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Despachos desde Milán [2]: epidemia postmoderna

“¿Dónde consiguió la mascarilla?», me pregunta uno de los vigilantes de un supermercado de Milán. “Nosotros también las necesitamos”. Fue solo al escuchar este también (anche noi) que entré en razón del origen subsahariano del fornido personaje.

Le recomiendo que las busque, no en las farmacias donde están agotadas, sino en cualquier ferretería, ya que las usadas por los obreros de la construcción son igualmente eficaces (en realidad, la protección que pueden brindar las mascarillas es más bien relativa). A diferencia de otros microorganismos que propiciaron letales epidemias a lo largo de la historia de la humanidad, hasta la tuberculosis que fue la que le correspondió al surgimiento de la modernidad en Europa, generalmente los sectores más afectados fueron los de las clases menos privilegiadas de la sociedad.

La tuberculosis es una enfermedad social, le enseñan a uno a comienzos de la carrera de Medicina. Sectores privilegiados, como cuenta Mann en su Montaña encantada, también serían afectados, pero se trataba de una exquisita minoría. Las actuales epidemias no conocen de raza ni clases sociales. Algo que sabe muy bien el joven vigilante de color del supermercado milanés. En el caso de la Covid-19, como han calificado la epidemia causada por el Coronavirus, las mismas probabilidades de contraer la enfermedad tiene un habitante de los sectores periféricos que un inquilino del sofisticado barrio de Brera.

Una experiencia igualmente compartida por todos los sectores de la sociedad milanesa es la creciente sensación de que nos aproximamos a la indeseable condición de los antiguos leprosos, rechazados por la comunidad.

Un hombre con una máscara protectora revisa su teléfono inteligente junto a una tienda cerrada en el distrito chino de Milán, el 25 de febrero de 2020. La decisión de cerrar las tiendas fue tomada por la comunidad china de la ciudad de Milán como consecuencia de la situación sanitaria. Fotografía de Miguel Medina | AFP

 

Milán no es una ciudad ayuna en dolores. Entre los más recientes se cuentan los salvajes bombardeos aliados que destruyeron buena parte de su mejor arquitectura, y es la causa primera del desigual rostro que ofrece la ciudad. Al lado de los nobles edificios, con sus balcones y patios que el gran Stendhal tenía como los más hermosos de Europa, se levantaron sobre las ruinas, las detestables construcciones al gusto de la mafia que contó con el apoyo de las potencias de la ocupación. Tan dolorosos como los dolores de la guerra fueron los provocados, durante los “años de plomo”, por el terrorismo izquierdista de las Brigadas Rojas. La amenaza de estos días, con sus imprevisibles consecuencias, ha sido asumida con discreción por la más discreta de las ciudades italianas.

Los habitantes, hasta donde les ha sido posible, se han mantenido en sus residencias y han dejado que las autoridades hagan el trabajo para el cual fueron electas. En Il corriere della Sera de ayer, Antonio Scurati, milanés de profesión y autor de M. Un hijo del siglo, la apasionante biografía novelada de Mussolini, publicó, con brevedad epigramática, su opinión:

He visto con disgusto y rabia en todos los medios de comunicación docenas de noticias sobre el supuesto desierto urbano de Milán. Vivo en Milán como millones de otros, y en mi barrio he podido observar los parques públicos llenos de niños que, aprovechando las imprevistas vacaciones escolares y el buen tiempo, jugaban fútbol con sus padres. Cierto es que no dejamos de estar asustados, pero no somos una ciudad de fantasmas. Somos una ciudad de gente llena de vida y muy dispuestos a seguirlo siendo con solidaridad y coraje. Así ha sido siempre Milán y continuará siéndolo. Todo el mundo nos mira con desconfianza, pero el mundo debe saber que Milán no se rinde ante el miedo.

El comentario de Mario Scurati es estimulante, y tal vez necesario para una población sometida a los conocidos excesos del periodismo italiano y las desinformaciones de la red. Algo, sin embargo, es innegable, las calles y plazas presentan un paisaje inusual de soledad, ocasionado en parte por la suspensión de actividades docentes y el trabajo a distancia de cientos de miles de empleados que han seguido órdenes de las empresas.

El influyente “Salone del mobile”, que reúne a los mejores diseñadores y fabricantes de muebles a nivel planetario, ha sido aplazado hasta junio y las cafeterías y restaurantes se ven casi vacíos y, en el caso de Cracco, el emblemático chef milanés, sus reservaciones han disminuido en un ochenta por ciento.

Un hombre sale de un bar junto a la Piazza del Duomo en el centro de Milán que cierra a las 6pm siguiendo las medidas de seguridad tomadas en el norte de Italia en contra del Covid-19. 24 de febrero de 2020. Fotografía de Miguel Medina | AFP

 

El temor sigue siendo palpable a pesar de las cifras: sólo el 2% de la población afectada en Italia ha muerto y en todos los casos se trató de pacientes ancianos con patologías primarias. Más que a esta forma virulenta de influenza, a lo que se teme es a lo desconocido: ¿Cómo va a evolucionar la epidemia? El número de casos sigue en aumento y, hasta el día de hoy, no se habla de una vacuna efectiva.

Toda epidemia afecta lo más profundo de la psique. En el inconsciente colectivo italiano todavía está viva la devastadora peste de 1348, así como otras tragedias causadas por terremotos y volcanes. Aquí, en esta ciudad, nadie puede estar tranquilo y, en el fondo, todos esperamos que, como en la película de De Sicca, se produzca un nuevo “Milagro en Milán”.

En su defecto, hoy el alcalde de la ciudad ha reiterado el sentimiento de Antonio Scurati: “Milano no se detiene. Debemos detener el virus, pero no podemos permitir que se difunda el virus de la desconfianza”.

Mientras, casos de contagio se han presentado, en menor número hasta ahora, en otros países de Europa, y la sensación de culpabilidad que sentíamos ya no es tan urgente. No somos los habitantes o residentes de Milán, una comunidad castigada por la Providencia por una falta inconfesada. Somos, como todos en el mundo globalizado, víctimas de una de estas nuevas epidemias post-modernas que no distinguen de raza, sexo, condiciones económicas o fronteras.

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Alejandro Oliveros es poeta, ensayista, traductor, y crítico literario. Nació en Valencia, Venezuela, el 1 de marzo de 1948. En 1971 fundó la revista Poesía y más tarde dirigió Zona Tórrida hasta 2008. En marzo de 2012, Pre-Textos publicó su poesía reunida entre 1974 y 2010 en el libro Espacios en fuga. Desde 1981 ha sido profesor de literatura inglesa y norteamericana en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, y entre 2004 y 2008 Jefe del Departamento de Literaturas clásicas y occidentales. Desde 1995 escribe su Diario Literario, textos reunidos en más de diez volúmenes de diversas editoriales. Actualmente, los publica en línea en Prodavinci.

 

 

 

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