De la nomofobia a la censura en la web
Habíamos creído que el advenimiento de las redes sociales era un avance notorio hacia la libertad, un cierto estado de anarquía feliz, o quizás de anomia necesaria ante la rutina de la vida regulada y sistematizada.
Hasta no hace mucho tiempo la vida familiar se desarrollaba ante una pantalla televisiva. Acá, en Estados Unidos o en la India, la televisión era la suministradora (y elaboradora) del mensaje que le llegaba a la masa. Por eso “la política” le permitía -a quien la recorriera- adquirir información de primera mano, y eso hacía que esa tarea fuera un espacio casi sacro porque, desde allí, se podía “saber” y “conocer” lo que el común de la gente no accedía.
La televisión informaba de los procederes sacerdotales de los políticos. Eran los “jefes de la tribu” que sabían más que el resto de los mortales y con liturgias mediáticas le comunicaban al público los saberes profesionales.
Algo sucedió que en el presente creímos que –con la redes sociales- podíamos decir, vociferar y esculpir la estatua que se nos antojara porque la tecnología nos abría un fiordo para llegar a tierra firme. Fue como que recuperamos el aliento, una libertad que no conocíamos nos inundó los pulmones de oxígeno y casi nos deja sin conciencia de tanto respirar.
La gente, en buena parte del planeta, como antes fumaba cigarrillos al ver a los actores reproducir esos comportamientos en las películas (y así cada uno se creía que era Elizabeth Taylor o Gregory Peck) ahora se hizo adicta a los teléfonos portátiles. Nació así la nomofobia (temor obsesivo a no poder utilizar el teléfono móvil para comunicarse), la adicción al teléfono celular con todos los items de una adicción típica: prominencia, euforia, tolerancia, abstinencia, conflicto y recaída. (Etapas perfectamente descriptas por James Roberts como señales de la adicción al celular).
Los aparatos nos acortaron la distancia humana con los seres que amamos a la vez que nos introdujeron en cosmogonías de distinto valor y naturaleza alejándonos de la realidad terrenal. Curiosa ambigüedad. Vamos de hablar con un hijo o una madre (en clave de amor) a mirar cómo decapitan presos en una cárcel de Brasil -que nos pasa en un video el morboso del grupo de WhatsApp- y todos lo miramos, hasta ver una comedia ligera que nos evada de la realidad en formato Netflix. Todo en el mismo aparato con el que también a través de WhatsApp recibimos órdenes de los jefes que ahora nos monitorean la existencia por allí. Si no fuera real, lo que estoy describiendo sonaría a Isaac Asimov 50 años atrás. Sin embargo, es la cotidianeidad con la que vivimos a diario. Y ni que decir de la privacidad violada con los GPS y las pantallas por todos lados. George Orwell nos resulta un escritor ingenuo.
Y la adicción no es menor, acá arrancan las nuevas patologías de los tiempos que llegaron. El “enganchado” al teléfono, el que no consume menos de seis o siete horas dentro del mismo empieza a ser el homo telefonicus, que vive allí, llora allí, siente allí y hasta realiza su vida íntima allí. Sí, somos dependientes del aparato y no nos damos cuenta: típico asunto de adictos. (Y más en medio de una pandemia que confinó a medio planeta).
Tenemos la vida metida en el teléfono móvil, por eso, cada dos o tres años –ante la presión y la obsolescencia programada- millones y millones de personas “sienten” que tienen la obligación de cambiar sus teléfonos portátiles. La necesidad de mercado se hace real. Cada vez los cargamos con mayor memoria y cada vez surgen aplicaciones virtuales que se nos transforman en reales al aterrizarlas físicamente.
El “hecho social” nunca estuvo tan claro como ahora desde dentro de estas pequeñas computadoras, en realidad, eso es lo que activan los teléfonos celulares del presente. Hace rato que pasa lo descripto solo que ahora está explotando de forma masiva y nos impresiona un poco más. Durkheim, sin embargo, sigue vigente; el hecho social no importa dónde se produzca y cómo se produzca, sino “que” se produzca.
O sea, estábamos en lo binario de los medios masivos: ellos ofrecían y nosotros consumíamos los productos que la publicidad elaboraba para que los medios existieran y siguiera así el eterno devenir. Corsi e recorsi.
En pocos años se consumó la irrupción de las plataformas de internet o de la web, donde el desahogo del formato libre nos enganchó y así nació un mundo, un mercado (existía en realidad, nunca se inventa el mercado, solo se descubren sus necesidades. Philip Kotler básico).
