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De las razones en favor de la secesión

En 'Secesionismo y democracia' Félix Ovejero se pregunta si la secesión tiene alguna justificación en una sociedad democrática. Sin ánimo de hacer spoiler, la respuesta es un claro “no”.

I

Félix Ovejero no necesita muchas presentaciones. Es conocido por sus artículos en prensa, durante muchos años en El País y ahora en El Mundo, o por sus análisis y reseñas en la benemérita Revista de Libros o en Claves de Razón Práctica, donde colabora habitualmente. Pero también sus libros han rebasado las lindes de la academia para llegar a un público más amplio, siendo ampliamente citados y comentados, como ha sucedido con sus ensayos más recientes como La deriva reaccionaria de la izquierda (2018) o Sobrevivir al naufragio (2020), ambos en la editorial Página Indómita. Todo ello, que ahí está el mérito, sin renunciar a las exigencias de la buena argumentación, rigurosa y clara, siempre bien informada.

Esto lo saben bien quienes siguen sus entradas en su muro de Facebook, donde cuelga el último paper de psicología evolucionista o de behavioral economics. Esa curiosidad voraz es una de las señas intelectuales de Ovejero, pues en su trabajo siempre ha estado atento a lo que se hace en otras disciplinas científicas, vecinas y no tan vecinas. Su trayectoria no se entiende por eso sin ver que sus trabajos aúnan un excelente conocimiento, de primera mano, de las ciencias sociales con las mejores exigencias de la filosofía de corte analítico: de claridad conceptual, rigor lógico y atención a la evidencia empírica.

De ahí viene seguramente su reconocida aversión por los clichés y charlatanería al uso, académica y de la otra. Félix podría hacer suya perfectamente la divisa del “marxismo analítico”, que se atribuye a G. A. Cohen: “No bullshit!”. Pues si algo caracteriza su labor intelectual ha sido pensar con claridad acerca de cuestiones sociales y políticas relevantes, desbrozando la quincalla conceptual, la retórica confusa o los tópicos biempensantes que las recubren. De eso va su último libro, Secesión y democracia (Página Indómita, 2021).

En la extensa obra publicada de Félix Ovejero hay una clara continuidad estilística, en el modo de hacer filosofía, pero también temática. Aunque se ha ocupado de muchas cuestiones, señalaría dos grandes avenidas por las que discurren sus investigaciones:

Por una parte, lleva a cabo una sostenida reflexión filosófica sobre las ciencias sociales en sentido amplio, atenta a sus fundamentos epistemológicos, sus problemas metodológicos, o a los usos y abusos que se hacen de ellas, como se ve desde sus primeros trabajos: De la naturaleza a la sociedad (1987), Mercado, ética y economía (1994) o El compromiso del método (2004). También situaría en esta línea El compromiso del creador (2014), pues aunque se trata de una indagación sobre ética y arte, también puede verse como una interesante incursión en el asunto de las virtudes epistémicas, uno de los debates más prometedores en el actual panorama filosófico.

El otro eje de sus investigaciones es naturalmente la filosofía política, a saber, la discusión sobre las razones que justifican las instituciones políticas y el ejercicio del poder de unos hombres sobre otros. En esta línea se ha ocupado de asuntos diversos pero interrelacionados, entre los que señalaría su reflexión sobre el socialismo y el diagnóstico de la situación de la izquierda, recogido en libros como Intereses de todos, acciones de cada uno (1989), Las razones del socialismo (2001) o Proceso abierto. El socialismo después del socialismo (2005). Es reseñable también su interés por la tradición republicana y el concepto de libertad como no dominación, que está de trasfondo de mucho de lo que escribe; así fue editor del interesante volumen Nuevas ideas republicanas (2004). Y está su faceta más conocida de crítico implacable de las tesis nacionalistas, como puede verse en Contra Cromagnon (2007). En relación con esto último no quiero dejar de mencionar sus escritos sobre lenguas, pues Ovejero junto con Aurelio Arteta ha sido precursor en el examen crítico de los fundamentos normativos de las políticas lingüísticas que se llevan a cabo en nuestro país, al que luego nos hemos dedicado otros.

