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De las calles a la constitución: cinco años del estallido en Chile

En octubre de 2019 Chile vivió un estallido social que marcó un antes y un después en su historia contemporánea. Las manifestaciones, que inicialmente surgieron como respuesta a un aumento en el precio del metro, se transformaron rápidamente en un clamor colectivo por justicia social y cambios estructurales.

Sin embargo, a cinco años de esos intensos días de protesta, la situación actual refleja una profunda decepción para los chilenos. A pesar de los sacrificios humanos y las promesas de transformación y dos rechazos a propuestas de nueva constitución han dejado a muchos sintiéndose estancados y frustrados.

No es mi intención hacer juicios de valor sobre lo alcanzado hasta ahora, pero considero importante llevar a cabo una evaluación reflexiva de los cambios que ha experimentado Chile en este tiempo. Si bien se han registrado algunos avances, es esencial reconocer que las demandas de la ciudadanía, planteadas hace cinco años, siguen presentes en la agenda diaria de los chilenos.

La esperanza inicial de que los reclamos sociales encontrarían cauce en las instituciones existentes ha dado paso a una creciente desconfianza, producto de la falta de resultados tangibles. En este contexto, la pandemia y la crisis económica han complicado el panorama, dificultando aún más la materialización de las expectativas generadas por las manifestaciones. La respuesta del gobierno ante estos desafíos ha sido criticada, y muchos ciudadanos sienten que sus necesidades no han sido atendidas, lo que agrava el sentimiento de desilusión.

El proceso de redacción de una nueva constitución, que fue visto como un paso previo a una mayor inclusión y representatividad, ha resultado en tensiones políticas y una polarización social que ha minado la confianza en el sistema democrático. Además, las expectativas de un futuro más equitativo se han enfrentado a la realidad de un sistema que muchos consideran obsoleto y que no ha logrado adaptarse a las demandas de la sociedad actual. 

Tengo la impresión de que la interpretación del gobierno de Boric acerca de las demandas de la gente que salió a protestar en octubre de 2019 fue errónea, enfocándose únicamente en intentar crear una nueva constitución que reemplazara la dejada por el General Pinochet, antes de abordar las deudas sociales del país con sus habitantes.

Pero ¿cuáles son esas «deudas sociales» que reclama parte de la sociedad chilena? Un nuevo sistema de pensiones, salud y protección social, transporte público: un problema sin resolver, privatización del agua, educación y movilidad social, además de abusos y corrupción. Creo que para alcanzar esas metas son necesarias políticas públicas dirigidas a establecer un estado de bienestar aceptable.

Tras estos cinco años, Chile se mantiene como uno de los países más caros de América Latina, y las dos propuestas para reemplazar la Carta Magna fracasaron en plebiscitos populares. Con una pandemia de por medio y una severa crisis de seguridad, los chilenos ahora les restan importancia a las manifestaciones; la mitad de los casi 20 millones de habitantes del país considera que el estallido fue negativo para Chile.

El número de asistentes a los pocos actos que se realizaron para recordar “la marcha más grande de Chile” contrastó con los dos millones que marcharon en octubre de 2019. De acuerdo con la encuesta del Centro de Estudios Públicos, una fundación privada sin fines de lucro, en diciembre de 2019 un 55% de los chilenos decía haber apoyado las manifestaciones, mientras que hoy esa cifra apenas alcanza el 23%. La mitad de los entrevistados (50%) considera que el estallido fue “malo o muy malo”, mientras que un 30% lo ve como “regular”. Solo el 19% afirma que tuvo un resultado “bueno o muy bueno”.

Según esa misma institución, las principales demandas de 2019: acceso a la salud y mejora de las pensiones han pasado a ocupar un segundo plano en el debate público, dando paso a preocupaciones como la inseguridad, señalada como la prioridad número 1 por el 70% de los encuestados en una encuesta de la firma Cadem. Las encuestas de aquellos tiempos, como la elaborada por el CEP y publicada a finales de ese mismo año, reflejaron mejor las demandas de los chilenos: pensiones, salud, educación y salarios. Hoy, el orden de prioridades ha cambiado, y la versión de mediados de 2024 del mismo estudio muestra una población que cree que el Gobierno de Gabriel Boric debería centrarse en solucionar la crisis de inseguridad, seguida por la salud, pensiones y educación.

Es decir, las causas estructurales del malestar social siguen vigentes, sobre todo la desigualdad en el acceso a derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, tal y como lo expresó el Dr. Jan Jarab, jefe de ONU Derechos Humanos para América del Sur.

