en Quebec, lo cual es un daño irreparable. En ellas se condicionaba la participación al compromiso de los gobiernos con la democracia: «Reiteramos nuestro firme compromiso y adhesión a los principios y propósitos de las Cartas de las Naciones Unidas y de la Organización de los Estados Americanos (OEA)…. El mantenimiento y fortalecimiento del Estado de Derecho y el respeto estricto al sistema democrático son, al mismo tiempo, un propósito y un compromiso compartido, así como una condición esencial de nuestra presencia en esta y en futuras Cumbres».

Está por verse a mediano plazo si su apuesta le dará los resultados que intentaba alcanzar.

La táctica de Castro

Para el general Raúl Castro, el papel que debía desarrollar en Panamá era dual y su puesta en escena tenía también dos pistas, una oficial y otra oficiosa. En el regulado espacio de la conferencia oficial se mostró duro con Estados Unidos durante su cansón inventario de reclamaciones históricas —unas legítimas y otras ficticias—, obvió décadas de fuerte alianza con la Unión Soviética en medio de la Guerra Fría y expresó solidaridad hacia sus aliados hemisféricos. Pero al mismo tiempo, se esforzó en mostrar afabilidad y hasta afecto hacia Obama, hacia quien solicitó el apoyo de todos (¡!¿?) La «actuación» del General Presidente en el carril oficial perseguía el propósito de no mostrarse intolerante e irracional. Al fin y al cabo ya había malogrado con varias exigencias —unas inaceptables y otras imposibles de satisfacer en pocos meses— el objetivo mediático de Obama de alzarse definitivamente con el restablecimiento de las relaciones bilaterales durante la Cumbre.

De forma paralela, en el carril ciudadano de la Cumbre, el propósito del General Presidente era mostrarse intolerante e irracional a través de sus representantes oficiosos. Exactamente lo contrario del comportamiento en el foro presidencial. Ello se hacía necesario para que la población de la Isla no creyera que con la distensión bilateral con Washington se avecinaba un cambio en la política represiva interna, y también para que sus aliados hemisféricos tuvieran evidencia de que cuando La Habana exhorta a Caracas a reprimir con mano dura a sus disidentes también aplica esa receta y actúa en consecuencia dentro —¡y hasta fuera!— de la Isla.

Bajo esa lógica, Castro llevó al escenario ciudadano de este conclave hemisférico a un amplio grupo de fanáticos y oportunistas con la única misión de desacreditar toda voz disidente e impedir, con modales histéricos, que pudieran siquiera asistir a los foros paralelos. Tampoco les permitieron ejercer la libertad en un parque panameño, cuando un grupo de «espontáneos» karatecas salidos de la cercana embajada cubana impidió a algunos exiliados depositar rosas blancas ante el busto del más ilustre patriota cubano. «Tanto José Martí como las calles —sea en Cuba o en Panamá— son de Fidel».

Sin embargo, estas tácticas extremas trajeron el resultado contrario: los representantes oficiosos del Gobierno cubano se ganaron una extendida repulsa por sus acciones y no pudieron impedir las actividades de los opositores. Al foro paralelo de la sociedad civil copresidido por Obama y los presidentes de Costa Rica y Uruguay fueron invitados dos representantes de diferentes organizaciones de la oposición cubana y ninguno de la «aguerrida» delegación oficialista.

Raúl Castro, a diferencia de Obama, no tiene que preocuparse por los resultados de futuras «elecciones» monopartidistas en Cuba. Pero sí tiene la necesidad de codificar en clave apaciguadora la interpretación que haga la población isleña de lo que puede esperar de esta distensión con Washington.

La elite de poder cubana no cuenta hoy con el poder económico o ideológico que antes le sirvió para captar el apoyo de amplios sectores de la población. Y hacer depender al régimen de su capacidad represiva es una apuesta peligrosa. Como le recordó Talleyrand a Napoleón «las bayonetas sirven para muchas cosas, menos para sentarse en ellas». La ideología tampoco es ya fuente de poder en la Isla —ni siquiera la ramplona del nacionalismo antiestadounidense.

Pero esa elite cubana envejecida, intolerante, reacia a la innovación, conservadora hasta el tuétano, tiene todavía la capacidad de moldear percepciones públicas claves. La más recurrente es la de extender el desánimo y la desmovilización de la ciudadanía y el exilio sobre la base de que su régimen es indeseable, pero también inexpugnable. Y la aceptación incondicional que le ha sido ahora extendida por la Administración Obama facilita el reforzamiento de esa narrativa.