II

Bien podría decirse que sus trabajos de filosofía política conducen siempre, por un camino u otro, a la pregunta por cómo deberíamos entender la democracia en su mejor versión, que es tanto como indagar acerca de cuáles son los presupuestos morales sobre los que descansa un régimen democrático. Esa es precisamente la cuestión de fondo de Secesionismo y democracia, donde se pregunta si la secesión tiene alguna justificación en una sociedad democrática. Sin ánimo de hacer spoiler, la respuesta es un claro “no”, porque la tesis de Ovejero es doblemente contundente:

“Si la democracia y la igualdad nos importan, no hay secesión justificada; si hay secesión, se acaba con la buena democracia y se socava la igualdad” (p. 22). Como suele suceder en filosofía, lo interesante no está tanto en la conclusión de llegada como en los argumentos por los que se llega a ella. Y los argumentos que desarrolla Félix Ovejero en Secesionismo y democracia son ciertamente de peso. O tendría que decir más bien “contraargumentos”, pues su labor aquí es negativa, básicamente de limpieza y demolición. Félix procede a examinar con pulcritud analítica, pero sin concesiones, las diversas justificaciones que se presentan a favor de la secesión. Como sabemos por la literatura, que empieza en gran medida con los trabajos de Allen Buchanan, las estrategias de justificación de la secesión son tres o cuatro, según las contemos: la teoría plebiscitaria, la teoría adscriptiva, la teoría de la minoría permanente y la teoría de la reparación. Podrían quedarse en tres si consideramos que la teoría de la minoría permanente es en realidad una versión de la teoría adscriptiva, puesto que solo se aplica a las llamadas “minorías nacionales”; no obstante, dado el predicamento que tiene en los debates académicos tanto como en los discursos políticos, bien merece una discusión por separado.

Quizá convenga empezar por la teoría adscriptiva, pues se trata de la justificación propiamente nacionalista de la secesión, de acuerdo con la cual la nación y el Estado están hechos el uno para el otro, como decía Gellner. Por ello hay que entender que toda nación debería tener su propio Estado y todo Estado debe ser el Estado de una nación exclusivamente. Nótese que aquí nación ha de ser algo anterior y distinto a la comunidad de ciudadanos de un Estado, es decir, que se entiende como una comunidad unida por lazos prepolíticos como la sangre, la lengua y la tierra. Como esa tríada tradicional ya no es de buen tono, los nacionalistas hablan hoy de lengua y cultura, pero no hay que engañarse: de fondo, está la idea de comunidad étnicamente homogénea. Tales entidades colectivas tendrían supuestamente un derecho a tener su propio Estado, lo que en el caso de una nación en un Estado plurinacional se traduciría en un derecho a la secesión.

¿De dónde saldría ese derecho colectivo a la autodeterminación? La cosa tiene un punto de misterio, porque ni el derecho internacional ni la constitución de un Estado democrático reconocen tal cosa. Cuando los nacionalistas apelan al supuesto derecho a la autodeterminación de los pueblos pasan por alto que solo se aplica en situaciones de dominación colonial por parte de una potencia extranjera. En todos los demás casos rige siempre el respeto por la integridad territorial de los Estados, un principio fundamental del orden internacional. Tratándose de un Estado democrático, el ejercicio de autodeterminación debe realizarse de “forma interna”, es decir, dentro del marco del Estado existente y a través de los cauces democráticos legalmente establecidos. Eso solo nos deja una alternativa: tendría que ser un derecho natural, anterior al derecho y a los Estados, que esas entidades colectivas tienen por el mero hecho de ser naciones. Ahí está la fe del creyente nacionalista: no solo cree que existe su nación como un pueblo separado, sino que cree que eso les da derecho a tener su propio Estado. De ahí que se afanen a la búsqueda de señas de identidad diferenciadoras.

