Democracia y PolíticaHistoria

De la Democracia a la Restauración

En qué momento se jodió el Perú, se pregunta Santiago Zavala en el inicio de Conversación en La Catedral. En un futuro no muy lejano es posible que los historiadores políticos se interroguen: ¿cuándo se jodió la incipiente democracia en México? Ya sea que tomemos como fecha efectiva de su instauración 1997, cuando terminó el gobierno unificado, o el 2000 con la alternancia en la presidencia, los años de gobierno democrático han sido marcados por un malestar crónico con el régimen político.

La democracia nació con la desconfianza del poder unificado como marca de nacimiento. Fue, en buena medida, una consecuencia de la presidencia imperial del periodo posrevolucionario autoritario. No es nueva esta desconfianza en la historia del país. Al comienzo de la república, tras la caída de Iturbide, se estableció un triunvirato para no concentrar el poder ejecutivo en una sola persona. El saldo de las monarquías sexenales del PRI fue muy similar. Al comienzo del periodo democrático el electorado quiso que el partido del presidente no tuviera el control del Congreso. No era gratuito, porque el control del poder legislativo —y del judicial— había sido una de las señas de identidad del régimen autoritario. Así, durante todos esos años, y hasta las elecciones de 2018, los electores se negaron a reconstituir las bases del poder del antiguo régimen. No pocos observadores se mostraron entonces impacientes con esa aversión de la sociedad mexicana a la concentración del poder político. El saldo general del periodo fue el atasco de la maquinaria de gobierno. Las transformaciones que requerían de una clara mayoría se volvieron difíciles de lograr. La elección de 2000, con lo importante que fue, no movió al electorado de esa desconfianza. La parálisis se tradujo en descontento y frustración. Los críticos adujeron que el poder mayoritario en una democracia era perfectamente legítimo y no debía ser mirado con los ojos del pasado. El pasado, sin embargo, estaba con nosotros. Me interesa hacer la historia de cómo sucumbió el escepticismo del poder porque ahí está una de las claves que explica la salida política que eligieron los votantes mexicanos en el verano de 2018.

Ilustraciones: Kathia Recio

La historia de la democracia mexicana no es pacífica: está manchada por la sangre. En 2010 el país descubrió que uno de los problemas, la violencia y el crimen organizado, se había convertido en el asunto existencial de la sociedad. Desde el 2008 comenzó una escalada de violencia que no ha visto aún su fin. Un Estado que por décadas se creyó fuerte se reveló frágil y rebasado por un fenómeno que no entendía cabalmente. Felipe Calderón se lanzó a combatir al crimen organizado sin los recursos necesarios para derrotar a un enemigo que desafiaba al gobierno en múltiples dimensiones. La política de militarizar la seguridad pública fue una decisión crítica cuyas consecuencias experimentaremos durante décadas. La democracia introdujo en México al Ejército como uno de los actores políticos centrales. No quiere decir que en el periodo autoritario no hubiera tenido un papel; lo tenía, pero no descansaba en él la seguridad física, material, del país. El fracaso de Calderón por contener la violencia bárbara que se desató con furia ocasionó que los electores votaran por quienes decían tener experiencia probada de gobierno. El regreso del PRI a la presidencia en 2012 fue producto del talante conservador, adverso al riesgo, del electorado. Sin embargo, el saldo de miles de muertos se reflejó no sólo en las urnas, sino, sobre todo, en la conciencia colectiva de la sociedad mexicana. La democracia mexicana sería una democracia bárbara, acostumbrada a la atrocidad, a la crueldad indecible y a la deshumanización. El horror marca todo el periodo: de la matanza de migrantes en San Fernando en 2010, pasando por el punto de no retorno de los estudiantes asesinados en Iguala en 2014, hasta el asesinato de mujeres y niños mormones en Chihuahua en 2019. En efecto, una de las coyunturas críticas del periodo fue la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa. Ese evento marcó un punto de inflexión del cual no habría vuelta atrás. A partir de entonces la sociedad mexicana fue presa de la indignación: un impulso moral que sacudió al país, pero que no se tradujo en una salida política ni institucional a la crisis social y humanitaria que el país padecía. El hijo bastardo de la indignación es el voluntarismo. Lo que sí hizo fue arrasar con el incompetente gobierno de Enrique Peña Nieto, marcado por escándalos de corrupción y conflictos de interés, como el de la Casa Blanca, revelado por un equipo de investigación periodística en el espacio radiofónico de Carmen Aristegui. Ayotzinapa sirvió como un catalizador para que el difuso malestar que existía desde el inicio del periodo se transformara en un intenso descontento que empezó, lenta pero seguramente, a erosionar la prevención contra el poder político concentrado en México.

