Cuba: ‘Hay que quitarse la policía de la cabeza’
Erick Jennische, sociólogo y periodista sueco, autor de ‘Hay que quitarse la policía de la cabeza’
Erik Jennische, autor del libro Hay que quitarse la policía de la cabeza declara que éste fue escrito para ilustrar al lector sueco sobre el movimiento democrático de Cuba y su estado actual. Sin embargo, el lector cubano no estará muy a salvo del provecho que ofrece este reportaje – hasta donde alcanzo, el más completo que existe sobre el tema–.
A pesar de sus esfuerzos de transparencia, a pesar de que en los últimos años ha aumentado la presencia de los disidentes en la red y en la televisión de Miami, estos todavía constituyen un misterio para la mayoría de los habitantes de la Isla. Prevalece aún el estigma que la propaganda oficial ha creado para ellos y prevalece, sobre todo, la idea de que se trata de un grupo de conspiradores, conjurados y secretos, que necesitan de la sombra para cumplir su labor (la realidad no es así, pero ¿qué es la realidad, por otra parte?). Las consecuencias de esta ignorancia general son considerables: en el imaginario colectivo, los opositores figuran aislados e inaccesibles, porque la gente no suele participar de aquello que no entiende, y además, suele temerle.
Del destape de agentes encubiertos que ocurrió durante los juicios de la Primavera Negra, el autor deriva que la función de estos infiltrados fue meramente propagandística
El libro de Jennische elimina este perjudicial enigma que sobre ellos gravita y trata de explicarlos en casi todo sus aspectos (dejando la tarea del escarnio para los enemigos).
Encontramos en él desde el recorrido que puede hacer una persona para devenir opositor al régimen (tema que interesó al sociólogo Jennische en su momento), hasta ciertas claves para entender las nuevas relaciones con Estados Unidos; desde los primeros pasos del movimiento hasta su forma y dirección actual. El resultado es amenísimo, el libro se lee con la agilidad de un relato –forma que explota no pocas veces–, pese a la traducción defectuosa.
Un interesante capítulo examina las principales organizaciones de Miami, de las que pocos sabemos. Otro percibe la influencia indirecta de Gene Sharp en el proceder reciente del movimiento democrático. Otro evalúa las ventajas de internet –que el Gobierno teme porque, entre otras cosas, restablecería ciertas condiciones sociales que Fidel Castro explotó para su lucha y luego eliminó cuando llegó al poder–.
Del destape de agentes encubiertos que ocurrió durante los juicios de la Primavera Negra, el autor deriva que la función de estos infiltrados fue meramente propagandística: no ofrecieron información «secreta» de espionaje porque todo lo que hacían los opositores era público y no espiaban a nadie; ni siquiera fueron necesarias pruebas muy coherentes para las condenas. Más bien «los resultados de la participación de los agentes en el movimiento democrático durante años, fueron simples difamaciones» (…) «describían a los activistas democráticos como cobardes, avaros, imbéciles y conflictivos», como en una telenovela (se pudiera añadir que también les confirieron el misterio que hoy los aleja de la gente, al verse «revelados» ante el pueblo mediante una «operación de espionaje»).
Quizás hemos sobreestimado en Cuba la capacidad de la policía secreta para detener el avance del movimiento democrático
Alguna polémica ha generado Hay que quitarse la policía de la cabeza cuando propone, hacia el final del libro, que quizás hemos sobreestimado en Cuba la capacidad de la policía secreta para detener el avance del movimiento democrático. La eficiente Stasi, razona el autor, no pudo hacerlo en Alemania a pesar de sus crecientes archivos, y la razón es que son incapaces de procesar la información que colectan en un buen análisis de la sociedad. La vigilancia, por otra parte, solo sirve para amedrentar al indeciso o para lapidar públicamente a una persona.
Ciertamente, la pregunta que formula es mucho más interesante que la conclusión a la que arriba. En Cuba hay líderes de experiencia y no poca responsabilidad, como José Daniel Ferrer, que prestan bastante atención al tema de los infiltrados en sus grupos, porque la Seguridad del Estado también se dedica a sabotear, a través de agentes, las actividades opositoras.
Pero el aporte de Jennische, incluso en ese fragmento polémico, es siempre inteligente, siempre provechoso. El lector sabrá agradecer su discreto análisis que orienta y la abundancia de datos que reúne. No es un libro definitivo: la historia del movimiento democrático está por escribirse y alguno le encontrará alguna ausencia. Pero es un paso mejor para alejarnos de la difícil sombra.