Como se imaginan, quien no tiene esa fe difícilmente encontrará admisible tal derecho colectivo. Para empezar, uno no necesita creer en la existencia de naciones. Tampoco parece razonable sostener un supuesto derecho natural a la secesión, con independencia del derecho, atribuido a agregados colectivos como las naciones. Puestos a hablar de personas artificiales (persona ficta), solo el Derecho puede concederles personalidad legal y, en consecuencia, obligaciones y derechos. En el caso en que uno crea en la existencia de derechos morales anteriores a la ley, más vale considerar a las personas individuales como titulares en exclusiva de esos derechos morales fundamentales.

La teoría plebiscitaria tiene la ventaja de que está libre de toda esa tramoya nacionalista, pues simplemente viene a decirnos que bastaría con que un conjunto de ciudadanos territorialmente concentrados expresara su voluntad de separarse para que la secesión esté justificada. Evoca la libertad de los ciudadanos para decidir libremente acerca de su destino, que asociamos espontáneamente con la idea de democracia. Ahí radica su atractivo. ¡Bien que lo han explotado los independentistas en Cataluña! Pues esa ha sido la función de la justificación plebiscitaria, que sirve para presentar la secesión como una demanda impecablemente democrática. Eso explicaría por qué hay sectores de la opinión pública ajenos al nacionalismo catalán, especialmente en la izquierda, que encuentran defendible el secesionismo.

Esta justificación encierra no pocas paradojas. Una es muy clara: lo que se presenta como supuestamente democrático a lo que se parece en realidad es al “Sic volo, sic iubeo” (“así lo quiero, así lo mando, baste mi voluntad como razón”), la fórmula tradicional de la tiranía. Pues lo que subyace es una concepción de la democracia de corte plebiscitario, donde una mayoría (a veces ni eso como en Cataluña) se arroga el derecho a decidir unilateralmente sobre las cuestiones fundamentales del orden político que a todos conciernen, incluyendo el desposeer a sus conciudadanos de sus derechos y libertades. Se atribuye de esa forma la soberanía en el viejo y temible sentido del gobernante que no está sujeto a control, que es la definición clásica del despotismo.

Tal pretensión es sencillamente incompatible con el funcionamiento de una democracia constitucional, donde el ejercicio del poder político, incluso el que nace de las urnas, está sujeto a límites y controles con objeto de preservar un orden de libertades igual para todos.

Nos queda la última justificación, que es la única que funciona al decir de Ovejero. Según la teoría de la reparación, también llamada de la causa justa, la secesión estaría justificada en caso de graves, masivas y persistentes violaciones de los derechos humanos, si fuera el caso que solo la separación puede poner remedio a tal estado de cosas, sin acarrear males mayores. Levantar una frontera se contemplaría así como un mal menor, lo que se corresponde con el sentido que en el derecho internacional se da a la autodeterminación, según mencionaba antes.

Esta justificación, aunque razonable, tiene un problema obvio como es que solo se aplica en circunstancias muy específicas de graves injusticias, que no se dan en una sociedad democrática. Desde luego, eso no ha sido impedimento para que los independentistas catalanes hayan hecho uso propagandístico de ella en los foros internacionales, como hemos visto con la reciente resolución de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa.

Me temo que esta teoría de la reparación crea en ese sentido incentivos perversos: si los independentistas quieren promover la secesión o recabar apoyos internacionales necesitan probar que los catalanes sufren graves injusticias y violaciones de derechos por parte de un Estado autoritario. Pues en el fondo saben que ni la justificación plebiscitaria ni la nacionalista atraerán la atención o las simpatías de la prensa internacional o del público de otros países, como sí lo hace la teoría de la reparación. De ahí las comparaciones ridículas con situaciones de opresión que nada tienen que ver (la segregación de la población negra en el sur de los Estados Unidos, el apartheid o los judíos en el Tercer Reich), la explotación de las imágenes del 1 de octubre o el victimismo con los presos.

En realidad, los independentistas catalanes recurren a todas las justificaciones según les convenga. Pero esa promiscuidad argumentativa no esconde que usan instrumentalmente la teoría de la reparación y la plebiscitaria. Esta, por ejemplo, ha servido para dar un barniz democrático a las aspiraciones nacionalistas. De hecho, sospecho que su principal función retórica ha sido inhibir o reducir el rechazo a las demandas nacionalistas, revistiendo estas como radicalismo democrático.

