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Dashiell Hammett: tiempo de canallas

Junto a muchos otros escritores y guionistas de Hollywood —como su corajuda compañera por 30 años, la guionista y dramaturgo Lillian Hellman—, Samuel Dashiell Hammett, padre de la novela negra, fue víctima de la cacería de brujas en el periodo de mayor tensión de la Guerra Fría, entre 1952 y 1954. El proceso lo desencadenó el celebérrimo senador por Wisconsin, Joseph McCarthy, a través del temido Comité de Actividades Antiamericanas. Acusaciones, denuncias y listas negras se dispararon contra ciudadanos, acusados de ser agentes soviéticos, comunistas y homosexuales.

La tirantez provocada por el bloqueo de Berlín, la Alianza Atlántica, y el estallido de la primera bomba atómica soviética en 1949, llevaría la prevención anticomunista estadounidense a un estado de paranoia e histeria, en el que toda persona considerada sospechosa era inscrita en una lista, privada de su puesto de trabajo o internada en un centro de detención.

El proceso, que McCarthy calificó de “patriotismo con traje de faena” y fuese conocido como la “Caza de brujas” de Hollywood, fue constelizado por el dramaturgo Arthur Miller en su obra Las brujas de Salem. Constituyó uno de los más tristes capítulos ocurridos en el siglo XX contra la libertad ideológica, al punto que orillaría la democracia americana a las cercanías del fascismo.

El proceso concluiría para Dashiell Hammett con su encarcelamiento a los 57 años, por rehusarse a delatar a sus compañeros ante el tribunal. En InterrogatoriosSamuel Dashiell Hammett (Errata Naturae, 2011), se recogen por primera vez en español las tres penosas interpelaciones que sufrió en 1951 y 1953, junto a su excepcional relato Sombra en la noche, los cuales retratan su inexpugnable entereza moral.

En 1950 en quizás su último texto publicado, Hammett dice que los métodos parecían a menudo los empleados en Alicia en el país de las maravillas, “pero el Tribunal Federal, ubicado en la plaza Foley, no gozaba de su irresponsabilidad encantadora ni de su ensueño. Ahí, en el mundo al revés, se servía a un siniestro objetivo y el capricho llevaba armas ocultas. No importa lo mucho que el Gobierno insistiera en que se trataba de un juicio ordinario. Nunca lo fue (…) la política se convirtió en un auténtico espectáculo. La acusación fue política, el juicio fue político, el veredicto fue politico. Únicamente a la defensa no se le permitió ser política”.

Pinkerton y ¿dónde está Frank Little?

En su biografía definitiva Diane Johnson —Dashiell Hammett, biografía, Seix Barral, 1985— registra que al salir del presidio, Hammett supo perfectamente que tenía mucho más en común con los reclusos de la cárcel y con los guardianes y carceleros, que con muchas otras personas que formaban parte de su nueva vida, después del inmenso éxito alcanzado de ventas y crítica, como escritor y guionista de Hollywood.

“Allí, en la carcel, había sureños y gente sin instrucción como él, guardianes y vigilantes como su padre y él mismo habían sido, y granjeros, como la gente de la que descendía”.

Samuel Dashiell Hammett había nacido el 27 de mayo de 1894 en la granja de su abuelo en Maryland, en la que a grandes rasgos los Dashiell eran marineros y los Hammett eran granjeros. Todos trabajadores y artesanos que habían conocido vicisitudes y avatares materiales. Hijo de Richard y Lucy, quienes marchan a buscar fortuna, primero a Filadelfia y al no hallarla allí, van a Baltimore, donde se instalan con la madre de Annie en una casa alquilada, donde viven hacinados, como casi todo el mundo en la calle North Stricker. Ahí Samuel se convierte en un chico alto y  pelirrojo, que asiste al instituto, y una vez hubo aprendido a leer, se quedaba hasta entrada la noche leyendo todo lo que encontraba, y a veces le desconcertaba lo que leía.

Cuando tenía trece años y andaba buscando respuesta a todo —cuenta Johnson—, leyó la Crítica de la razón pura de Kant. No entendió nada y no le reveló ningún secreto de la vida, pero lo leyó de cabo a rabo. Como hizo con todos los libros sobre cuestiones teóricas que le gustaba leer, los cuales trataban de explicar las cosas claramente, aunque no lo consiguiesen.

En 1908 empezó el bachillerato y lo dejó. No pudo seguir estudiando. Y se colocó como chico de recados en el Ferrocarril de Baltimore y Ohio, trabajo que odiaba, pero como era una persona inquieta y curiosa, allá en los hangares del ferrocarril, al oír las historias acerca del Oeste, entra a trabajar como empleado en la Agencia Nacional de Detectives Privados Pinkerton, antecedente del FBI que tenía a todo el país bajo vigilancia, y que llevaba como lema: “Nunca descansamos”. Así, cumplidos los veinte, se convierte en un inteligente detective, discreto y paciente, que respeta las normas. Junto a unos soldados, vigilantes, matones, deportistas y tipos solitarios, que constituían la plantilla de la Pinkerton en Baltimore.

