Diana Rigg, aquella que dejó viudo a James Bond
Reciente aún la noticia de su óbito, lloraba yo la belleza —incólume en mi recuerdo— de la maravillosa Diana Rigg, cuando hubo algo en Última noche en el Soho (Edgar Wright, 2021) —amén de su nombre, incluido en el reparto— que me magnetizó desde el tráiler. La que hasta la fecha sigue siendo la última cinta de este realizador inglés se presentaba como un viaje en el tiempo, un retorno a lo pretérito que me devolvía a las primeras referencias de mi imaginería particular. Dicho de otra manera: una nueva mirada a las primeras ilustraciones de mi educación sentimental: aquellas imágenes del Swinging London que llegaban, como postales desde el cielo, al queridísimo Madrid de los años 60: mi reino afortunado.
Ciertamente, en aquella sazón, las nefastas autoridades de mi ciudad —y de mi país— eran tan reacias a los modernismos de la juventud londinense que, en el 65, mandaron a los grises a espabilar a los asistentes al concierto de The Beatles en Las Ventas. Un año después, en el 66, detuvieron a Ray Davies, espíritu y quintaesencia de The Kinks, por pisar el césped de la Plaza de España. Aun así, la actriz Marta Fernández Muro ha contado en varias ocasiones la emoción que le supuso asistir al concierto madrileño de The Beatles. Yo era un niño de cinco abriles, si bien ya entusiasta de Help! (1965), el éxito de aquella temporada del cuarteto de Liverpool, que, en mis limitadas entendederas de entonces, imaginaba como un grito de socorro en medio de ese mundo viejo, de luto, medio luto y alivio de luto donde los adultos prohibían todo lo que no era obligatorio y el Swinging London —las imágenes del Swinging London que, como postales del cielo, llegaban a Madrid— eran todo un símbolo de esperanza porque estaban llenas de chicas yeyés. Una de ellas, la más altiva, era Diana Rigg.
«Que Última noche en el Soho me devolviese mediante su flashback a aquel rincón de mi paraíso perdido me sedujo, por así llamar a algo metafísico, mucho más metafísico que una mera seducción»
En fin, todo un enigma, impreciso como tal; pero a la vez preciso —y conciso— como una certeza, ese que me magnetiza a un tiempo y a un lugar que no fueron míos, pero que sí fueron el pórtico de mi educación sentimental. Una historia fabulosa que, aunque yo, individualista irreductible, hago solo mía, sé común a mucha gente. De hecho, Leopoldo María Panero, el último poeta maldito que ha dado nuestro idioma, y el más genuino representante de esa bohemia madrileña con la que no pudo ni el franquismo, dio un título inequívoco a su segundo libro de versos: Así se fundó Carnaby Street (1970). Fue aquella la arteria principal del Swinging London. Siempre que vuelvo a Londres me encomiendo a esa calle y vuelvo a amar la vida por cuánto allí se celebró.
Que Última noche en el Soho me devolviese mediante su flashback a aquel rincón de mi paraíso perdido me sedujo, por así llamar a algo metafísico, mucho más metafísico que una mera seducción. Creo que levitaba en las secuencias de la analepsis, cuando la llegada a Londres de Eloise (Tomasin McKenzie) se confunde con la experiencia londinense de Sandie (Anya Taylor-Joy) en los años 60. Después, cuando el relato pierde la nostalgia y pasa a ser una intriga criminal —ligeramente trufada por el escalofrío—, se convierte en una cinta fallida porque no satisface todas las expectativas que ella misma ha despertado.
Pero no es una película fallida más. De hecho, todavía sigo dándole vueltas a esa suerte de Diana Rigg en la gran pantalla a la que parece aludir. Dedicada a ella, que encarna a la casera de Eloise y murió cuando la película estaba en el montaje, desde entonces no dejo de darle vueltas a lo poco que dio de sí la filmografía de una actriz que, sin embargo, fue una de las luminarias de la televisión inglesa, así como una de las grandes shakespearianas de su tiempo. E incluso creo atisbar el porqué del estigma cinematográfico: nunca debió interpretar a la condesa Teresa di Vincenzo, Tracy, aquella que dejó viudo a James Bond.