Como vemos, ninguna de las justificaciones pasa la criba: dos no funcionan como justificaciones, mientras la última no se aplica al caso de una democracia como la española. De ahí la conclusión a la que llega Ovejero: si la secesión carece de toda justificación en una sociedad democrática, empeñarse en ella como hacen los independentistas catalanes (no les digo ya querer imponerla por la fuerza y fuera de las vías legales, como intentaron en octubre de 2017) es un proyecto ilegítimo e injusto (perdón por la redundancia), que solo puede apoyarse en falsedades y sinrazones.

Conviene repetirlo en un país donde tanto se recurre al latiguillo ese de “en una democracia todos los proyectos políticos son legítimos”, como si el único límite estuviera en recurrir a la violencia para perseguirlos. Lo que es falso, pero deja traslucir una paupérrima concepción de la democracia, que es un serio problema al que nos enfrentamos cuando discutimos acerca de la secesión. Por eso señalaba el servicio de higiene intelectual que aporta este libro, pues las tesis a favor de la secesión se presentan como un “revoltijo confuso”, disfrazadas bajo una retórica aparentemente democrática. Basta acordarse de los eslóganes y clichés que abundaron en el procés: “el derecho a decidir”, “democracia es votar”, “la Constitución no puede ser un impedimento para la democracia”; o el lema que coreaban los manifestantes: “esto no va de independencia, va de democracia”. Leyendo el libro de Félix Ovejero extraerán esa misma conclusión, pero dándole la vuelta: efectivamente, todo este debate va de democracia; pero si esta se entiende como se debe entender, como una democracia constitucional (fiel a sus principios republicanos, como le gusta decir a Félix), solo cabe oponerse al proyecto independentista con razones en la mano.

Porque ese tipo de lemas, de forma intencionada o no, banalizan una de las cuestiones más graves que pueden plantearse en la política democrática. Stéphane Dion, el autor de la famosa ley de la claridad canadiense, lo explicó hace tiempo: no hay decisión más dramática (o traumática) que la decisión de convertir a nuestros conciudadanos en extranjeros. Pues el supuesto derecho a la secesión no es otra cosa que el derecho que se arrogan una parte de los ciudadanos a romper la comunidad política de todos, alterando sustancialmente los derechos de sus conciudadanos.

III

Con Félix me unen viejos lazos de amistad, que se fueron fraguando entre encuentros académicos, colaboraciones y afinidades intelectuales. Pero al aprecio personal e intelectual que le tengo se suma además mi admiración. La admiración, como alguna vez ha explicado nuestro común amigo Aurelio Arteta, es un sentimiento de alegría que experimentamos a la vista de la excelencia ajena y que suscita el deseo de emularla. Y en Félix son dignos de admirar tanto el coraje cívico como la lucidez, pues ya explicó Aristóteles que el primero no puede ir sin la segunda.

Sencillamente hace falta valor para denunciar públicamente lo que es injusto cuando el ambiente es abiertamente hostil, como sucede en Cataluña, donde tantos miran para otro lado o amagan con falsas equidistancias. Es lo que lleva haciendo Ovejero desde hace muchos años, sin ceder al desánimo ni al hastío, que siempre es una tentación.

En El compromiso del creador recuperaba la baqueteada idea de compromiso, hablando de la importancia de tener ideas decentes, o de tener un trato decente con las ideas, si uno pretende llevar una vida buena, o al menos una vida decente. De eso va también el libro que hoy presentamos. Pero Félix no solo escribe sobre el compromiso en el buen sentido, sino que lo lleva a la práctica de forma admirable. Eso sí, no diré que es un referente porque no le gusta.

Este texto fue preparado para la presentación de libro Secesionismo y democracia en el Centro Cultural de La Malagueta (29/6/2021). El autor agradece a Félix Ovejero y a Manuel Arias Maldonado la amistosa invitación para acompañarles en el acto.

 

 

Manuel Toscano: Es doctor en filosofía y profesor de filosofía moral en la Universidad de Málaga

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