James Wright, un hombre bajo y regordete, le enseñaría a Dashiell Hammett los rudimentos de cómo seguir la pista a alguien, técnica básica para un detective, de la que empezó a valerse.

Desde el tren, el joven detective se da cuenta de lo grande que es América. Las ciudades estaban atestadas de extranjeros de paso y muchachos como Dashiell subían a los trenes en marcha para no pagar billete y conseguir algún trabajo. Es cuando ocurre, en 1917, el conocido episodio que daría un violento cambio a su vida. Mrs. Nora Byrne, la casera de las tantas casas de huéspedes donde pernoctaba Hammett, en Buttle, Montana, se despierta asustada una noche por los gritos que escuchaba en la habitación contigua. Debía tratarse de una equivocación. Luego oyó pisadas en el pasillo, y después un grupo de hombres armados empujaron su puerta y entraron preguntándole “¿Dónde está Frank Little?”.

Ella les dijo: “Treinta y dos”.

Se fueron y derribaron la puerta de la 32, y despertaron al hombre que estaba allí durmiendo, quien no puso objeción alguna, no protestó ni pidió explicación. Lo sacaron molido a golpes. Nadie dijo nada. Y a la mañana siguiente lo encontraron colgado del puente del ferrocarril con un aviso prendido a su ropa interior. Little fue secuestrado en su habitación, atado al parachoques trasero de un coche y arrastrado, y por fin ahorcado.

Le habían cortado los testículos.

Solo los propietarios de la Anaconda Copper Mining Company podían beneficiarse con la muerte de este agitador, o wobbly, como llamaban a los obreros que protestaban en las minas, a los que el abogado de la empresa acusaba “de gruñir blasfemias y abogar por el desacato a la ley y falta de respeto a todos los derechos a la propiedad, y por la destrucción de los principios e instituciones que constituyen la salvaguarda de la sociedad”, intentado demostrar que Little había provocado su propio linchamiento. Lo que conmocionó al joven detective, a quien días antes, un títere para Anaconda Copper le había hecho la oferta de deshacerse de Little por cinco mil dólares. Lo que en aquellos tiempos era una montaña de dinero. Hammett no aceptó.

De acuerdo con la biografía de Diane Johnson los sentimientos de Hammett eran los de la ley y el orden; su padre había sido en una ocasión juez de paz. Y quizás en el momento en que le pidieron que matara a Little o cuando se enteró que había sido asesinado, posiblemente por otros hombres de la Pinkerton, se dio cuenta de que los comportamientos de los vigilantes y de los vigilados, el detective y el hombre acechado, reflejaban la misma sensibilidad que se da en esa zona marginal entre asesinos y ladrones.

Fatty Arbuckle, el punto de quiebre

En el St. Francis, el hotel más elegante de San Francisco, cuando la gente del mundo del cine de Los Ángeles celebraba una fastuosa fiesta con ginebra en la bañera, modelos y starlets, algo estalló dentro de una de ellas. Virginia Rappe, muere. Y Fatty Arbuckle, una de las estrellas mudas más populares e influyentes de la década de los 10 y los 20,​ y uno de los actores mejor pagados en Hollywood —mentor de Charles Chaplin y descubridor de Buster Keaton y Bob Hope—, fue acusado de violar y provocar la muerte a la actriz. Muchos detalles se comentaron, pero los más escabrosos fueron obra directa de los medios sensacionalistas, especialmente los de William Randolph Hearst, quien había encontrado una auténtica mina de oro con el escándalo. Hammett trabaja el caso. Y los detectives descubren la verdad: Fatty no era culpable. Sin embargo, Hammett pensaba que la agencia de detectives intentaba incriminar a Fatty.

Pinkerton había alcanzado su fama en febrero de 1861, cuando anunció el desmantelamiento de un complot para asesinar al presidente electo Abraham Lincoln, en Baltimore; pero su tarea principal fue romper huelgas y perseguir a sindicalistas, entre finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte. Muchos empresarios e industriales contrataron a Pinkerton para infiltrar sindicatos, proveer guardias de seguridad, e intimidar a trabajadores. Y uno de los más brillantes, e implacables operativos de Pinkerton, se dice, fue justamente el joven Hammett, quien sabía que Arbuckle no era culpable.

