Democracia liberal e hiperpoder ejecutivo
«Pedro Sánchez ha mostrado con creces su deseo de socavar la legitimidad de los jueces y de la prensa. El paralelismo con Donald Trump es evidente»
Hace ya casi 30 años que Bill Clinton pronunció aquel discurso en el que proclamaba el fin de «la era del gran gobierno»; aquello eran los felices años 90 y el fracaso del comunismo había convencido a muchos dirigentes políticos de que la fórmula liberal-democrática —fin de la historia— era la única que permitía crear prosperidad y dar oportunidades a sus ciudadanos en un mundo globalizado donde los pobres iban dejando de serlo. Tras la crisis financiera y la pandemia, esa tendencia puede declararse revertida: casi todos los gobiernos occidentales han reforzado el poder estatal. Naturalmente, el Estado nunca se fue; solo dejaba hacer un poco más.
Ocurre que esta vocación intervencionista, que expresa la nostalgia ciudadana por un poder soberano capaz de ordenar la vida social de manera eficaz, viene demasiado a menudo acompañada del intento por expandir las atribuciones del Poder Ejecutivo en una dirección manifiestamente iliberal. Esto quiere decir que con ello se vulnera el principio del gobierno limitado que define a los regímenes liberales, donde mandan las leyes en lugar de los individuos y en los que corresponde a los tribunales de justicia controlar al poder público.
Y es que la primera función de la separación de poderes consiste en evitar una concentración del mismo que suele conducir —la historia no engaña— a la arbitrariedad, la corrupción y el abuso. Por desgracia, escasean los ciudadanos que se inquietan ante esta tendencia; la mayoría es incapaz de hacer esta clase de precisiones conceptuales y el resto apoyará a los suyos hagan lo que hagan.
Para asistir al triste espectáculo de la erosión democrática, a los españoles les ha tocado un asiento en primera fila. Aunque carece de la mayoría absoluta que suele ser precondición del gobierno iliberal, Pedro Sánchez ha mostrado con creces su deseo de socavar la legitimidad de los jueces y de la prensa; por más que los oficialistas se echen las manos a la cabeza, el paralelismo con Donald Trump es evidente. Y la preocupante novedad que han traído los últimos días no hace más que reforzarla: tanto en Estados Unidos como en España se han publicado sentencias de sus respectivos tribunales de garantías constitucionales —el Tribunal Supremo estadounidense y el Tribunal Constitucional español— que confirman el daño que se deriva de su colonización partidista.
«Nuestro Tribunal Constitucional se ha puesto a desmontar las sentencias del caso ERE con una encomiable imaginación»
En ambos casos se ha procedido a dar satisfacción a las pretensiones de quien nombró a la mayoría de los magistrados que forman parte del tribunal; un tribunal que se desempeña más como un órgano político que como una instancia jurisdiccional, ya que de hecho no forma parte del Poder Judicial. De un lado, el Tribunal Supremo ha redefinido de manera chocante los límites de la inviolabilidad presidencial, declarando que las acciones del ocupante de la Casa Blanca no pueden ser juzgadas por los tribunales salvo en supuestos muy restringidos; del otro, nuestro Tribunal Constitucional se ha puesto a desmontar las sentencias del caso ERE con una encomiable imaginación, exonerando parcialmente de sus condenas a los dirigentes socialistas que pusieron en marcha un sistema clientelar de reparto de fondos públicos en Andalucía al margen de la legalidad.
Se demuestra con ello que las extremidades —tentáculos— del Poder Ejecutivo son aún más largas de lo que creíamos. Y cabe preguntarse —en el caso norteamericano el peligro se agravará si Trump gana las elecciones venideras— hasta dónde pueden llegar estos tribunales en su afán por complacer a quienes dieron forma a sus actuales mayorías, si bien en el caso español la respuesta parece sencilla: avalar la amnistía concedida a los socios del presidente del Gobierno cuando llegue hasta su mesa. La filósofa Hannah Arendt dejó dicho allá por 1973 que el riesgo de tiranía proviene siempre del Poder Ejecutivo. ¡Igual tenía razón!