Un día en el devastado Puerto Rico
El sol salió la mañana del miércoles en las montañas bajas del centro-norte de Puerto Rico, cerca del pueblo de Corozal, para revelar el mundo creado por el huracán María: árboles despedazados, semáforos que cuelgan precariamente de postes rotos y, aquí sobre una colina llena de maleza, un manantial, uno de los pocos lugares en donde la gente en kilómetros a la redonda pueden encontrar agua potable.
A las seis de la mañana, alrededor de una decena de camiones y autos se han estacionado cerca. La gente trajo barriles, cubetas y botellas de jugo de naranja.
Algunos hombres treparon la pendiente de la colina para colocar tubos de plástico o viejas piezas de desagüe bajo el manantial, con lo que dirigieron el agua hacia enormes tanques de plástico y, posteriormente, se los llevaron. Otros se agacharon en un punto donde gotea hacia el pavimento. Jorge Díaz Rivera, de 61 años, estaba ahí con once botellas de cloro; vive en una comunidad ubicada a unos cuantos minutos en auto, donde no hay agua ni alimento ni ayuda. Los helicópteros de la Guardia Nacional han sobrevolado y, a veces, él y sus vecinos les gritan, suplicando por agua. Pero hasta el momento no ha recibido ayuda.
“Se han olvidado de nosotros”, dijo.
Puerto Rico no ha sido olvidado pero, a más de una semana del impacto del huracán María, es un inestable imperio de la devastación; de hacer fila por los alimentos, agua y gas y encontrar otra fila para esperar un poco más. Un equipo de reporteros y fotógrafos de The New York Times pasaron 24 horas —desde el amanecer del miércoles y el abrasador calor del mediodía, a una larga y difícil noche y mañana del jueves sin energía eléctrica— con la gente y sus intentos de sobrevivir la catástrofe que el huracán María dejó.
6:51 Santurce, San Juan
Elizabeth Parrilla dio la vuelta en la calle Loíza y caminó lentamente por el callejón que conduce a su hogar desde hace 50 años en la calle Pablo Andino. Sus zapatos comenzaban a ensuciarse debido a las ramas y hojas dejadas por las aguas que inundaron su calle varios días antes.
Trescientos autos y camiones estaban alineados en el acotamiento de la autopista apenas afuera del poblado. Otra línea de por lo menos cien autos se había formado del otro lado de la gasolinera Ecomaxx.
Joey Ramos bajó las escaleras de su casa de dos pisos en botas para lluvia y traje de baño. Traía una sierra eléctrica verde y caminó por las aguas negras que inundaron la calle Santa Cecilia.
Desde que el huracán María inundó el primer piso de su casa en Ocean Park, Ramos ha estado atrapado en el segundo piso de su hogar, arrinconado con su esposa y sus cuatro perros de raza mezclada entre pit bull y mastín que resguardan su casa.
Las aguas apestan a excremento. Ramos ha visto peces nadar cerca de él. Para salir de su hogar, a menudo usa un refrigerador abandonado como góndola veneciana.
Él se ha quedado para proteger su hogar de quienes intentan cometer actos de rapiña después de que vio cómo saqueaban la pastelería que está frente a su casa. “El huracán ni siquiera había terminado cuando vimos a unas personas irrumpir y sacar los televisores”, dijo Ramos. “Hasta saludaron y me sonrieron”.
Varios días después, dijo, logró ahuyentar a un hombre que intentaba robar un auto.
“Suena estúpido pero funciona”, dijo. “Soy un hombre humilde. Puedo vivir sin nada. Trato de pensar positivamente”.
Eileen Díaz Cabrera sabía que era el momento adecuado. Las autopistas estaban menos congestionadas; la situación parecía más tranquila. Así que abrió su consultorio, en donde trata, principalmente, a personas de edad avanzada.
“Abrimos porque supimos que los pacientes nos necesitaban”, dijo Díaz Cabrera. “Sabíamos que había urgencias que podríamos tratar en el consultorio y que habría pacientes sin recetas o cuya insulina se había dañado por la falta de refrigeración”.