“Me senté en el vestíbulo del Plaza, en San Francisco”, escribiría más tarde. “Era el día anterior al inicio del segundo y absurdo intento de condenar, por el motivo que fuese, a Roscoe Arbuckle. De pronto este entró en el vestíbulo y me miró; yo lo miré: sus ojos eran los de un hombre que espera ser visto como un monstruo pero que todavía no se ha acostumbrado. Le miré con tanto desdén como pude. Me lanzó una mirada de indignación y se encamino al ascensor”.

El juicio de Arbuckle está considerado por historiadores del cine como una de las grandes tragedias de Hollywood. La Oficina Hays —el organismo que controlaba y/o censuraba toda la producción cinematográfica de Hollywood—, retiró y prohibió todos sus filmes. Asociaciones de vigilancia de la moral pidieron la pena de muerte para él. Los dueños de los estudios prohibieron a sus amigos en la industria cualquier muestra de apoyo público.

Charles Chaplin estaba en Inglaterra por entonces; sin embargo, Buster Keaton, íntimo amigo de Arbuckle, dio una declaración pública apoyando a su amigo y resaltando que Arbuckle, una de las estrellas mudas más populares e influyentes de la década, era «una de las almas más amables y bondadosas que había conocido”. Sin embargo, a pesar de que Arbuckle fue absuelto de las acusaciones, la infamia resultante destruyó la carrera y la vida personal del artista.

Fatty permanecería durante años en la mente de Hammett. Hammett deja Pinkerton. Eran tiempos crueles. Algo se rompió dentro de él. Por otro lado, cierto o falso, curiosamente no hay una sola prueba documental de que Hammett trabajara para la mítica compañía entre 1915 y 1922, de que anduviera espiando, siguiendo a sospechosos, recabando pruebas, ajustando cuentas, reventando huelgas. O al menos el periodista Nathan Ward cuando preparó su documentada biografía Un detective llamado Dashiell Hammet (RBA, 2019) no encontró ni un solo papel firmado ni una prueba documental de que trabajara en la agencia Pinkerton entre 1915 y 1922. Por la razón que sea. O porque los informes de la agencia eran propiedad de los clientes y muchos se quedaban con ellos, porque normalmente estaban escritos con un alias; o por último, como explica Ward, porque estuvieran varados en algún almacén que luego se quemó, la excusa preferida para justificar el destino de papeles que se pierden. Lo que configura otro enigma que se agrega a la ya enigmática vida del fundador del “noir”.

Misterios arcanos de un contenido explosivo que reposan en las alcantarillas más profundas de esta etapa de Hammett, considerado por algunos como la raíz y el origen de la inquebrantable viga maestra moral, radical y libertaria, que regiría su inconmovible personalidad, y que, sin embargo, nunca despejaría la otra feroz incógnita: ¿por qué no renunció?

De cualquier manera en 1918 se alistó en el Cuerpo de Ambulancias del Ejército de los Estados Unidos, y durante ese año sufrió de una gripe que descubre y agrava una tuberculosis larvada contraída de su madre, cuando junto a su familia, vivía hacinado en Baltimore. Será ahí donde conoce a Josephine Dolan, enfermera de la Salud Publica, con quien se casa y tendrá sus dos hijas.

En 1919 es dado de alta y se instala con su familia en San Francisco, y vuelve a trabajar para la sucursal local de la Agencia Pinkerton. Durante ocho años esta ciudad marcará su vida. Y le proporcionará el marco y el material de primera mano de gran parte de sus escritos. En aquellos tiempos, San Francisco es un espacio abierto, lleno de gánsteres y estafadores. Todos los vicios se dan ahí; todo puede comprarse y tiene precio. Y con la perpetua amenaza de muerte en su pecho, su meta siempre era “llegar al jueves”. Y le gusta todo aquello; los bares, las peleas, las carreras de caballos. Por entonces, todos lo testimonian: tísico y todo era un dipsómano empedernido, poseedor de una fascinante personalidad, y una moral de hormigón.

De nuevo renuncia a Pinkerton —ahora sí definitivamente—. Quiere escribir. Le cuenta a su padre acerca de sus ambiciones, pidiéndole un préstamo, a lo que el padre responde con sus mejores deseos, aunque de dinero nada. Y el resentimiento que experimentaba hacia Richard T. se hace más patente. Ya más nunca le perdonará que lo abandonase en aquellas circunstancias.

Se desempeña en una sucesión de ocupaciones temporales y sin importancia. Se debilita pensando que le queda poco tiempo para vivir; consigue un trabajo de media jornada como escritor publicitario en la joyería Samuels que dirige el propio Al Samuels. Alquila un cuarto barato y comienza a escribir. Comienza a pergeñar relatos y poemas, y aunque retraída y levemente, de pronto el muchacho que se echó a la carretera a los catorce años, empieza a pensar en sí mismo como un aspirante a escritor. El límite entre lo personal y lo profesional es cada vez más borroso.