«Como esa shakespeariana de pro que siempre fue, Diana Rigg debutó en la antena dentro de una adaptación de El sueño de una noche de verano realizada por Peter Hall en 1959»
Desde luego, lo que sí está claro es que de las dos pantallas que había entonces, la de Diana Rigg fue la pequeña. Pero recordarla como a la Olena Tyrell de Juego de tronos (2013-2017), ya en los días del streaming, es menoscabarla. No sólo porque es evocar como a una actriz secundaria a una intérprete protagonista de una serie paradigmática de la televisión de los años 60. La infamia es aún mayor porque Emma Peel, la chica de Los Vengadores (1965-1968), el personaje por el que en verdad cumple rememorarla, fue, como vengo diciendo, una de las grandes musas del Swinging London. Tanto como pudieran serlo Twiggy, Marianne Faithfull o la maravillosa Pattie Boyd. De hecho, que Edgar Wright nos la presente en la cinta que ya es el testamento fílmico de la actriz como una superviviente de aquel tiempo, y que lo haga, además, en un reparto que también incluye a Terence Stamp y a Rita Tushingham, dos referencias fundamentales de aquella antigua gloria londinense, es muy significativo. Rita, además de musa del Free Cinema, fue la protagonista de El knack… y cómo conseguirlo (Richard Lester, 1965), una de las cintas señeras de aquella eclosión londinense de juventud y modernidad.
Como esa shakespeariana de pro que siempre fue, Diana Rigg debutó en la antena dentro de una adaptación de El sueño de una noche de verano realizada por Peter Hall en 1959. Aunque en su creación de Emma Peel fue un maniquí viviente del guardarropa del Londres de entonces, siempre marcó cierta distancia con el resto de las musas de aquella ciudad que irradiaba a todo el Occidente cristiano música, jovialidad y juventud. Ahora bien, para los afectos al Bardo de Avon, las licencias del Swinging, poco más o menos, eran lo mismo que para los franquistas.
En esta foto de archivo del 20 de septiembre de 1972, la actriz británica Diana Rigg y el actor Anthony Hopkins en el estreno de Macbeth en el Teatro Nacional de Londres. Rigg interpreta a Lady Macbeth frente al Macbeth de Hopkins en la tragedia de Shakespeare.
Las otras chicas de aquel tiempo, o eran modelos o provenían del backstage del rock. Aunque el esplendor de todas ellas iluminaba desde Carnaby Street hasta King’s Road, a Diana solo podía vérsela incorporando a Emma Peel. Es más, de las distintas intérpretes que acompañaron a Patrick McNee (John Steed) en aquella singular pareja catódica de agentes secretos —Honor Blackman (Cathy Gale), Julie Stevens (Venus Smith), Linda Thorson (Tara King)—, la que hizo historia fue Diana Rigg.
«Al igual que Honor Blackman, Diana, ya digo, también fue una chica Bond: Teresa di Vincenzo. Pero, ya digo, Tracy, fue la única que le llevó al altar»
Es en ella en la que piensan los telespectadores españoles de entonces, al evocar Los Vengadores, la serie creada por Brian Clemens y Sydney Newman en 1961. Diana se incorporó en la cuarta temporada, la que arrancó en el 65, que es, en sí misma, una referencia obligada en la historia de la televisión universal. Y no sólo por la modernidad de su estilo visual, también por lo singular de su discurso en unos días en que abundaban los personajes que odiaban a las mujeres que hacían cosas de hombres. Emma Peel —todas las vengadoras— siempre estaban en igualdad de condiciones que Steed. Uno y otras eran igual de eficientes, diestros y sofisticados. Pero nadie daba los golpes de kárate como la maravillosa Emma Peel. Me atreveré a decir que cuantos tuvimos la inmensa fortuna de admirarla en las primeras emisiones españolas de Los Vengadores, mediados los años 60, aún la recordamos como a una mujer de belleza incólume, cuya imagen no envejece. Por eso nos ofende que se la recuerde como a una anciana en Juego de tronos.
Al igual que Honor Blackman, Diana, ya digo, también fue una chica Bond: Teresa di Vincenzo. Pero, ya digo, Tracy, la única que le llevó al altar. Lástima que la ametrallasen durante la luna de miel. Tengo el convencimiento de que fue eso, dejar la impronta de la viudedad de un personaje que es el pilar del cine de agentes secretos —exacerbando, de paso, su cinismo ante el amor— lo que hizo que mi dilecta no acabase de encajar en la gran pantalla. Es una lástima, pero para ella el cine siempre fue poco menos que accesorio, la tercera opción. Lo suyo fue el teatro —su trabajo en un montaje de Medea le valió un Tony en 1994— y después la televisión. Aun así, quiero recordarla en un par de comedias negras: El club de los asesinos (Basil Dearden, 1969), brillante adaptación de un relato de Jack London, y Matar o no matar, este es el problema (Douglas Hickox, 1973). Como el título español de esta última sugiere —el original es Theater of Blood—, fue aquella una parodia de su pasión por Shakespeare. Coprotagonizada por el gran Vincent Price, entre los dos recrean a un padre y una hija, ambos actores, ambos shakespearianos de pro, que han decidido dar muerte a los críticos que han ninguneado su trabajo recreando algunas escenas de los dramas del Bardo. Probó suerte en el cine estadounidense recreando a la Barbara Drumond de Hospital (Arthur Hiller, 1971). Pero ya obraba contra ella la viudedad de James Bond.
Solo resta llorar la belleza incólume de la maravillosa Diana Rigg.