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Dag Hammarskjöld y las Naciones Unidas en tiempos de máxima ansiedad

                                                                                           Dag Hammarskjöld

Los conocedores e historiadores de las Naciones Unidos y de la realidad internacional coinciden sin vacilación en que el sueco Dag Hammarskjöld (Jönköping, Suecia, 1905-Ndola, Federación de Rodesia y Nyasalandia, 1961) ha sido el secretario general más significativo, con más peso, que ha tenido la organización. Para muchos comentaristas su personalidad ensombrece a la de los otros sucesivos altos ejecutivos de la ONU.

Hammarskjöld encarna en efecto los valores que las personas bien pensantes amantes de la paz y de la igualdad soberana de los estados habían depositado, a veces ilusoriamente, en la ONU. Fue una persona firme en la defensa de los principios recogidos en la Carta (constitución) fundacional y dotado de una notable habilidad diplomática. Para muchos personificaba a la perfección los ideales de las Naciones Unidas.

La figura de este político sueco ha sido objeto de una reciente película que lleva su nombre y que refleja con rigor su personalidad, el ambiente de la época, la década de los cincuenta y el arranque de los sesenta, y su trágica muerte. El filme, con todo, se centra primordialmente, quizás en demasía, en los acontecimientos que provocaron su deceso, es decir, en la agitada independencia del Congo y los enfrentamientos que originó.

Hammarskjöld era hijo del que fue primer ministro sueco durante varios años de la Primera Guerra Mundial. Estudió en Upsala y, sin afiliarse a ningún partido político, ocupó puestos de notable responsabilidad en un gobierno socialdemócrata: subsecretario de Economía, presidente del Banco Nacional, ministro sin cartera. Logró una reputación como persona íntegra, brillante economista y competente gestor.

No era, sin embargo, una figura internacional cuando fue elevado al puesto más importante de las Naciones Unidas. Su predecesor, el noruego Trigve Lie, primer secretario general de la ONU, había provocado la irritación de la Unión Soviética por su manejo de la crisis de Corea. Cuando en 1950 la comunista Corea del Norte invadió la del Sur, causando una guerra que duraría tres años, el secretario general manifestó sin rodeos que el ataque del país del Norte era una flagrante violación de la Carta de las Naciones Unidas y, en consecuencia, de la legalidad internacional. El noruego colaboró abiertamente para que la ONU no se cruzara de brazos e intentara detener al agresor.  Moscú, aliado de Corea del Norte, se indignó, acusó a Lie de tomar partido de una forma activa e improcedente y en 1953 anunció que no trataría en adelante ningún tema con el secretario. Lie dimitió, por ello, antes de que concluyera su segundo mandato.

La desquiciada postura soviética, increpando al más alto cargo de la ONU por denunciar sin rodeos la agresión de un país a otro, algo que precisamente la organización había sido creada para evitar, tenía una explicación. Los vencedores de la Segunda Guerra Mundial impusieron en 1945 una constitución, la de la ONU, la llamada Carta, en la que ellos, los cinco grandes, Estados Unidos, Unión Soviética, Reino Unido, Francia y China, se constituían en miembros “permanentes” del ejecutivo de la organización, del Consejo de Seguridad, y además se otorgaban una faculta omnímoda: el derecho de veto sobre cualquier tema importante que afectara a la paz internacional.

El lector de estás líneas se habrá preguntado ya cómo es posible, entonces, que la ONU se pusiera efectivamente en movimiento autorizando a los países miembros a enviar fuerzas armadas a defender a Corea del Sur. ¿Por qué la Unión Soviética no ejerció su veto para impedir cualquier resolución? Sencillamente porque Moscú se había ausentado voluntariamente meses antes del Consejo de Seguridad como protesta porque la ONU albergaba a la China nacionalista refugiada en Formosa (actual Taiwan) y mantenía fuera a la China comunista de Mao Zedong.