Black Mask, Joseph T. Shaw y el hard-boiled

En octubre de 1922, aislado, pobre y con ambiciones, Hammett sabe de la existencia de una revista, Smart Set de H. L. Mencken, que retrataba un mundo de damas vestidas con gracia y elegancia, y jóvenes adinerados dibujados como malvados en sus relatos. En octubre de 1922, su relato corto The Parthian Shot fue aceptado por la revista, y además de hacerle sentir rebosante de alivio y alegría, empieza a recibir ofertas a diestra y siniestra. Consume todo tipo de revistas de poesía, de literatura en general, e incluso de poca categoría, y les da lo que piden. Y Mencken lanza otra revista, donde se publican relatos policiacos y de misterio, Black Mask.

Se sabe que Hammett, lector de Black Mask, sintió cierto interés por los relatos de Carroll John Daly, pionero de la escritura pulp. Había publicado en la revista solo tres meses antes del debut del legendario Continental Op de Hammett, Knights of Open Palm, una historia contra el Ku Klux Klan, donde aparece por primera vez su detective privado, Race Williams. Por lo que hay quienes afirman que es el “verdadero padre del hard-boiled”, y no Hammett, como se acepta.

En verdad fue un escritor muy popular, pero nunca un maestro del género. Escribía historias rápidas y rebosantes de violencia urbana (sin sexo: los héroes de Daly eran célibes). No obstante, aun sus más recalcitrantes defensores, reconocen que Daly era, según los estándares de hoy, “ilegible”, y su axioma era: ”Comience con un tiroteo y no se detenga hasta que escriba Fin”. Aunque un hombre tan serio como Chandler aconsejaba: “En caso de duda, haga que un hombre atraviese una puerta con una pistola en la mano».

Historias pulp en papel barato, algo vulgares, que se consumían masivamente por una multitud de ciudadanos a unos centavos en los kioscos, en las que se les hablaba en un idioma muy cercano, lejos de los exhibicionismos preciosistas del lenguaje culto. Por cierto, Black Mask fue específicamente la revista que en el 94 inspiró a Quentin Tarantino para crear la película Pulp Fictioncuyo título era originalmente Black Mask y luego decidieron cambiar.

Y es leyenda que ese año se encarga de Black Mask un nuevo director, Joseph T. Shaw, El Capitán —antiguo instructor de bayonetas— que admira a Hammett por su estilo simple y claro, y con quien Hammet coincidiría en las convicciones que ambos defendían respecto al arte: “la simplicidad, en aras de la claridad, de la plausibilidad y de la verosimilitud”.

Con lo que cambian por siempre el hard-boiled.

Pero lo más importante que Shaw hace por Hammett es animarle a que dé nueva vida en una novela al Agente de la Continental.

Cosecha roja

Un día de julio de 1926 hallan tendido e inconsciente a Hammett sangrando por la boca. En una de las maneras de morir de tuberculosis, se llenan los pulmones de sangre y la persona se ahoga o muere desangrada, y hay que recluirla para descansar y sobrevivir. Según los médicos, Hammett está totalmente imposibilitado. Sin embargo no renuncia a la bebida. Se emborrachaba hasta perder el conocimiento.

En su árbol genealógico había muchos alcohólicos, y él y su hija Mary Jane fueron los nuevos frutos. «La bebida convertía a mi padre en un sensiblero o en un malvado sarcástico —no en un ser violento, ya que nunca fue violento—, y aunque rara vez fui yo el objeto de su sarcasmo, cuando estaba borracho lo invadía una especie de desesperación lacerante que me daba un miedo de muerte», explica su otra hija, Jo. «Yo no alcanzaba a comprender cómo alguien tan divertido y tan bondadoso podía convertirse en un ser tan horroroso. Por qué un hombre que tanto apreciaba su intimidad y su dignidad, podía pisotearlas sin miramiento alguno”.

Juzgaba que desde 1923 lo que había estado haciendo era producir chatarra —así lo consideraba— para Black Mask. Y según Diane Johnson, cuando no le pagaban más, dejaba de escribir; pero Shaw lo engatusaba para que volviera. “Querida Jose —escribe un domingo por la tarde—. He estado ‘blackmasqueando’ todo el día y espero dedicarle un par de horas más antes de rendirme».

“Besa a los microbios de mi parte”.

Aunque su novela avanzaba viento en popa, se iba a publicar por entregas en Black Mask. E intentando no beber, trabajaba en ella mañana y noche.

Shaw se deshacía animándolo. Y la titula en principio Poisonville. Su vida estaba a punto de cambiar. Al fin consumaría su exorcismo de aquella culpa tan soterrada, como su tisis, que arrastraba como una carreta de fantasmas desde el vil asesinato de Frank Little, en aquella ciudad minera enloquecida de Montana, Butte, y el ruin linchamiento moral de Roscoe Arbuckle.