En 2010 la muy incipiente construcción institucional de la democracia mexicana experimentaba presiones políticas significativas. A partir de entonces todo el entramado crujiría y tronaría como el casco de una nave atrapada en el hielo. El IFE, la joya de la corona de la transición mexicana, había salido mal parado de la contenciosa elección del 2006: una clase política deseosa de restablecer los equilibrios de gobernabilidad lo había intervenido a través de la reforma electoral de 2007, que descabezó a su presidente. El patrón se repetiría y los intentos de captura e intervención políticas se volvieron frecuentes. Las cuotas partidistas se normalizaron en los organismos autónomos. Algo fallaba en la máquina de la democracia mexicana. Era un aparato nuevo, pero se mostraba decrépito. Para mediados de la década parecía haber muy pocos frutos tangibles de la democracia. El federalismo había sido uno de los mayores fiascos. Los gobernadores en numerosos estados se mostraron como hábiles, o burdos, cleptócratas que saquearon al erario. Coahuila, Veracruz y Chihuahua y muchos otros casos más probaron que la devolución del poder a los estados sólo había creado virreinatos de impunidad. Así, una de las banderas clave de la transición democrática cayó por los suelos: la descentralización del poder político. El experimento con el federalismo fue breve y desafortunado. Mucho antes de 2018 ya se había comenzado a formar un nuevo consenso: era necesario volver a las formas centralizadas de poder en la seguridad, en la educación y en muchas otras áreas.

A finales de 2014 Jesús Silva-Herzog Márquez escribió: “El encendedor de las elecciones no fue suficiente para implantar un régimen que merezca calificativo de democrático. Tal vez ahí estuvo nuestra ingenuidad. Creer que la alfombra electoral puede extenderse en una casa sin piso. Desenrollar el tapete de las elecciones sobre el vacío del Estado, la burla de la ley y el paño roto de la comunidad”. Las señas de la política mexicana eran entonces “pluralismo sin ley, competencia sin contrapesos, arbitrariedad descentralizada, poderes sin responsabilidad, plutocracia alternante. ¿Qué nombre describe el régimen que padecemos?”.1 Hoy sabemos que esa criatura grotesca, que ayer nos parecía inaguantable, era la democracia: la desfigurada, fea y renca democracia. La crítica que surgiría en 2018 no sería reformista: cuestionaría de raíz sus arreglos institucionales. No pretendía evitar la captura de los organismos autónomos que declararía infundada, por fallida y por antimayoritaria, su existencia misma.

De la democracia esperamos mucho y parte de su aparente fracaso radicó en ello. Entonces me pareció que el enojo tenía “tres variantes distintas. La primera se relaciona con las expectativas que los mexicanos teníamos de la democracia. Durante las décadas que precedieron a la alternancia, la democracia fue una diosa a la que se le rezaba y de la que se esperaban toda clase de bienes terrenales y del más allá. La democracia traería un maná de desarrollo económico, igualdad social y Estado de derecho. Le pedíamos peras al olmo. En segundo lugar, como muchos otros países con un pasado autoritario, idealizamos a la democracia. Los mexicanos están insatisfechos con su gobierno democrático no sólo porque no les ha provisto de los bienes sociales que a menudo se esperan, de manera realista o no, de la democracia, también están descontentos por la brecha que perciben entre su concepción idealizada de la democracia y la forma de operar de las instituciones democráticas existentes”.2 También se hicieron evidentes las patologías democráticas en un Estado débil. El descubrimiento más brutal fue que ese régimen no cumplía con los requisitos mínimos del Leviatán: el monopolio legítimo de la violencia. El absurdo era palpable: mientras que la radio difundía las reformas de “segunda generación”, como la protección de datos personales, la televisión mostraba regiones enteras del país sustraídas al poder del Estado y en manos de los delincuentes. Dejamos de fumar en los restaurantes, pero nos matábamos en ellos.

El 2014 es crítico para entender la suerte de la democracia mexicana. En el futuro volveremos a ese año en busca de claves para explicar el presente. Dos décadas atrás, en 1994, ocurrió algo similar: se quebraron la política y la economía del país. Aunque menos evidente, la trascendencia de 2014 no es menor. No sólo por la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa y los escándalos políticos, sino porque ese año se formó el partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Por primera vez aparecía en México un gran partido personalista; no una organización/negocio como el Partido Verde y similares, sino una opción dispuesta a hacerse del poder político.