Las redes sociales han sido todo un problema para el juego de poder. Luego de lo de Cambridge Analítica, las denuncias de Wikileaks o cualquier youtuber habilidoso -que con algo de destreza narrativa construye un relato y tiene más público que productos hiperprofesionalizados- todo eso hace nacer “influencers” reales y falsos. No todos son influencers los que nos dicen que lo son. Acá el mercado aún está papando moscas.
Si nos guiamos por los seguidores, se puede caer en la estupidez de creer que el número per se valida algo. Falso, hay afamados personajes con millones de seguidores que son solo eso, y nadie emularía sus procederes por nada del mundo a pesar de sus volúmenes de fans. Los seguimos para memeizarlos. Así como hay otros, que sí, que saben que los siguen millones de personas y que de veras influyen en el diario vivir. Es cualitativo el asunto, no cuantitativo.
Como el capitalismo solo está delante del propio capitalismo, inmediatamente se apropió de todo y sin plan preconcebido en ningún lugar del mundo –donde solo gente muy especial cree que se construye el poder bajo teorías de conspiración donde un club privado decide el destino del planeta- simplemente los más “aptos” arman los productos que las masas “necesitan” (o desean) para su desahogo. (Se equivoca Joseph Schumpeter con su teoría de la destrucción capitalista. Acierta Steven Pinker. Ya verán cómo la vacuna contra el Covid nace en el corazón del capitalismo y ese día el profesor Pinker festejará en su casa diciendo: tengo razón.) Luego, le agregan valor al producto inventado y así pendulamos desde Netflix (los humanos amamos la recreación y necesitamos consumir historias todo el tiempo) a los gladiadores modernos que son el fútbol planetario, con los coliseos de estos tiempos que son esos estadios gigantes con servicios de todo y confort para ciertas clases sociales. (Ver al Barcelona en estadios vacíos nos patentiza que algo se quebró de manera grotesca).
El Covid-19 nos mostró nuestro grado de adicción a cualquier cosa. Vimos desde una serie policial finlandesa hasta programas de comidas en Filipinas. Y todo fue todo. Por eso internet explota y explota. Por eso no hay banda ancha que resista. Y por eso la gente vive adentro de un teléfono. Textual. Repito: somos nomofóbicos.
No creo en el tremendismo que Byung Chul Han le asignó a la muerte considerándola “no democrática” (por éste presente delirante que nos tocó vivir) y rotulando al Covid-19 como un “rayo” que castiga más los trabajadores pobres de origen inmigrante de las zonas periféricas de las grandes ciudades. No es lo que vimos en los residenciales de ancianos en Suecia o en Italia del Norte donde morían adultos mayores ricos al por mayor. Ese infantilismo de creer que los ricos se salvan por ir a sus casas de campo seduce como mirada en la vieja clave marxista, tengo claro que B.C.H. no lo es, pero con su simplificación pareciera caer en esa impostura infantil. Con franqueza ya aprendimos que los problemas complejos se resuelven con respuestas que saben sortear el caos y no con miradas de sencilla adhesión por encontrar “el enemigo” oculto en algún lado.
La fiesta de internet y las redes sociales fue tan tremenda que los desbordes son dolorosos. Gente que consideró lesionada su existencia por dichos en la red, lesiones al honor, a la autoestima y a lo que sea: abundan. Y dentro de los teléfonos celulares también sobra la difamación y la intolerancia.
Digamos la verdad: ha muerto gente por lo que otros les dijeron, les reprochaban, los insultaban. Se han suicidado jóvenes por lapidaciones orales en la web. Hay disciplinas académicas de estos menesteres y hoy por suerte hay delitos que instalan algo de justicia al que verbaliza agravios extremos en una red social. No estoy hablando de nada que el lector no conozca. Y seguramente siga muriendo gente por dichos, expresiones o videos adentro de la biósfera de la red. La realidad está allí, y lo que está allí es la realidad. Fin del asunto, las pruebas jurídicas se estriban allí y el discurso de quien sea, si no es tuiteado con algún hilo, es sencillo, no existirá. El WhatsApp que hace rato que sirve de prueba en las fiscalías y los jueces penales lo usan para encuadrar delitos. Esta es nuestra realidad.
Sin embargo, la miseria caníbal de las redes siempre puede un poco más que el menú preconcebido y políticamente correcto que los medios de comunicación planetarios elaboran. En realidad, las redes sociales son morales o inmorales (al intelectual y al analista les da lo mismo, ya lo sé, pero son asuntos distintos, por eso la gravedad de lo que viene). La inmoralidad es una forma moral de ser. Y cada uno sentirá que está en un plano o en otro según el umbral que posea o los valores a los que refiera. Para mi no es inmoral algo y para el lector sí. O al revés. ¿Quién tiene razón?