Con su humor oscuro característico, el “Demon Dog” de la novela criminal actual, James Ellroy —un tipo duro y, al contrario de Hammett, de derecha—consideraba en The Poet Of Collision, escrito en el diario inglés The Guardian, que ese mítico rechazo de Dashiell Hammett del contrato para asesinar a Frank Little, se convirtió en su gran obsesión y a la vez en el poderoso motor creativo de su obra.

Lo que explica por qué para el autor de La dalia negra, la visión de Hammett es más compleja que la de su casi contemporáneo Raymond Chandler. Chandler describió al hombre que quería ser: galante y con un ingenio satírico animado. Hammett al hombre que temía poder ser: poco sólido y escéptico en todos los tratos humanos, corruptible y adicto a la intriga violenta.

Hammett se quedó en el trabajo y este trabajo lo definió. “Esa mezcla de un sentimiento de opresión y un afán de liberación. Eso lo convirtió en gran parte en una herramienta fascista. El lo sabía. Más tarde abrazó el pensamiento marxista y usó la dialéctica de izquierda para su definición irónica de la vida. El trabajo de detective alimentó y derogó su caótico estado moral y le dio algo consistentemente atractivo para hacer”.

El títere de Anaconda Cooper tenía todas las razones para creer que Hammett tomaría el trabajo: los Pinkertons de la posguerra habían sido un escuadrón de matones paranoicamente temerosos de todos los rojos olfateados. Y acorralado por la disyuntiva moral de tener que elegir entre una opción que constituía una prueba de coraje y honradez, y otra de la carencia de lo mismo, optó por no cometer el crimen, pero quedarse.

Con esta idea, típicamente estadounidense según D.T. Bazelon, en la que “hacer o no hacer un trabajo de manera competente ha reemplazado la cuestión más amplia del bien y el mal”. “Sabía que estaba mal cometer el crimen y no lo cometió”, esgrime Ellroy. “Pero se quedó con una organización que en parte suprimió la disidencia y en ocasiones ofreció ofertas asesinas. Se quedó porque amaba el trabajo y pensó que podría trazar un curso moral a través de él. Tenía razón y estaba equivocado”.

Titulada finalmente Cosecha roja, aunque depurada de su violencia exagerada por Blanche Knopf y de tantos muertos abatidos a tiros entre sus páginas, sin embargo el veneno que supuraba quedaría intacto. Desde el imborrable inicio, cuando el agente de la Continental registra:

“En el Big Ship de Butte oí por primera vez a un minero pelirrojo, de nombre Hickey Dewey, llamar Poisonville (ciudad venenosa) a la ciudad de Personville (ciudad de personas). Tenía la costumbre de convertir las erres en diptongos, de modo que poco me importó lo que hizo con el nombre de la ciudad”, antes de sumergirse en un baño de sangre, mundo hobbesiano de conflicto total, producto del enfrentamiento de todos contra todos, entre bandas rivales y por supuesto, políticos y policías totalmente corrompidos.

Con Cosecha roja, publicada en 1927 en capítulos por Black Mask, y en 1929 como un libro por Knopf, se inaugura la novela policíaca dura con estatus de hito literario.

Con la muerte pisándole los talones

Seis meses después de La maldición de los Dain, ya había remitido a su editor el manuscrito de El halcón maltés. Se sentía confiado y como arrastrado por un torbellino creativo indetenible. En un año se había convertido en el joven novelista de misterio más célebre de Estados Unidos, y los críticos lo declararon tan bueno como Ernest Hemingway. Cosecha roja La maldición de los Dain se encontraban entre los libros más destacados de 1929. Un crítico reconocía que El halcón maltés poseía «la distinción absoluta del arte real”.

Convencido siempre de que la tuberculosis lo mataría a una edad temprana, se había vaciado escribiendo febrilmente tres novelas con apenas pocos meses de diferencia.

La Guerra Mundial había poblado su mente de horribles imágenes que, aseguraba, la única forma de sobrevivir a tanta muerte y dolor era la inconsciencia que le propiciaba el escocés y los martinis.

Deteriorado por las borracheras y la enfermedad, en 1931 termina la que para muchos es su mejor novela, La llave de cristal, la más rica en posibilidades emocionales y la más mesurada y elegante en su estilo. Tanto, que el quisquilloso André Gide, escribirá en su Journal de 1942: “He podido leer (…) con asombro considerable bien cercano a la admiración Cosecha roja, de Dashiell Hammett (a falta de La llave de cristal, libro tan recomendado por Malraux, pero que no puedo encontrar por ningún lado)”.