La pataleta rusa y su ausencia facultaron al Consejo de Seguridad a adoptar una resolución en la que condenaba a Corea del Norte e instaba a los miembros a enviar tropas a Corea del Sur para repeler el ataque comunista. Estados Unidos, varios de sus aliados y algún país de Iberoamérica y Asia enviaron tropas que batallaron a las órdenes del controvertido y ególatra Douglas MacArthur. La guerra, con diversos altibajos porque la China de Mao acudió masivamente en ayuda de su aliada del norte, frenando el avance de MacArthur, duró tres años. Hollywood ha tratado ampliamente el conflicto y la figura del general estadounidense.

Pero volvamos a la elevación de Hammarskjöld. El episodio Lie convertía en más melindrosa la elección de su sucesor. Los tres primeros candidatos, el filipino Carlos Rómulo y Peña, un ministro de Exteriores polaco, y el canadiense Lester B. Pearson se quedaron cortos en la votación en Consejo. Pearson casi lo consigue, tuvo nueve votos y una abstención –el Consejo de Seguridad se componía entonces de once miembros, ahora son quince–, pero llegó el veto ruso. El Kremlin no quería a nadie de un país aliado de Estados Unidos.

Para salir del punto muerto Francia sugirió ofrecer una terna los rusos. Se añadió, por sugerencia británica, a Hammarskjöld que, a juicio de varios diplomáticos de esa nacionalidad, había tenido un papel destacado en las negociaciones para el desarrollo del Plan Marshall parido y costeado por Estados Unidos para paliar la devastación de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Los rusos aceptaron convencidos, como también los otros miembros permanentes, de que el sueco sería un personaje manejable con probable carencia de iniciativas incordiantes. (El vespertino francés Le Monde ninguneaba al sueco señalando que la ONU sería ahora pilotada por una personalidad gris encantadora).

No sería así. Su fe en las Naciones Unidas, su ética, incluso para algunos su misticismo, le empujarían a hacer oír su voz. No era precisamente un pasota ni mucho menos un indiferente.

Su nombre comenzó a destacar –fue elegido con 47 años, en 1953– en el episodio de los prisioneros estadounidenses en China: una docena de elementos de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, y un par de civiles supuestos miembros de la CIA, cuyo avión había sido derribado durante la guerra de Corea por los chinos cuando sobrevolaba Manchuria. Pekín alegaba que realizaban operaciones de espionaje, mientras que Washington, por boca de propio presidente Dwight D. Eisenhower mantenía que dado que el avión volaba sobre China con el paraguas de la ONU correspondía a la organización defenderlos y liberarlos.

El anuncio de que los prisioneros norteamericanos habían sido condenados a largas penas de prisión encrespó los ánimos en Washington, donde el ambiente ya estaba enrarecido por la tensión creciente entre Estados Unidos y China por el asunto de Formosa. La Asamblea General, donde Moscú no tiene el veto, pero cuyas resoluciones no tienen fuerza legal, votó una condenando a China y pidiendo al secretario general que utilizase los procedimientos que considerase adecuados para resolver el problema. Hammarskjöld decidió ir a China y aunque Pekín, como hemos indicado, aún no formaba parte de la organización, envió un telegrama a Zhou Enlai, su primer ministro, para que lo recibiese.

Pocos días más tarde, Zhou Enlai le enviaba una invitación. Hammarskjöld voló a Pekín y mantuvo varios días de conversaciones con Zhou, que le causaría una excelente impresión. El secretario general volvió sin los aviadores, pero como él diría más tarde se había abierto una puerta. Al poco Zhou Enlai mostró fotos de los prisioneros y anunció que sus familiares podían visitarlos. Finalmente, los militares serían liberados. Es difícil saber si la iniciativa del sueco fue decisiva o si el dirigente chino acabó cediendo porque quería iniciar una apertura con Estados Unidos. El hecho es que el secretario general captó titulares y entró en los televisores estadounidenses.