Pero ella sabía que el tiempo era escaso. Su consultorio funcionaba gracias a un generador y el tanque de diésel estaba a menos de la mitad de su capacidad. A ese paso, tendría que cerrarlo para el viernes. Díaz Cabrera ha llamado ya a dos compañías para solicitar una entrega. Con una no pudo establecer contacto; la otra empresa la puso en una lista de espera y le dijo que el consultorio no era una prioridad.
Conforme el día avanzó, los pacientes llegaron. Una mujer tenía quemaduras de primer y segundo grado en los brazos, resultó herida mientras cocinaba. Otros necesitaban recetas para insulina. Para algunos pacientes era la primera vez que asistían con ella, porque los otros médicos todavía no abrían sus consultorios. Díaz Cabrera se preguntó cómo era posible que un consultorio no fuera una prioridad en comparación con edificios de apartamentos que tenían mucho diésel.
Era solo cuestión de tiempo para que las personas comenzaran a llegar por enfermedades relacionadas con los efectos de beber agua sucia o ingerir comida podrida.
“Nosotros podríamos resolver todos esos problemas”, dijo. “Esos pacientes no deberían llenar salas de urgencias en estos tiempos difíciles. Pero necesitamos diésel”.
Para muchos, la tormenta no fue solo algo que tenían que resistir. También fue un mensaje de que era el momento de irse de Puerto Rico.
Decenas de personas revisan sus teléfonos frente a la fachada art déco verde y rosa del edificio El Telégrafo en Santurce. Esa sección de la calle es uno de los pocos lugares de la isla donde los habitantes pueden tener wifi gratis.
La gente intenta comunicarse con familiares en el extranjero o con aquellos aislados en poblados de la isla. Muchos revisan sus cuentas de correo electrónico en espera de algún aviso de parte de su jefe. Es común ver a la gente quebrarse después de hacer contacto con un ser querido por primera vez tras el huracán.
Para Raymond Hernández, esa pequeña parte de la acera con wifi fue la manera en la que logró reservar su boleto de salida de Puerto Rico. “Me iré a Tampa para encontrar trabajo durante un par de meses”, dijo Hernández, un entrenador personal. “Y quién sabe si me quedaré allá”.
Para Hernández, de 46 años, el huracán María tal vez fue lo que faltaba para que tomara la decisión que había pospuesto durante 17 años. En distintas épocas, la recesión económica lo forzó a cerrar varios gimnasios de su propiedad. Posteriormente, su negocio como entrenador personal se acabó tras el impacto del huracán Irma. Después de que María reventó las ventanas de su apartamento en San Juan, pasó dos horas durante el punto más peligroso de la tormenta bloqueando la puerta con su cuerpo.
Ahora, la gente piensa en supervivencia, no en ejercitarse.
“Este huracán ha sido la causa de muchas decisiones importantes para muchas personas”, dijo Hernández, mientras sacudía la cabeza.
Maritza Giol esperaba en la fila del supermercado en Plaza Loíza; una endeble cortina la protegía de la lluvia. Necesitaba comida para su madre de 96 años, Inocencia Torres, que lleva tanto tiempo en la cama que ya se le formaron llagas. Los muebles de la cocina están casi vacíos y su madre solo puede ingerir líquidos y comida blanda.
Cada quince o veinte minutos, un guardia de seguridad permitía ingresar a grupos de entre cinco y diez personas para controlar a la multitud. Giol avanzaba poco a poco y estaba agradecida de que la fila no fuera demasiado larga.
Cuando logró entrar, tenía la esperanza de conseguir los alimentos básicos, como arroz y comida enlatada. Confiaba en encontrar vegetales o alimentos como yuca o plátano, con los que pudiera hacer puré para su madre. Si no, se movería a la siguiente fila.
“Iré a otro supermercado y después al siguiente, si es necesario, hasta que encuentre lo que necesito”, dijo Giol. “No puedo dejar a mami sin comida”.
