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Del ‘Vamos con todo’ al ‘Vamos con nada’

Tres rasgos de Ortega-Murillo: de la precipitación a la negligencia; la exepcionalidad rojinegra: el mundo no incide en Nicaragua

Centroamérica es la región de los extremos, el laboratorio a gran escala donde se ponen a prueba dos estrategias opuestas de salud. Dos de sus países son exhibidos ante el mundo como ejemplos antitéticos del tratamiento ante el coronavirus: prevención al máximo en El Salvador e indiferencia suicida, o genocida en Nicaragua. Llama la atención que el presidente del país más urbano del norte del istmo, Nayib Bukele, enfrente la amenaza con una batería de medidas que contrasta con la nada casi absoluta del gobierno que preside Daniel Ortega, mandatario del país más agrario. Casi dos meses antes de que se presentara el primer caso del COVID-19 en El Salvador, todo el personal del aeropuerto Oscar Arnulfo Romero y Galdámez portaba mascarillas protectoras. Posteriormente Bukele suspendió las clases, los encuentros multitudinarios, organizó inspecciones sanitarias en los buses, no permite que los centros comerciales operen más allá de las siete de la noche, normó que las unidades de transporte colectivo solo lleven la mitad de los pasajeros que puedan ir sentados para evitar el contagio por hacinamiento, y por esa misma razón ordenó ingresos por bloques a los supermercados y únicamente autoriza la venta de comida para llevar, y proclamó una moratoria en el pago de servicios de agua, energía eléctrica y telecomunicaciones.

Ortega no ha pronunciado una palabra sobre el tema. No ha aparecido en público en semanas. Han echado a rodar la hipótesis de que está paralizado por el terror. Dado que el blanco impecable de reacciones del gobierno sandinista apenas ha sido manchado por algunos gestos irrisorios como las carrozas carnavalescas donde enseñan a lavarse las manos, en las redes sociales circulan las más descabelladas hipótesis: Ortega quiere que muera el mayor número posible de jubilados para sanear las finanzas del INSS, busca extremar y prolongar la crisis de salud para mejor perpetrar un fraude o desmovilizar a la oposición, promueve el contagio para que los hospitales brinden una ayuda selectiva que limpie al país de opositores, espera llegar a un pico de muertos para que la ayuda externa llueva a cantaradas y Estados Unidos levante las sanciones, desea vengarse del pueblo que lo rechazó y realizar otra versión del supuesto anhelo del Chigüín de envenenar la laguna de Asososca antes de marcharse de Nicaragua. Por muy descabellado que suene, todo puede ser. ¿Qué límites racionales tienen las utopías de quienes arengaron “Vamos con todo” para aplastar una modesta manifestación de estudiantes? Podría añadir que Ortega sueña con la llegada de cubanos en unicornios azules portando vacunas salvadoras, o que esta es la oportunidad para que Juan Carlos Ortega relance su movimiento 4 de mayo, que después de dos fugaces escaramuzas callejeras opera en la más discreta clandestinidad.

Sea lo que al final sabremos que está ocurriendo, hay que coger al vuelo este chance de confirmar algunos rasgos del régimen que ya antes habíamos atisbado:

  1. Han pasado de la precipitación a la negligencia.

¿Qué significa eso? Hay un acusado contraste entre la atención concedida y el tratamiento aplicado al presunto golpe de Estado y la frescura lechuguina con que se enfrenta el coronavirus. Después de ordenar “Vamos con todo”, el régimen recibe la epidemia con un “Vamos con nada”, o “Como si nada”, o “Ni siquiera vamos”. O mejor aún: “Ni me viene ni me va”. ¿Temen a la gente, pero no a los virus? No, porque resulta que este es el país –el único de la región- donde desde hace años nos escanean la temperatura al ingresar por el aeropuerto, a cuyas puertas, después de que pisamos una alfombra empapada en un misterioso líquido, nos espera el personal médico del Ministerio de Salud para lanzarnos un vistazo escrutador, como ocurría hace muchas décadas a los migrantes que entraban a Estados Unidos por Ellis Island. A ese grupo de médicos disfrazados de médicos -o quizás son auxiliares de enfermería, o solo sanitarios, disfrazados de médicos- debemos mostrar un formulario donde declaramos no padecer síntomas de gripe. El personal del MINSA también tiene la gentileza de fumigar nuestras casas cada mes o poco más para librarnos de los zancudos que transmiten el dengue. O eso es lo que nos dicen.

La clave está entre lo que se percibe como un mal que azota de la población en general, con carácter relativamente aleatorio, y la amenaza dirigida explícitamente contra Rosario Murillo y Daniel Ortega. En su bunker de El Carmen se sienten tan seguros como el príncipe Próspero que mencionaré líneas abajo, a pesar de que ya son numerosos los mandatarios y celebridades que han contraído del letal virus. El único mal al que Ortega y Murillo temen son las masas en la calle pidiendo su renuncia. El resto es para ellos un mal menor. O un mal al que todavía no le encuentran la utilidad. Ven claro, en cambio, que el tratamiento preventivo exige reducir la actividad económica a un nivel tal que tendría el efecto sobre las finanzas públicas del paro tan temido.