Otro envite en el que Hammarskjöld se vio obligado a jugar un papel activo fue la guerra de Suez de 1956, la segunda entre árabes e israelíes. De los enfrentamientos entre el Estado judío y los países árabes limítrofes es el único en que la responsabilidad de su estallido recae fundamentalmente en hombros judíos (y no en los árabes). El presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser, había nacionalizado el canal de Suez, propiedad en buena parte de accionistas franceses y británicos y situado en una zona de especial importancia para Israel. Mientras en la ONU, con el acicate constante de Hammarskjöld, se discutía acaloradamente el tema, incluso a nivel de ministros de Exteriores ingleses, franceses e israelíes, el primer ministro francés (el socialista Guy Mollet), su colega israelí (David Ben-Gurión, acompañado de su jefe de Estado Mayor, Moshe Dayan) y el ministro de Exteriores británico, Selwyn Lloyd, celebraban una reunión secreta en Francia.  Acordaron que Israel atacaría a las fuerzas egipcias que habían tomado el control del canal de Suez y poco más tarde, con la coartada de que había que separar a los contendientes para permitir el uso normal del canal, Reino Unido y Francia intervendrían militarmente bombardeando obviamente objetivos egipcios.

En la ONU, engrosada ya con países del Tercer Mundo, la operación franco-británica fue interpretada como una burda maniobra colonialista y entonces surgió la sorpresa. Estados Unidos se puso en contra de la operación de tres de sus aliados. Sin vacilación. Las razones que movieron a Eisenhower a oponerse eran varias: en la clase política y en la opinión publica estadounidenses siempre ha latido una desconfianza hacia los colonialistas europeos. Por otra parte, Eisenhower tenía la convicción de que una nacionalización, si compensada debidamente, no debía ser combatida. Estaba, además, enfrascado en la campaña de su reelección y la acción franco-británica, de la que no había sido advertido, le causaba problemas ante sus votantes. Por último, consideración muy relevante, robaba un precioso espacio en los medios de información al brutal aplastamiento de la revolución húngara por los tanques soviéticos ocurrido en esas semanas.

La asfixia del levantamiento popular en Hungría –hay cifras que apuntan a que hubo quince mil muertos y otras cinco mil personas fueron encarceladas sin proceso– despertó, con todo, una considerable repulsa en bastantes países de Europa. En Francia, potente altavoz de la época, provocó una reacción airada en Jean Paul Sartre, que en el pasado reciente había tenido frases amables sobre la situación y el bienestar de los ciudadanos rusos. El filósofo francés escribió un artículo en L’Express donde calificaba la política soviética desde la Segunda Guerra Mundial de “doce años de terror y estupidez” y arremetía contra los dirigentes del Partido Comunista Francés plegados a Moscú.

Más belicoso aún fue Albert Camus, que jugó en público con la idea de boicotear a las Naciones Unidas y denunciar su fracaso si no aprobaba una resolución pidiendo la inmediata retirada de las tropas soviéticas. (En España, donde surgieron manifestaciones en las universidades permitidas por el régimen franquista con el lema “libertad para Hungría –denunciar la represión soviética era rentable– se estrenó una película titulada Rapsodia húngara, dirigida por Antonio Isasi-Isasmendi y protagonizada por el popular Vicente Parra y la agraciada María Rosa Salgado que era un canto a la valentía de los patriotas húngaros).

Regresemos a la chapuza de Suez. Por ese abanico de razones, Hammarskjöld encontró un aliado incondicional en el presidente estadounidense. La postura de Eisenhower fue clave para acabar la aventura militar del tripartito. El americano estaba verdaderamente indignado, propinó una reprimenda telefónica al premier británico Anthony Eden, y gente de su gabinete hizo ver a los dirigentes británicos que Estados Unidos no apoyaría a la libra esterlina, que empezaba a caer en picado. Por otra parte, Washington capitaneó resoluciones que pedían un cese el fuego inmediato y la retirada de los agresores.

La enérgica actitud estadounidense detuvo las hostilidades. Para asegurar el alto el fuego y, en cierta medida, para salvar la cara de los agresores, el diplomático canadiense Pearson tuvo la idea de crear una fuerza militar de las Naciones Unidas. El secretario general tuvo inicialmente algunas dudas, pero pronto adoptó la propuesta y logró montar un ejército de varios miles de efectivos con soldados procedentes de Canadá, Colombia, Brasil, Dinamarca, India, Yugoslavia… Habían nacido los cascos azules de la ONU.