Para ella, suplicar no es demasiado. Corrió detrás de un camión de combustible y le rogó al conductor que le vendiera algo de diésel para el generador para ayudar a su madre. No consiguió suficiente, pero obtuvo algo. “Sobrevivimos a Hugo y George”, dijo, en referencia a dos poderosos huracanes que impactaron Puerto Rico en fechas recientes, “pero ninguna de esas tormentas fue como esta”.
En otro pésimo día, algo bueno le sucedió a Olga Cervantes, de 75 años, una empleada de gobierno jubilada. Había esperado cuatro horas para conseguir combustible desde las cuatro de la mañana. Después, esperó otras cuatro horas en la fila del banco para retirar dinero —pero el sistema de computadoras del banco falló y se retiró con las manos vacías—.
“Imagina eso: tienes dinero, pero no tienes dinero”, dijo. “Emocionalmente, es terrible”.
Entonces, encontró a un hombre que vendía jugo y leche fríos en la parte trasera de un camión refrigerado y obtuvo dos recipientes de casi dos litros de jugo de uva y de naranja. Estaban refrescantemente fríos. Cervantes llevó el jugo a su oscura y caliente casa donde había poco que hacer, excepto esperar a dormir.
Tres guardias de seguridad vestidos de civil protegen de los posibles ladrones Plaza Tu Supermercado, donde se ven metales retorcidos. “Todas las tiendas de llantas en la calle fueron saqueadas. Lo hicieron con nosotros ahí y no les importó”, dijo un guardia, quien solo dio a conocer su nombre, Albert. “Hubieras visto, había llantas rodando por la calle hasta los complejos de edificios”.
Un hombre cuyas tres casas fueron azotadas en esta comunidad costera de escasos recursos trata de rescatar lo que puede de la destrucción y se esfuerza para limpiar.
En el campo, en la ribera oeste del río Viví, la parte restante de un puente destruido por el huracán María sobresale violentamente hacia el este, como una promesa rota.
Ahí, dos mujeres jóvenes en ropa deportiva salieron cuidadosamente del puente roto y descendieron por una escalera de madera improvisada de más de seis metros. Llegaron a una enorme montaña de escombros y atravesaron la corriente de agua que les llegaba a la altura de la rodilla para llegar a la ribera del otro lado.
Kayshla Rodríguez, de 24 años, trepó por la ribera este con su mejor amiga, Mireli Mari, de 27 años. Los padres de Rodríguez eran dueños de una de las casas en la ribera oriental y ahora están incomunicados debido al puente roto. No había servicio de telefonía móvil y no había forma de llamar a sus padres desde su hogar en Mayagüez.
Así que manejó ahí junto a Mari, un viaje de tres horas con el tráfico después del huracán. Cuando finalmente llegaron a la casa y Rodríguez terminó de abrazar a sus padres, descubrió que tenían agua de un manantial en la cima de una montaña y suficiente comida para un rato. Su madre, Marilyn Luciano, de 49 años, les ofreció algo de comer, pero la hija lo rechazó. “Tú lo necesitas más que yo”, dijo la joven.
Su padre le aconsejo cruzar el río de regreso antes de que el nivel se elevara demasiado. A regañadientes, las dos jóvenes se despidieron, subieron a un auto sedán blanco e iniciaron el largo camino de regreso.
Una mujer lavó el cabello de su hija en una cascada junto al camino en Utuado, una ciudad de casas de concreto pintadas de colores brillantes ubicada en un valle: las calles estaban cubiertas de lodo; muchas de las acacias estaban dobladas y rotas, y en la ciudad y en el municipio que la rodea —también llamado Utuado—, un número desconocido de sus aproximadamente 35.000 residentes quedaron incomunicados del resto del mundo por deslaves o estructuras colapsadas, dijo Francisco Rullán, director ejecutivo de la Oficina de Política Pública Energética.
Un árbol se derribó sobre la carroza, el agua inundó la casa funeraria y los dolientes fueron picados en repetidas ocasiones por los mosquitos, pero Salinas Memorial Funeral Home finalmente estaba abierta para recibir a los clientes.
