Decir lo que hacen y no hacer lo que dicen
Aunque así lo quieran las fuerzas políticas, el papel de los medios no varía un milímetro según la ocasión y, pese a elecciones y “cambios de rumbo”
Rara es la semana en la que no se discuta, en México y otras geografías, la relación que guardan los medios de comunicación con el poder. El debate es casi rutinario y, sin embargo, no deja de proporcionarnos de tanto en tanto alguna sorpresa, cuando no un franco sobresalto. Porque a medida que los vuelcos políticos encumbran a una u otra fuerza o partido, las posturas de cada cual en la batalla mutan y hasta se intercambian del modo más cínico y calculado posible. Por ejemplo, sucede que algunos presuntos defensores de la libertad de expresión (y execradores de cualquier gesto o rasgo cuestionable de un gobierno), se convierten, una vez que los suyos alcanzan presidencias o altos cargos, en barristas de la nueva administración y, a la vez, en detractores de los medios que no se sumen a su corifeo. Y por ejemplo, pasa también que ciertos consumados apologistas de las acciones oficiales y vomitadores por sistema de los periodistas críticos se descubren, de pronto, el día que sus amigos pierden las elecciones, como defensores de la libertad de expresión y duros críticos, etcétera… Queda claro que unos y otros ven a los medios como vecinos incómodos que deberían darles apoyo pero sin cuestionarlos en lo absoluto (en cumplimiento de aquella frase que algunos le suelen colgar a Séneca y otros a Freud: «Haz lo que digo pero no digas lo que hago«). Si tienen el poder, pretenden imponer sus agendas a los medios. Y sostienen que si no van a aplaudirles, más vale que se callen. Pero si lo pierden, redescubren de golpe las ventajas de que esos mismos medios ofrezcan espacios para discursos y narrativas alternos a las oficiales…
Ahora arriesguemos una idea diferente, que sería una obviedad si no fueran tantos los que se afanan en negarla: aunque así lo quieran las fuerzas políticas (y esos palafreneros que se empeñan en colocar en las tribunas públicas confundidos con periodistas), el papel de los medios no varía un milímetro según la ocasión y, pese a elecciones y «cambios de rumbo», es el de siempre: informar con responsabilidad a quienes los consultan y presentar, con notas, datos y opiniones, una serie de visiones inteligentes y críticas de la realidad (o al menos intentarlo, porque hay que reconocer que en los medios se peca, demasiadas veces, de frivolidad, mediocridad y torpeza). Y ahora tratemos de ser más claros aún: los medios no tienen por qué defender ni hacerle el trabajo al gobierno (de ellos no depende que los funcionarios hagan lo que por ley les corresponde,) ni están obligados a adoptar la actitud de un militante más deseoso de conservar en alto la imagen de sus políticos preferidos que de entender lo que pasa a su alrededor. Es falso que la cobertura de prensa «no deje trabajar» a un gobierno o que el hecho de indagar sobre las pifias, contradicciones y desbarres del ejercicio público equivalga a «defender oscuros intereses». Esas excusas pueden valer para un fanático pero no dan para un debate de ideas genuino.
Pero, por otro lado, la agenda de los medios tampoco tiene por qué coincidir con la de las fuerzas de la oposición, ni su misión es perseguir o combatir a uno u otro funcionario o partido por principio. Porque una cosa es la crítica aguda y otra muy diferente la agresividad discrecional puesta al servicio de alguien. Y los intereses reales de los ciudadanos rara vez comulgan con los que los grupos en disputa intentan imponerles. Esto no lo entienden las fuerzas políticas porque no les conviene, y por la misma razón no lo comparten algunos dueños y directivos de medios. Pero para los mismos periodistas y para quienes consumimos periodismo la diferencia debería quedar clarísima.