Las Naciones Unidas, en la interpretación de Henry Kissinger (Diplomacy, pag. 562. Simon and Schuster), mostraron una actitud dispar en las dos crisis coetáneas. En su primer momento se concentraron en el problema de Suez criticando a Londres y París por su conducta. Cuando se ocuparon de Hungría, Moscú vetó inmediatamente una resolución en el Consejo de Seguridad. Trasladado el tema a la Asamblea General ésta aprobó una resolución afirmando el derecho de Hungría a su independencia y el envío de observadores de la organización. Era el mismo día en que se adoptaba la resolución de despachar cascos azules a Medio Oriente.

En la Asamblea –recordemos que sus decisiones no tienen obligatoriedad jurídica–, la resolución sobre Medio Oriente fue aprobada por unanimidad, lo que incluía los votos de Reino Unido y Francia. La de Hungría obtuvo 58 votos a favor y 15 abstenciones. El bloque soviético, Rusia y sus satélites, votó en contra, y entre las abstenciones estaban India y Yugoslavia, es decir, dos destacados miembros de del Movimiento de los No alineados, y los países árabes. El líder indio, el venerado Jawāharlāl Nehru, explicaba en su Parlamento, un poco peregrinamente, la abstención de su gobierno en el caso húngaro: “Los hechos son oscuros, la resolución tenía una redacción imperfecta y la petición de elecciones libres supervisadas por la ONU era una violación de la soberanía nacional de Hungría”. La postura ponciopilatesca del líder indio es buen reflejo de la actitud de los gobiernos tercermundistas durante bastantes momentos de la guerra fría. Kissinger concluye en su libro: “La resolución de Medio Oriente se implementó, la húngara se ignoró”. ( El alzamiento magiar fue sofocado sin contemplaciones. El presidente comunista aperturista Imre Nagi tuvo que refugiarse en la embajada de Yugoslavia. Con la promesa del gobierno títere de los rusos de poder trasladarse al país balcánico, abandonó el edificio de la misión yugoslava, fue inmediatamente detenido y, días más tarde, ejecutado).

La crisis de Suez tiene, pues, diversas lecturas. El secretario general de la ONU fue un tenaz instigador y las potencias coloniales acabarían aceptando las imposiciones de la organización multilateral, Suez fue su canto del cisne. La conducta de Estados Unidos fue esencial en el desenlace de Suez.

Inventados los cascos azules, Hammarskjöld tuvo que recurrir a ellos para tratar de poner orden en el caos y la violencia que se apoderaron del Congo al obtener su independencia de Bélgica en el verano de 1960. La iniciativa fue polémica y de discutido éxito.

El ejército congoleño, compuesto por unos 24.000 hombres y encuadrado exclusivamente por oficiales belgas –lo que era un vergonzoso contraste con otras colonizaciones, incluida la nuestra– se amotinó. Brotaron disturbios salpicados de asesinatos de blancos, más de doscientas violaciones, etcétera… El intento belga de imponer el orden trajo más sangre. Los flamantes dirigentes congoleños, el presidente Joseph Kasavubu y el hombre fuerte, el primer ministro Patrice Lumumba, pidieron la intervención como fuerza policial de la ONU para sustituir a los soldados belgas. La votación en el Consejo de Seguridad consiguió ocho votos favorables, ninguno en contra, con abstenciones de Francia, Reino Unido y la China nacionalista.

En este primer momento, los cascos azules, entre los que figuraba un nutrido contingente africano formado por soldados de Túnez, Ghana, Marruecos, Etiopía…, amén de suecos e indios, tenían instrucciones precisas: no debían intervenir en la política interna del Congo y sólo abrirían fuego para defenderse.