Un generador rugía al fondo. Daba electricidad a los dos ventiladores a un lado del féretro de Josué Santos mientras los cables de las extensiones que colgaban de un techo aportaban luz adicional. El director funerario, José Manuel Rodríguez, vestía pantalones de mezclilla porque el viento rompió las ventanas y la lluvia empapó todos sus trajes.
“Esa era la sala de embalsamamiento”, dijo, señalando hacia un montón de madera rota.
Rodríguez estaba satisfecho por su negocio. Sus ojos derramaron lágrimas conforme recordaba cómo, sin dinero ni comida, decidió matar un gallo de pelea con valor de 200 dólares para alimentar a sus cuatro hijos.
“Fui a tres casas funerarias y todas ellas estaban destruidas”, dijo la madre del hombre fallecido, Aileen Ayala. “Llegué a esta y el director funerario estaba limpiando con la manguera y sacando a la calle los muebles mojados Me dijo: ‘Ve cómo estamos, pero lo haremos’. Nos recibió en su oficina que estaba iluminada por la luz de las velas”.
Santos, de 29 años, murió debido a un padecimiento cardiaco la mañana que impactó el huracán. Como virtualmente todas las comunicaciones estaban caídas, sus familiares solamente pudieron avisar a los amigos y seres queridos que encontraron en la calle.
“Atravesamos ese dolor personal solos”, dijo Ayala, de 53 años, al aclarar que el velorio casi vacío hubiera estado repleto si todos, especialmente los colegas de su hijo en Walmart, se hubieran enterado.
“Entonces, sales y te formas en la fila —porque ahora la vida se trata de hacer fila— una fila para gasolina, una fila para el banco, y todos comienzan a decir: ‘Perdí esto, perdí aquello, perdí mi techo, perdí mi auto”, dijo Ayala. “Y cuando es mi turno, tengo que decir: ‘Yo perdí a mi hijo’”.
Luis Rodríguez Pérez, de 28 años, se sentó bajo el puente de la autopista para hacer una videollamada a su hermano en Búfalo, Nueva York. Su esposa estaba a unos metros de él, en el asiento del pasajero de su sedán.
Rodríguez Pérez vive en el campo, a unos 40 minutos de Arecibo. Vino a este puente, donde podía obtener una débil señal en su celular, para llamar a su hermano y pedirle si él podía encontrar un boleto de Puerto Rico a Búfalo. En esta ocasión, su hermano no encontró ninguno.
“Cuando la noche llegue, no me verás en la calle”, dijo Ana Luz Pérez en su limpio apartamento en el residencial Luis Llorens Torres, el complejo habitacional más grande de Puerto Rico. Tiene 140 edificios y es azotado por el crimen.
Pérez evaluó sus opciones para obtener luz en las sombras de su apartamento; decidió conservar las dos velas que le quedan y en vez de eso usar el gas restante en su linterna de campamento verde. Giró la perilla y la luz parpadeó, con lo que llegaron las tinieblas a la cocina.
El arroz con jamón y salchicha que había cocinado para su novio horas antes se enfriaba en una pequeña estufa conectada a un tanque de gas blanco en el piso. Encendió la estufa para calentar la comida. “Es el último tanque que nos queda”, dijo Pérez. “No sabíamos que iba a ser tan difícil”.
El apagón le había dado muchas noches sin dormir. Pasa mucho tiempo fumando cigarrillos en su balcón o mojando su cara con agua fría. Está despierta a las cuatro de la madrugada. Piensa en sus cuatro hijos, cuyas edades oscilan entre los 21 y los 27 años, que viven en el Bronx, en Nueva York. Se preocupa por su madre, quien tiene 60 años y padece cáncer.
“La soledad mata”, dijo, al romper en llanto en su pequeña mesa de vidrio.
Con la cacofonía de los perros que ladran, su novio, Carlos Rivera, subió las escaleras al apartamento. Conforme su sombra se vuelve más grande contra la puerta del apartamento, Pérez no intentó esconder sus lágrimas.
Una larga fila para comprar hielo en Arecibo.