En otras palabras, se abre amplio cauce a la instalación en la lógica popular del siguiente razonamiento: «Si hasta los americanos han tenido que aceptar este sistema no es posible otra cosa que resignarse a esperar que la mejoría económica nos llegue de la distensión con Estados Unidos. Eso es lo único razonable». Si alguien se ha visto forzado a ejercer la «paciencia estratégica» que predica Obama es el pueblo cubano.

La nueva política de Estados Unidos hacia Cuba puede resultar positiva pero está muy mal empacada. Quien lo afirma en esta columna de opinión no solo ha sido siempre crítico del embargo cuando no estaba de moda serlo, sino activo opositor de esa política. Pero como analista no puedo sumarme al debate binario y pasional a favor o en contra de la política ahora asumida por Estados Unidos, sino invitar a la reflexión sobre sus méritos y deficiencias.

Es cierto que hace rato que la Guerra Fría terminó, pero estamos en presencia de otra —pendiente de un nuevo nombre— en la que Cuba continúa alineada al bando más reaccionario. Era imprescindible cambiar una política que se había sostenido por 55 años sin lograr un cambio democrático significativo del régimen cubano. De acuerdo. Pero era necesario haber recordado también que la estrategia de Compromiso Constructivo —comenzada por Felipe González y seguida por Europa y Canadá durante 24 años— tampoco ha dado resultado. Es por ello que esa no puede ser ahora —sin pasar primero por una reflexión sobre sus límites— la única opción alternativa a la del aislamiento y la confrontación.

El cambio de régimen y la Cuba 3.0

Las palabras cuentan, como gustaba recordarnos Václav Havel. Son el medio que usamos para comunicar nuestros razonamientos. Un «régimen» no es solo un grupo de personas o un gobierno. Esa es la definición estrecha de ese concepto. Un régimen es ante todo un sistema de gestión que puede asumir diferentes modalidades, unas democráticas u otras autoritarias. Apoyar un «cambio de régimen» no equivale a favorecer el envío de la 182 División Aerotransportada a ningún país ni recurrir al terrorismo para alcanzar ese fin.

Chávez cambió el régimen democrático de Venezuela por otro autoritario, pero recurriendo a las urnas. El ya evidente fracaso de su experimento motiva hoy a la mayoría de los venezolanos a procurar un nuevo cambio de régimen —lo que no equivale al reemplazo automático e integral del actual por el anterior a 1998.

En lo referido a Cuba, la naturaleza polarizada y simplista de los debates en torno a las sanciones estadounidenses dificulta prestar la debida atención a lo que debería constituir el núcleo duro de toda discusión: el agotamiento del régimen cubano. Los cubanos sí aspiran a cambiar ese régimen, no a que se lo cambie una intervención militar extranjera. Pero desde el poder se construye cotidianamente la percepción de que ese es un deseo inviable.

A partir de su independencia en 1902 Cuba ha experimentado, a grosso modo, dos modelos de desarrollo y sistemas de gobierno. La Cuba 1.0 conjugó democracia liberal y mercado hasta 1959 impulsando con ellas la modernización del país; la Cuba 2.0 impuso la estatización total de la economía y del espacio político e impuso un igualitarismo subsidiado por actores externos.

Washington —al igual que cualquier otro país— estará obligado a respetar ahora la voluntad soberana del pueblo cubano para definir en libertad la configuración de una Cuba 3.0 (para la que hay más de un modelo posible). Pero sin alcanzar la plena independencia del actual Estado intrusivo y controlador la sociedad cubana no tendrá espacio para el libre ejercicio de su soberano derecho a la autodeterminación.

Raúl Castro se ha limitado a «actualizar» el sistema, cuando lo que se impone es resetear la sociedad cubana, no para retornar a la de 1958, sino para avanzar hacia una Cuba 3.0. Pero ese es asunto que solo compete a los cubanos —no a Estados Unidos— definir y lograr. No obstante, lo deseable y decente sería que el apoyo político a ese reclamo legítimo no se extravie por las conveniencias cortoplacistas de los vecinos y la siempre complaciente retórica hemisférica.

 

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