La misión se torcería: los efectivos de la ONU estaban mal coordinados y algunos escasamente pertrechados. Las relaciones con las secciones del ejército congoleño se enturbiaron, varias decenas de cascos azules murieron, las fricciones entre Kasavubu y Lumumba se agravaron hasta la ruptura total. Cada uno intentó destituir a su rival. Casi simultáneamente la región de Katanga, donde se encuentra la mayor parte de la riqueza del país, declaraba su independencia bajo el mando de Moise Tshombe.

La maniobra secesionista contó con la simpatía y el apoyo de diversos estamentos belgas y el país entró en un torbellino funesto con dos enfrentamientos, el de Kasavubu y Lumumba por una parte y el de Katanga con el gobierno central de Kinsasa por otro. La ONU, tratando de calmar los ánimos, impidió que varios aviones soviéticos, llamados por Lumumba, transportasen leales a zonas neurálgicas del país. Siguió el golpe de estado del militar Mobutu Sese Seko, que expulsaría a los diplomáticos soviéticos por interferir en los asuntos del país.

La crisis se incrustaba ya de lleno en la guerra fría. Moscú consideró a Hammarskjöld responsable del derrocamiento de Lumumba, pidió la dimisión del secretario general. El líder soviético, Nikita Kruschov, que acudió a la Asamblea General de la ONU, propuso la abolición del cargo de secretario y su sustitución por una troika, un occidental, uno del bloque soviético y un neutral. Eran los días en que el dirigente ruso utilizaba su zapato como un mazo en la asamblea y cuando le dio un “barrigazo” a nuestro embajador, Jaime de Piniés.

Hammarskjöld, injuriado, hubo de defenderse. Lo hizo con un discurso venerado por todos los onusianos. Dijo que las personas no cuentan, lo que cuenta es la organización: “Dimitiendo en estos atribulados tiempos haría un flaco servicio a la Organización. No tengo derecho a hacerlo, tengo un compromiso con todos los estados para los que la Organización tiene una importancia decisiva, mi responsabilidad prima sobre otras consideraciones”.

Su intervención produjo una muy larga ovación. Todos los asistentes la recordarían vivamente. La imagen del sueco se vería engrandecida.

Aunque despojado del poder, Lumumba, con su carisma y su cercanía a los soviéticos, podía plantear problemas a Estados Unidos. Se cree con alguna evidencia que la CIA planeaba asesinarlo. Lo hicieron los propios congoleños. Huido de su forzada residencia domiciliaria fue perseguido y capturado por las tropas congoleñas de Mobutu. Meses más tarde sería entregado a sus enemigos de Katanga, que lo asesinaron vilmente.

La indignación esta vez no vino sólo de la Unión Soviética, sino de una parte mayoritaria del mundo, y Hammarskjöld, que vio cómo cascos azules (entre ellas unidades marroquíes) dejaban el Congo como protesta por la pasividad de las Naciones Unidas para salvar a Lumumba. El secretario general pidió al Consejo de Seguridad que le concediera los poderes necesarios para poner orden en la nueva nación.

El Consejo de Seguridad, en febrero de 1961, aprobó una resolución verdaderamente histórica. Autorizaba a los cascos azules a utilizar la fuerza para abortar la guerra civil en el Congo. Una primicia importante. La ONU, interviniendo en asuntos internos del país, podría meter en cintura a los secesionistas katangueses, a los díscolos del ejército congoleño y expulsar a todos los mercenarios belgas y de otras nacionalidades.

El primer intento de domeñar a los rebeldes de Katanga resultaría un fracaso. Hubo descoordinación de nuevo entre las tropas de la ONU. Tshombe, que había contratado mercenarios aguerridos, engañó repetidamente al enviado de la organización. Prometía deponer las armas y posteriormente, protegido en su fuga por algún diplomático occidental, rompía su promesa. La aviación katangueña infligió severas pérdidas a las fuerzas de paz.