Es evidente que ni la derecha durante sus gobiernos, ni la izquierda en el poder han logrado abordar de manera efectiva la profunda crisis que atraviesa Chile desde el estallido social. Esta crisis, lejos de atenuarse, se ha intensificado con nuevos factores y desafíos.

Los intentos de canalizar las demandas ciudadanas a través de un proceso constituyente, que fracasó en dos oportunidades, no han revertido la situación. Asimismo, la llegada del actual gobierno, con su ambiciosa agenda de reformas estructurales, posteriormente descartada, tampoco ha proporcionado una solución duradera. La persistencia de esta crisis pone de manifiesto la complejidad de los problemas subyacentes y la dificultad de encontrar soluciones consensuadas.

Transcurridos cinco años desde el estallido, se observa un panorama mucho más incierto y, al mismo tiempo, pesimista en comparación con el primer semestre de 2019. Uno de los ámbitos que actualmente preocupa más es el económico, debido a la caída en la inversión, a la presencia de obstáculos para modificar la matriz productiva y a los avances del sector informal. Esto ha tenido repercusiones negativas en la generación de empleo y en la recaudación fiscal, al ampliar los márgenes para la elusión tributaria.

A los problemas económicos se suman los relacionados con la seguridad, generando un clima de temor en la población. La criminalidad organizada supera con creces, en frecuencia y en magnitud, cualquier forma delictiva existente hace más de diez años. Paralelamente, estallan escándalos de corrupción que comprometen a jueces, fiscales y altos magistrados, afectando la evaluación y credibilidad de la institucionalidad relacionada con la administración de justicia.

Asimismo, el Estado ha perdido la capacidad de asegurar el control sobre el territorio, como ocurre en zonas de la Araucanía, y frente a la apropiación del narcotráfico, que no solo afecta a las grandes urbes, sino también a diversas localidades del país, incluidas las del sector rural.

Bajo este panorama, no es casual que la simpatía que inicialmente despertó el estallido haya dado paso a una percepción negativa sobre el conjunto de eventos que lo acompañaron. Algunos expertos argumentan que el estallido social no terminó, sino que se transformó en una nueva etapa de la política chilena, caracterizada por una mayor polarización y demanda de participación ciudadana. Otros señalan que el proceso de recuperación y reconstrucción nacional aún está en curso y que el fin del estallido social se dará cuando se aborden de manera efectiva las causas profundas que lo originaron.

La pregunta sobre ¿cuándo terminó el estallido social? no tiene una respuesta sencilla. Es un proceso complejo que continúa dejando huella en la sociedad chilena, lo que sí es claro es que el acuerdo político-partidista del 15 de noviembre de 2019, marcó un hito importante, pero no puso fin a las demás demandas sociales y políticas que desencadenaron los hechos violentos de 2019. La dificultad de llegar a acuerdos con un Congreso fragmentado, donde el oficialismo no tiene mayoría, ha contribuido a conformar un panorama complicado. Medios políticos e intelectuales del país apodan al gobierno liderado por el señor Boric: “la esperanza que no despega”.

Pero no solo en Chile se vivieron momentos políticos difíciles, sino también en el resto de Latinoamérica. En Bolivia, las acusaciones de corrupción en las elecciones presidenciales motivaron movilizaciones que resultaron en la renuncia del presidente Evo Morales; en Ecuador, el descontento con políticas económicas y sociales causó un estado de protesta permanente durante varias semanas; en Colombia, la insatisfacción de diversos sectores sociales por las políticas del presidente Iván Duque se canalizó a través de un “paro nacional” que duró varios días.

Además, países como Perú, Nicaragua y Venezuela han presenciado desde 2018 protestas sociales en contra de la corrupción y el deterioro de sus regímenes políticos.

La conflictividad social es un síntoma de un problema estructural más profundo: la desconexión entre el Estado y la sociedad. La falta de respuestas a las demandas ciudadanas, sumada a la percepción de corrupción y desigualdad, genera un clima de desconfianza que se manifiesta en la defensa de los derechos ciudadanos como una forma de exigir un nuevo contrato social.

La debilidad institucional es un factor clave en la crisis democrática que enfrenta Latinoamérica. Un ejemplo alarmante y macabro de esa realidad es que gobiernos como los de Nicaragua y Venezuela muestran cómo líderes autoritarios pueden aprovechar las instituciones frágiles para consolidar su poder y socavar los principios democráticos. La falta de contrapesos efectivos y la captura de los poderes judiciales permiten a estos líderes gobernar de manera arbitraria y sin rendir cuentas.

Luis Velasquez

 

 

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