Lo que no imaginábamos era que el monstruo (las redes sociales) cual Cronos se devoraría a sus hijos y que los teléfonos nos harían dependientes de ellos casi de manera sumisa. El teléfono es la nueva deidad a la que adorar, rendirle pleitesía y vivir en sus claves.
Y así, en medio de esta alienación internética-telefónica nacen las censuras en internet, en Youtube o en Twitter. ¿Asunto chequeado? ¿Esto se me permite verlo? ¿De veras las plataformas creen que pueden manejar un patrón valorativo para permitir o no permitir qué decir, qué comentar y qué publicar?¿No se entiende acaso que eso es un enclave para el estado de derecho de cada país o para que el derecho público internacional regule bajo normas de racionalidad colectiva? ¿Quién dentro de una plataforma se considera con el derecho de habilitar o deshabilitar mis dichos? ¿Quién mide el valor moral del decir argentino, filipino o griego? ¿Por el hecho de ser una empresa privada –la que administra el emprendimiento- tiene la potestad de vetarme a mí porque no le gusta mi apellido o mis pareceres?
Tengo la impresión que las redes están fuera de control, que el volumen de flujos que van de un lado para el otro es tan enorme que no hay cómo organizarlo aún con patrones universales medianamente lógicos.
Obviamente, hay límites que deben existir (los límites son derechos que estamos protegiendo, no salte el lector de su silla molesto con esa expresión, entienda –por ejemplo- que videos de pedofilia son inaceptables). ¿Pero cuáles son los patrones que definen esos límites?¿Se puede en las plataformas públicas elaborar esos criterios sin atender la voz del usuario? ¿El usuario, el consumidor, el cliente, acaso el “ciudadano” no es el rey de la voluntad soberana? ¿Qué hacen unos señores y señoras autoerigidos en la voz moral definiendo lo que podemos ver o no ver? ¿Alguien los votó para jueces para ostentar semejante poder?
Advierto, además, que los equipos que bajan o censuran material en las diversas plataformas se maneja con protocolos de difícil decodificación. ¿Los que chequean al presidente de los Estados Unidos en Twitter son los mismos que miran lo que escriben los gobernantes de cualquier otro país? (Elija el lector desde Noruega hasta Cuba).
¿Puede la inteligencia artificial desde su púlpito absoluto erigirse en censor intra redes solo por el uso de adjetivos o sustantivos que no se admitan por parte de sectores de la población mundial?
No sé, tengo la sensación que nos costará cada vez más saber la verdad. Nunca imaginé que con tanta información a la vista sería tan difícil saber qué es cierto, qué es un invento o una fake news. Me ha sucedido que ante el mismo hecho descripto por personas distintas, que le suministran contextos valorativos diversos, se me hace difícil saber quien está diciendo la verdad. Y estoy mirando el hecho en sí mismo, pero –como en un juicio- las atenuantes, las agravantes, las eximentes de pena, las valoraciones subjetivas, todo me cuesta más comprenderlo en el presente. (Una grabación recortada no me dice mucho, o lo que es peor me induce a pensar mal de manera artificiosa, un libro escrito con intención de denostar me puede inducir a error, un video recortado me puede dar la impresión de correcta performance de alguien que se defiende cuando quizás era lo opuesto a lo que vi).
Por eso, al final del camino, gente como la BBC, por referir un ejemplo valioso, son de los pocos que suministran tranquilidad, porque en general no tironean demasiado, buscan producir una narrativa limpia y se cuidan de no “embanderarse” con lo que procuran mostrar como evidencia empírica. De allí que la tendencia actual sea buscar “medios confiables” atentos a la crisis de confiabilidad que nos sofoca.
Lo real es que en tiempos de nomofobia veremos cualquier cosa, nos engañaremos cada vez más y si nuestro sesgo cognitivo es limitado y no estamos dispuestos a sospechar de lo que nos resultó obvio, seremos carne de cañón para los que nos inducirán a pensar de manera errada.
Cada vez más “ser ciudadano” será una cuestión desafiante, no alcanzará con navegar en la red o recibir el WhatsApp del amigo ideológico sino que será una tarea detectivesca para no vivir luego llorando la milonga que nos comimos gato por liebre.
Manuel Juan Washington Abdala Remerciari (Montevideo, 8 de septiembre de 1959) es un abogado, político, profesor, escritor y periodista uruguayo.