Tratando de salir del impasse militar (había prisioneros de los cascos azules), Hammarskjöld viajó al Congo y planeó reunirse con Tsombe, que estaba refugiado en Rodesia del Norte (actual Zambia). Pensaba convencerlo de que su gente depusiera las armas. Viajando de noche en un avión alquilado el piloto sueco se puso en contacto con la torre del control del aeropuerto de destino, en Ndola. Al poco se esfumó de los radares. Se había estrellado en las cercanías del aeródromo. Todos los ocupantes perecieron. Las especulaciones brotaron en el acto. Abundaron las que apuntaban a un atentado, con variadas paternidades (es la que adopta el filme dirigido por Per Fly, Hammarskjöld. Lucha por la paz). Sin embargo, fue más aceptada la de que se trató de un accidente.

La guerra de Katanga se arrastró aún un par de años. Hubo otra batalla en Katanga, ahora ya en la que los fuerzas onusianas, con aviones suecos, indios, etíopes y un contingente de 6.000 hombres, se impusieron a los katangueños. El presidente estadounidense, John Fitzgerald Kennedy, dubitativo en el tema de Lumumba, desoyó esta vez el parecer del gobierno británico, secundó a la ONU y transportó tropas de la organización que acabaría, con bajas por ambos lados, con la independencia de Katanga, y preservando la unidad del Congo.

Si Hammarskjöld salió póstumamente glorificado de la aventura del Congo, la ONU emergió con clara división de opiniones. Tuvo una actuación controvertida en un primer momento en que no podía usar las armas y en el segundo, en que estaba facultada para usar la fuerza. La coordinación entre Nueva York y los comandantes sobre el terreno no siempre funcionó y la complementariedad entre los componentes del contingente también dejó que desear en diversos momentos. Dejaron el país en 1964 estabilizado, pero con un dictador como Mobutu, que llegaría a tan longevo en el cargo como Teodoro Obiang Neguema en Guinea Ecuatorial, que sigue disfrutando de un poder absoluto en la antigua colonia española. La desaparición de Mobutu no ha acabado con el martirio del país.

La ONU salió, pues, escaldada de la operación y tardó casi 30 años en enviar a Somalia y Bosnia-Herzegovia misiones parecidas. También discutidas.

Hammarskjöld obtuvo el premio Nobel de la paz pocos meses después de su muerte. A veces, a los gobiernos de muchos países y a los individuos beatíficamente onusianos, se les llena la boca proclamando cada cinco años que las Naciones Unidas necesitan otra figura como el sueco. En los permanentes estos suspiros son puro postureo. Quieren un secretario general que sea un buen gestor y administrador, pero que en cuanto a iniciativas que tome sólo las justitas.

Concluyamos señalando que el funcionamiento, el equilibrio de poder en la ONU, es una monstruosidad jurídica, como señaló el prestigioso jurista experto en relaciones internacionales Hans Joachim Morgenthau. Por el hecho de haber ganado una guerra, hace más de tres generaciones, cinco países tienen un poder infinitamente más relevante que los otros 188 miembros: el del veto, recogido en el artículo 27 de la Carta. Es tan absurdo como obsoleto. Imaginemos, pensemos en un ejemplo cotidiano: que en una urbanización existen 193 chalets que deben acometer una obra de contención de una montaña que puede, con un probable corrimiento de tierras, sepultar a decenas de ellos, o a los que al borde de un río sufran consecuencias catastróficas. Un total de 192 propietarios votan que hay que realizar una obra. Uno de los cinco marqueses, los permanentes (repito, Rusia, Estados Unidos, China, Reino Unido y Francia), insisto, sólo uno se niega, y no hay obra de protección. ¿Cabe mayor insensatez en el siglo XXI? Los ejemplos de Estados Unidos vetando que se censuren los excesos de Israel o Rusia haciendo lo propio en descarada agresión a Ucrania son bastantes elocuentes.

La situación es vesánica y los onusianos, los que tienen sueños húmedos con la organización, la aman o callan aún en el año de gracia de 2024. Me recuerdan la actitud de los socialistas españoles de ahora ante el anuncio de la “financiación singular” de Cataluña. Vivir para ver una cosa y otra.

 

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