19:08 San Juan
Habitantes del residencial Luis Llorens Torres ven un televisor conectado a un acumulador de auto en San Juan el miércoles.
El toque de queda comenzó hace hora y media, pero la plaza principal de Ponce está repleta de gente. Está en oscuridad casi total. Una mujer grita a través de un megáfono, se escucha la música y la gastroneta de Toñito’s Jr. Pizza atiende a los clientes: solo vende la pizza completa. Un policía se recarga en un poste de luz apagado para ver todo en oscuridad, despreocupado por las violaciones a la ley.
Los hoteles en la capital se saturan con los empleados del gobierno y los contratistas. En el Hotel Verdanza la noche del miércoles, un pequeño grupo de especialistas en evacuaciones médicas de emergencia contratados por la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias de Estados Unidos (FEMA, por su sigla en inglés) —enfermeras, terapeutas y pilotos de avión— descansaban, en espera de su asignación matutina.
El bar estaba prácticamente vacío, pero se escuchaba música dance a un volumen alto. El trabajo fue entregado por un hombre calvo y corpulento que llegó a su mesa y les dijo que estuvieran en el aeropuerto a las ocho de la mañana. Llevarían en avión a ocho pacientes de diálisis desde San Juan hasta la isla de Saint Croix —en las Islas Vírgenes de Estados Unidos—, dijo, ahí serían transferidos al continente por los militares.
Todos los especialistas sentados alrededor de la mesa trabajan para compañías que no les permiten dar sus nombres. “Llevas a Tom Cruise a París y sientes que no lograste mucho”, dijo uno de los pilotos. Pero esto fue diferente.
Amador García se lastimó el pie antes de la tormenta, pero decidió pasar el día cortando árboles de aguacates que fueron derribados por la fuerza de los brutales vientos del huracán María.
Su pie derecho se puso de color morado y se hinchó. Gritó durante todo el camino hacia el Hospital Metropolitano Doctor Pila.
García lamentó su estado actual, principalmente, porque le iba a impedir que se formara en más filas. Filas para la gasolina, filas para el banco. “Y ellos solo permiten que uno retire 200 dólares. ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué no podemos tener lo que nos pertenece?”, dijo.
Mientras esperaba, una caravana constante de policías entraron y salieron, tal vez debido al aire acondicionado disponible en el lugar en una noche cálida. Una mujer de edad avanzada que tenía puesta una sudadera de la marca Old Navy y caminaba con dos bastones, había estado gritando por la falta de papel higiénico en el baño de mujeres. Los guardias le explicaron que los sistemas estaban caídos y que las quejas al servicio de intendencia eran operadas de manera manual, lo que significaba que funcionaba más lento de lo normal y que probablemente nunca sería atendida.
The Tropical Ice Company no abre hasta las siete de la mañana, pero la gente ya está formada afuera. Llevaron sillas, libros y naipes. Algunos llevaron cobijas.
Claramente, su objetivo era pasar la noche ahí, y muchos de ellos ya se estaban quedando dormidos.
Roberto Gallego, de 69 años, fue el primero, algo impresionante en la interminable fila.
“¡A las once de la noche!”, exclamó orgulloso cuando le preguntaron a qué hora se debía llegar a la fábrica de hielo para ser el primero en la fila para comprar dos bolsas de 1,5 dólares de hielo medio derretido.
El hielo no era la única cosa que esperaba con anticipación. Gallego también aguardaba con ansiedad a que los aeropuertos reabrieran.
“Esto cambió mi vida”, dijo. “Me voy a Orlando”.
Hay una expresión en Puerto Rico: “Hay que echar pa’lante”.
Es una expresión de optimismo frente a la adversidad, que Puerto Rico tenía en abundancia aun antes de María. La tormenta llevó a Puerto Rico al más oscuro y más infernal de los abismos que ha visto en generaciones. Tal vez sería ingenuo pensar que una dosis permanente de “Hay que echar pa’lante” es suficiente para la isla y su gente para lograrlo. No tomarlo en cuenta sería no entender la importancia de la gente y la cultura de Puerto Rico.