El meteórico ascenso de Morena no es comprensible sin el agotamiento del sistema de partidos que nació poco antes de la instauración de la democracia. Durante casi treinta años existió en México un sistema tripartidista estable: PRI, PAN y PRD se disputaron el poder periódicamente. La instauración a la democracia consolidó ese sistema, hasta que se colapsó sorpresivamente en las elecciones de 2018. El comienzo del fin del sistema de partidos en México como lo conocíamos puede rastrearse a la firma del Pacto por México en diciembre de 2012. En sus inicios el gobierno de Peña Nieto fue capaz de sentar a la mesa a los partidos de oposición para negociar un ambicioso paquete de reformas estructurales que tenía por objetivo completar el proceso de modernización que había iniciado Carlos Salinas de Gortari veinte años antes. Como Carlos Salinas, cuando logró el TLC, los firmantes no sospechaban que poco tiempo después de firmar ese acuerdo serían barridos por una ola populista. Lo que debió ser la culminación de la modernización del país se convirtió en la antesala de una nueva era política. En una narrativa que ahora se nos antoja arcaica, para los autores del Pacto por México el problema de fondo del país era un proceso trunco de modernización. El relato hegemónico de la democracia mexicana era uno de metas inconclusas, en parte por la ausencia de un mandato popular claro para llevar a cabo las reformas faltantes. Por un instante ese mandato pareció materializarse. La iniciativa (que contempló una reforma educativa significativa y otra energética, que abrió la exploración del petróleo a la iniciativa privada internacional) era prueba de que existía en las dirigencias de los tres partidos un piso común.

El acuerdo entre los tres partidos despareció en el imaginario político a la oposición. Si todos cooperaban, nadie se oponía a la política del gobierno. Las consecuencias de la desaparición simbólica de la oposición fueron enormes. Por un lado, Andrés Manuel López Obrador, después de fracasar por segunda vez en ganar la presidencia de la república, decidió abandonar el PRD y lanzarse a la aventura de fundar su propio partido político. López Obrador se convirtió entonces propiamente en un caudillo, algo que no había sido hasta ese momento. El PRD lo había contenido: ahora estaba libre para conducir una política personalista que el país no había visto en un siglo. López Obrador se mantuvo al margen del consenso liberal y rechazó las reformas “neoliberales”. Así se convirtió en la única oposición al gobierno. Los saldos políticos del Pacto son claramente negativos, sin embargo, debe decirse que en un contexto de gobierno dividido un acuerdo de ese tipo parecía la única salida a la trabazón política. Tal vez en otras condiciones la política consensual habría tenido otros resultados.

El subsuelo sobre el cual se erigió el Pacto por México era fangoso. Estaba compuesto por un malestar informe pero generalizado con el estado de cosas. No había un rechazo ideológico claro en la población a ninguna de las reformas estructurales (excluyendo, por supuesto, a los grupos directamente afectados, como la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación). La estridencia de la denuncia del “neoliberalismo” era entonces apenas un murmullo en algunos sectores. La desazón no hallaba aún su voz. Sin embargo, ese malestar mutó en indignación y hartazgo en 2014 a causa de Ayotzinapa y los escándalos de corrupción. Para capitalizar la ola creciente de descontento y frustración sólo quedaba una opción, que se había mantenido al margen del acuerdo tripartidista. A un año de su creación el partido del caudillo tuvo ya logros significativos: en la elección intermedia de 2015 Morena se colocó como la cuarta fuerza política nacional. Su estrategia había sido, primero, desfundar al PRD, cosa que logró rápidamente. Después, conforme la probabilidad de conquistar la presidencia se materializaba, capturó militantes y cuadros de los otros dos partidos. Durante la segunda mitad del sexenio de Peña Nieto, Morena creció exponencialmente. Con todo, nadie anticipó el tsunami electoral a su favor que se produciría en las elecciones de 2018. De la bruma del malestar y la indignación emergió un ser que en su vocación por integrar, reconciliar y dominar semejaba a otro ente que, como ave fénix, parecía renacer de las cenizas de la democracia mexicana: el PRI. Del caos democrático, el orden regimentado, liderado con mano firme por un caudillo moral: Andrés Manuel López Obrador. Debe decirse, sin embargo, que el PRI no era una máquina personalista, dependiente de un caudillo. El régimen posrevolucionario encontró una forma de evitar el caudillismo al recurrir a la rotación del poder. Nada parecido existe en el partido personalista, cuyo eje único es el líder. Sólo él mantiene esa coalición de intereses y ambiciones unida. Para encontrar algo similar a Morena es necesario remontarse al porfirismo y a su sistema de intermediaciones personales que aseguraba la estabilidad. Desde Díaz el país no se había entregado a los brazos de un caudillo redentor como lo hizo con Andrés Manuel López Obrador.