Y empieza su quinto libro El hombre delgado, que deja de lado, malogrado y agotado por el esfuerzo creativo de la sesión maratoniana de treinta horas, mientras escribía La llave, y por el efecto acumulado de treinta y seis meses de logros. Que culmina en enero del 34. Una sensación en la era de la depresión. Con el gracioso y gentil detective retirado, Nick Charles, su esposa socialista, Nora, y Asta, su fox terrier.

Un magistral y leal profesional, el anónimo y obstinado agente de la Continental, de Cosecha, se complejiza y humaniza en La maldición, para abrir paso al seco, atractivo y romántico Sam Spade de El halcón, y ahora al melancólico Ned Beaumont de La llave, con quien Hammet no solo trazará su autorretrato, sino que urdirá una trama más ambiciosa —e infrecuente en él—, alrededor de un tema que en el libro alcanzará una depurada elegía: la de la amistad, la lealtad y la traición entre los hombres.                                 

Hollywood y Lillian Hellman

Cuando el productor Darryl F. Zanuck introduce con The Jazz Singer el sonido en el cine y se abandonan las película mudas, los talkies acaparan la audiencia y se genera una demanda sin precedentes de escritores de guiones en Hollywood. El gran éxito de El halcón maltés cuando se publica, el día de San Valentin de 1930, rebasa los estudios, y David O. Selznick llama a Hammett, quien acepta la oferta del magnate de hacerse rico como el resto de los mejores autores que escapaban de la gran depresión y la ruina, con sorprendente éxito.

Una “época cómica” como escribió Lillian Hellman —otra figura de tintes legendarios, quien había encontrado un trabajo como lectora de guiones para MGM y al igual que Fitzgerald, Faulkner, Hemingway, era una fumadora y bebedora empedernida, amante y luchadora, que cultivaría con Hammett una turbulenta relación plena de amor, aunque también de locura e infidelidades, durante 30 años—. Y quien cuenta que una noche, Hammett la telefoneó desde casa de Jean Harlow, para decirle que esta había tocado la campanilla para llamar al mayordomo y le había dicho: “Abra la ventana, James, y deje entrar una menudencia de aire”.

Escribe City Streets para Selznick, dirigida por Robert Mamoulian y la película es un éxito. Hammet se instala en el Hollywood Knickerbocker, negocia los derechos de las películas, y se interesa por la suerte que corre la adaptación cinematográfica de El halcón maltés.

Cuando en el otoño de 1830 Hammett conoce a Lillian Hellman ya había escrito cuatro de sus cinco novelas y era el ultimo grito en Hollywood y Nueva York y, como ella luego confesaría, un exdetective elegante, excéntrico e ingenioso, con feas cicatrices en las piernas, una hendidura en la cabeza, resultado de trifulcas con criminales y “que derrochaba tanto dinero con las mujeres, que estas le habrían tenido simpatía aunque no hubiera tenido ninguna de sus cualidades”. Y ella, una pequeña mujer judía de 25 años, de la alta burguesía sudista, temperamental, vivaz y dura como una roca, significó la mortífera combinación que en algún lugar de su imaginación él siempre había anhelado.

Juntos y a caballo, entre los escenarios de Hollywood y los bares de moda de Nueva York, formarían una de las parejas más deslumbrantes de los años treinta y cuarenta de los Estados Unidos. A instancias de Hammett, Lillian daría su primer salto con The Children’s Hour, una obra de teatro sobre dos maestras acusadas por un estudiante privilegiado de ser lesbianas. Agobiada por la acusación, una de ellas se suicida. Considerada una apasionante historia emocional sobre el abuso del poder y sus efectos, la obra fue un gran éxito en Broadway (con más de setecientas representaciones) y le dio a la joven un reconocimiento instantáneo.

Hellman, a lo largo de las décadas de los 40 y 50, continuó escribiendo obras de teatro y aumentando su activismo político con sus obras antifascistas Watch the Rhine (1941) y The Searching Wind (1944), para ya madura alejarse del drama y escribir sus memorias, que en 2014 recogiera Lumen en Una mujer con atributos (sus dos primeros libros de memorias), Una mujer inacabada (1969) y Pentimento (1973), serie que cierra con Tiempo de canallas (1973), un testimonio notable de su digno comportamiento durante la “caza de brujas” del macartismo.

Hammett dedicaría su última novela, El hombre delgado, de la que Hellman le gustaba decir que fue la inspiración de Nora, la ingeniosa y bella esposa de Nick Charles, gran conquista en la representación de las mujeres en la novela negra, en la que no aparece como víctima ni mujer fatal, sino por el contrario como compañera fraterna e igual de bebedora que su marido.