  1. La excepcionalidad del gobierno rojinegro

La  excepcionalidad del gobierno rojinegro es lo que relumbra en esta oscurana. A Murillo y Ortega no les podemos negar el don de la originalidad. Despreciando toda convención política y elemental disimulo, se atrevieron a realizar el sueño de los Kirchner en Argentina, los Fox en México y los Colom en Guatemala: son los únicos cónyuges en todo el hemisferio occidental que se distribuyeron los cargos de presidente y vicepresidente. ¿Y quién brincó? No la OEA ni la ONU, no el BCIE ni el SICA. Y no es su único rasgo excepcional en Centroamérica: las concentraciones políticas que mimetizan actos de culto religioso, los abigarrados arreglos florales, la línea casi directa con la Santa que siempre cede, los árboles de la vida y toda la simbología estilo New Age y más.

Su amor en los tiempos del COVID-19 es un comportamiento también único. No siguen el guion de Cuba y Venezuela, que ya dieron la voz de alarma. No solo han dejado a un lado las medidas preventivas, sino que han estimulado y obligado a adoptar conductas y actividades que aceleran la transmisión. No contentos con la no adopción de medidas adicionales, han llegado a prohibir las básicas y habituales: instruyeron que los médicos de los hospitales y clínicas públicas no pueden portar mascarillas tapaboca para no alarmar a la población. No les basta con exigir justificaciones a los padres de familia que no envíen a sus hijos a la escuela. Los estudiantes de las escuelas públicas son forzados a marchar. No les basta que todas las entidades estatales sigan laborando como si tal cosa. Los convocan a marchas cada fin de semana, maximizando las posibilidades de contagio.

Por poco que se rasque, aquí aflora el mecanismo freudiano de la negación y una fe infantil en el poder transformador de las palabras. La realidad es lo que la palabra salvífica de los gobernantes decide crear. Las rebeliones cívicas son golpes de Estado, los manifestantes son vándalos, los paramilitares armados son el pueblo que defiende la revolución, policías voluntarios… o lo primero que al presidente se le venga a la cabeza cuando se lo preguntan. El coronavirus será lo que la pareja presidencial decida. Es decir, lo que diga con su omnisapiencia: Murillo sabe mejor que ningún médico lo que conviene. Lo que hagan con su omnipotencia: el régimen puede producir normalidad en medio de las debacles más devastadoras.

  1. El mundo no incide en Nicaragua

De este comportamiento se infiere otro rasgo: el mundo no incide en Nicaragua. La realidad política y sanitaria de Nicaragua se mueve con tal grado de independencia que las decisiones externas no le hacen mella. Nicaragua puede atrincherarse en su robinsoneana autonomía. La excepcionalidad se transmuta en un encapsulamiento de ínsula ignota. El gobierno de Ortega se hace plenamente autogestionario. Puede prescindir de las directrices que otros países adoptan porque aquí las cosas funcionan de otra forma. Ahora hace caso omiso de las recomendaciones de la OMS como antes hizo con los reportes de la CIDH, la ONU y Human Rights Watch. La autonomía con la que el régimen opera en relación al coronavirus es consistente con su anterior comportamiento.

Si todo esto hubiera sonado absurdo en la pequeña Nicaragua que oprimieron los tres Somoza, en una era de globalización e internacionalización de los derechos humanos no tiene sentido alguno. Su endogamia programática debería ser argumento suficiente para declararlos dementes e invalidarlos como gobernantes.

¿En verdad creen poder aislarse del virus y la realidad política? Se me viene a la memoria el  cuento “La máscara de la Muerte Roja” de Edgar Allan Poe, donde el príncipe Próspero, que se había desentendido de sus súbditos, después de que sus dominios quedaran semidespoblados por la peste, se retiró con “mil robustos y desaprensivos amigos de entre los caballeros y damas de su corte” al seguro refugio de una de sus abadías fortificadas, “creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe.” Poe añade: “La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto, era una locura afligirse o meditar.” Adentro había bufones, bailarines, vino y manjares; afuera estaba la Muerte Roja.

Aburrido tras varias semanas de encierro, el príncipe decidió organizar un baile de máscaras. No salía de su estupor al ver que uno de los invitados se disfrazó de la Muerte Roja. Creyendo que se trataba de una burla, entró en cólera y ordenó capturar al blasfemo. Pero como “la indecible aprensión que la insana apariencia del enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo”, el príncipe se lanzó en su persecución puñal en mano. La Muerte Roja “se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra y el príncipe Próspero se desplomaba muerto.”

 

 

 

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