El efecto de la elección de 2018 sobre el sistema de partidos fue devastador: se reconfiguró en otro distinto, presidido por un nuevo partido hegemónico con el PAN como disminuida segunda fuerza y el PRI y el PRD como partidos enanos cuya supervivencia quedaba en entredicho. Así, el PRI moría cuando renacía. Lo que queda bajo la siglas del tricolor es la piel mudada de un ser que ya no la habita, que está en otro lugar.

El periodo 2010-2019 fue para Acción Nacional un descalabro. Comenzó la segunda década del siglo XXI en el poder, pero no logró retener la presidencia en 2012. Calderón le entregó el poder al PRI. Seis años después, a pesar del desprestigio del gobierno de Enrique Peña Nieto, volvió a perder la contienda. Ninguno de sus candidatos presidenciales logró acercarse al primer lugar. En esos años el PAN perdió varias gubernaturas y a partir de 2012 entró en un proceso de luchas intestinas que lo dividió e hizo que una parte de sus cuadros dirigentes abandonara el partido. En la elección del 2018 Margarita Zavala se presentó a la elección como candidata independiente.

A partir de 2015, posiblemente con la aparición en escena de un nuevo partido ligado orgánicamente a Andrés Manuel López Obrador, empezó a desaparecer la reticencia a concentrar el poder en la sociedad mexicana. Entregarlo a un solo hombre —no un partido— se insinuó como la solución al descontento sistémico.

La incipiente democracia mexicana procuró la alternancia en el poder entre el PAN y el PRI, pero tal vez el problema central fue la ausencia de un gobierno de izquierda. Es muy probable que un gobierno del PRD en 2012 hubiera enfrentado un gobierno dividido con las mismas restricciones que Fox, Calderón o Peña Nieto. La ilusión voluntarista habría sido atemperada por las duras realidades económicas y sociales del país: la arbitrariedad sistémica, la precariedad institucional y la debilidad estructural del Estado mexicano. Hay también un innegable componente generacional. Los votantes que por primera vez acudieron a las urnas en 2018 tenían 10 años en 2010. Para ellos, y para muchos otros mexicanos, el régimen posrevolucionario autoritario es tan lejano como la Reforma o la Revolución. Un segmento demográfico importante no tiene memoria personal del país de antes del malhadado “neoliberalismo”. Lo único que conocen son las magras cuentas de la mediocre democracia mexicana. Por eso la propaganda de “no podríamos estar peor” resonó en él. Así, la reticencia heredada del pasado acabó por ceder a la ilusión del reconstituir el poder presidencial omnímodo; una ilusión que no se atreve a decir su nombre.

Ante la cruda democrática el país decidió fugarse hacia adelante, evitar el malestar bebiendo del cáliz de la esperanza voluntarista. Si entre 2010 y 2018 ocurrió una cruda democrática, una decepción por las expectativas no cumplidas de la democracia, en el 2018 el país decidió curarse esa resaca con litros y litros de aguardiente. La ilusión es que la cruda podía ser evitada indefinidamente. Sin embargo, es un error creer que los factores estructurales que lastraron a los tres gobiernos de la incipiente democracia mexicana entre 2000 y 2018 desaparecerán por arte de magia: ni las restricciones al crecimiento económico sostenido (necesario para cualquier política distributiva real) ni la corrupción ni la catástrofe humanitaria ni la captura de regiones enteras del país por el crimen organizado tienen soluciones voluntaristas. Sin considerar los hitos políticos de los últimos nueve años es imposible entender por qué al final de 2019 nos encontramos a las puertas, abiertas de par en par, de una restauración del régimen autoritario en México.

 

José Antonio Aguilar Rivera
Investigador del CIDE y autor de La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 y Cartas mexicanas de Alexis de Tocqueville, entre otros títulos.


1 Jesús Silva-Herzog Márquez, “El gobierno de la corrupción”, Reforma, 8 de diciembre de 2014.

2 “La cruda democrática”, Tribuna Milenio, 23 de marzo de 2015, https://www.milenio.com/tribuna/la-cruda-democratica

 

 

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