La legendaria relación queda insinuada en Julia, la película de 1977 dirigida por Fred Zinnemann, basada en la historia de Pentimento que tuvo la escritora con una amiga, que trabajó en actividades anti-nazis antes de la Segunda Guerra Mundial. Antes había sido expuesta por completo en la película Dash and Lilly de 1999 en la que Kathy Bates, como directora, enfoca su lente en Judy Davis y Sam Shepard como los amantes literarios, incluido el escrutinio durante la caza de brujas.

Con sus conjunciones y disyunciones, fueron amantes hasta 1961 en que Hammett murió. Cuenta Lillian que unos pocos meses antes de morir ella le comentó: “Nos ha ido muy bien, ¿no crees?”. A lo que Hammett respondió: “Muy bien es una expresión excesiva para mí. ¿Porque no decimos simplemente que nos ha ido mejor que a la mayoría?”.

El 30 de junio de 1984, Lillian Hellman murió en Martha’s Vineyard, Massachusetts, a la edad de setenta y nueve años.

Dashiell Hammett y su imán cinematográfico

El cine indudablemente constituyó la otra pasión de Hammett. Los atributos de su estilo directo, ágil y sin subterfugios, acorde con la acción, sus diálogos cargados de ironía, atrajeron —y atraen aún— a afamados directores y productores.

Hasta 25 películas y una serie de TV, de manera directa o indirecta, están basadas en sus historias. La más famosa es El halcón Maltés de John Huston, que como decía Juan Cueto: nunca en la historia de Hollywood se crearon tantos mitos como tras su estreno en 1944. El mito del cine negro (que inaugura), el de Bogart, el de Huston, el de Spade y el de la femme fatale, Brigid O’Shaughnessy. Pero que a pesar de su inteligencia para reconocer y asumir el brío y la plenitud de la prosa de Hammett, al hacer ciertas supresiones, paradójicamente una de las cosas que se voló… fue el pasaje de Flitcraft.

Con Cosecha roja ocurre algo raro. A pesar de que fue reconocida casi de inmediato como una obra maestra, y de haber sido considerada una de las novelas americanas más influyentes del siglo XX, y la mejor de Hammett, jamás ha sido llevada al cine. No obstante, su cuerpo, pura carne de celuloide, su espíritu, han generado no menos de cuatro adaptaciones cinematográficas, incluidos dos clásicos de género certificados, que nunca se acreditaron en la pantalla como el material original. El rōnin de Yojimbo de Kurosawa (1961), que limpia de bandas criminales aquel pueblo japonés del XIX. El spaghetti Western Por un puñado de dólares, de Sergio Leone (1964), donde el cowboy Clint Eastwood hace lo propio en el polvoriento Oeste. Y la maravillosa Entre dos fuegosde Walter Hill (1996), donde Bruce Willis hace otro tanto. ¿Cuán contemporáneo se ha mantenido? Solo hay que echar un vistazo a la última revisión de Red Harvest en HBO.

Se llamó Deadwood.

De La llave de cristal hay dos versiones cinematográficas, la dirigida en 1935 por Frank Tuttle, la mejor adaptación, y la estrenada en 1942 por el Suart Heisler con Veronica Lake y Alan Ladd. Aunque quizás la genial Miller’s Crossing de los hermanos Coen, con el admirable actor irlandés Gabriel Byrne, sobre cuyos sentimientos gira la historia, estoico, cínico, pétreo y amoral, sea la mas maravillosa versión de la novela de Hammett.

La MGM pagó veintiún mil dólares por derechos de autor antes de la ubicación de El hombre delgado, libro que constituyó el verdadero boom de la obra de Hammett. El locuaz y divertido Nick y Nora Charles, fascinaron y encarnaron la sofisticación de un mundo libre, moderno y encantador reproduciendo, con matices, la anticonvencional relación de Lillian Hellman y Dashiell Hammett, en la película rodada en ocho días por Van Dyke y protagonizada por Maureen O’Sullivan y William Powell.

—Dime algo, Nick. Dime la verdad: ¿cuando estabas forcejeando con Mimi, no tuviste acaso una erección?

—Oh, un poquito.

Los ingresos fueron enormes.

Un taquillazo.

Ese año de 1930, Hammett afirmó que ganaba el doble cada mes de lo que en un año ganaba el trabajador estadounidense promedio, hundido en la mayor crisis económica conocida. Y lo gastó todo, en estrellas y suites de hotel y limusinas y choferes y licor de contrabando y noches clandestinas.

Y ya más nunca escribiría.

El silencio de Dashiell Hammett

Las últimas décadas de vida de Hammett están presididas por su silencio como escritor. Tal mutismo ha tenido las explicaciones más disimiles. Han llegado a emparejarlo otras retiradas de envergadura como la de Melville, Sibelius, J.D. Salinger o Rimbaud. En la década en que Giacomo Rossini se refugiaba en su silencio, Hammett se reconocía incapaz de escribir, vacío. Se ha sugerido que la razón fue la bebida, la enfermedad y otras actividades que interfirieron, incluso la supuesta vampirización por parte de Lillian Hellman que lo agotó.

Sin embargo, un penetrante ensayo de Margaret Atwood, quien siempre ha estado intrigada por la personalidad y la obra de Dashiell Hammett, sigue las pistas para encontrar la historia real del novelista bebedor impenitente y mordaz, encarcelado por McCarthy. Señala su ambición de altos estándares: “Hammett quería ir a la ‘corriente principal’ —para salir de lo que él sentía era el círculo limitante de la escritura criminal— y eso fue un gran salto”.

Para entonces era famoso y rico, pero también estaba bebiendo y gastando dinero, a un ritmo pródigo. No obstante, Atwood ha considerado que quizás, su problema fundamental era con el lenguaje. Ya en 1956 había dicho: “Dejé de escribir porque me repetía”… “Es el principio del fin cuando descubres que tienes estilo”.

“Y tenía estilo —escribe Atwood—, o más bien un estilo: una herramienta educada que había trabajado y pulido, pero un implemento en gran parte de su primera época. Posiblemente ya no podría conformarse con un idioma igual a la ocasión; o más bien, la ocasión en sí había pasado. Por los años 40 y 50, la escena había cambiado radicalmente, y él debe haberse sentido fuera de su elemento. Ya no podía ir a la ciudad en el idioma, porque ese tipo de ciudad ya no existía”.

Aunque tal vez sea Nathan Ward quien en Un detective llamado Dashiell Hammett dé en el blanco: “Creo que dejó de publicar por varias razones. Esperaba durar mucho menos tiempo por culpa de la tuberculosis y vivió a lo grande una vez que vio que tenía dinero. Pero la razón más profunda para explicar por qué dejó de publicar es que quería ser visto como un novelista legítimo, como Hemingway, y no como el rey de los escritores de novelas criminales, cosa que ya era”. No consiguió terminar ninguna de las novelas más literarias que intentó escribir después, en los años treinta. Se tuvo que conformar con ser el autor de Cosecha roja y El halcón maltés.

Que no está mal.

O como señala Steven Marcus, al igual que Flitcraft, vive con la constante sensación de que ha levantado la tasa de la vida, y “en este mundo infinitamente equívoco, interminablemente fraudulento y brutalmente adquisitivo”, al que él ha sido arrojado, que él ha querido descomponer, desbaratar y desenredar, para desenmascarar las invenciones y falsedades de los demás, que él vive de acuerdo a su propia ética, carecía completamente de sentido.

“Dejé de escribir porque me repetía”.

O como dijo James Ellroy, aquel mítico rechazo del contrato para asesinar al líder sindical de la Anaconda en abril de 1920, durante una huelga de mineros en Butte, las minas de cobre de Montana, en que los guardias de la compañía dispararon contra mineros en huelga cerca de una mina de Anaconda Copper Mining Company, asesinando al minero Thomas Manning e hiriendo a otros dieciséis. Evento conocido como Anaconda. Masacre vial, que se habría convertido en su obsesión. Fueron demasiadas contradicciones sin conciliar. Y eso hizo estallido en su obra y en él. Y su carrera se detuvo.

Como decía del agente de la Continental: “cincuenta años de trabajo como detective le habían dejado totalmente insensible a todo”. Y como refiere la célebre cita de Nietzsche: “El que lucha contra el monstruo debe tener cuidado de no convertirse en un monstruo. Cuando miras el abismo durante largo tiempo, el abismo comienza a mirar en tu interior”.

Y el abismo lo miró.

Vivió otros veintiséis años.

Cierta noche de finales de enero del 60 —cuenta Diane Johnson— el teléfono sonó en casa de Lillian Hellman y esta salió en plena oscuridad al hospital. “Rápido, acérquese a la cama —le dijo la enfermera— y grítele al oído tan fuerte como pueda”. Ella gritó. Y él, devuelto por la muerte unos segundos, la miró, sobresaltado.

“En su rostro ella pudo ver la mirada del terror; durante un instante, de profundo temor”. Luego entró en coma y el médico dijo que ya no se recuperaría. Murió dos días después.

Aunque Hammett no había querido un funeral, ella escribió un panegírico y lo leyó con voz firme: “Dash escribió acerca de la violencia, pero sentía desprecio por ella, y por tanto, sentía desprecio por las heroicidades… Creía en el derecho del hombre a la dignidad, y jamás durante toda su vida jugó a otro juego que el suyo propio: nunca mintió, nunca fingió, nunca se rebajó”, dijo Lillian en la homilía.

Veterano Dashiell Hammett de dos guerras, pudo, por tanto, ser enterrado como él deseaba, en el Cementerio Nacional de Arlington.

 

 

 

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