Diario de la cuarentena (23): Si no podemos contar a los muertos, hablemos con los vivos
En un momento en el que somos incapaces de saber cuántos nos han abandonado, conviene decirle a los que se quedan cuánto de ellos hay en nosotros
A Juan le debo muchas cosas: mi primer empleo en España, el hallazgo del vino amontillado o al Leonardo Sciascia de El día de la lechuza. También la buena costumbre del Teatro Clásico adaptado por Helena Pimenta, el escepticismo en dosis racionales y el milagro de descifrar un EBIDTA o responder por teléfono, y en inglés, a las preguntas de un corresponsal sobre una OPA incomprensible.
Nuestra amistad se sujeta, creo, en las diferencias que tenemos sobre asuntos que nos interesan. Según se miren, son todos más o menos inofensivos: el precio fijo del libro —para él tan discutible como el de los yogures—, el talento de Vargas Llosa —justito, asegura— o la calidad de Karajan dirigiendo a la Callas en una grabación que a mí me parecía prodigiosa y a él algo bastante mejorable. Aunque de esto último, puede que no se acuerde.
No nos vemos desde la última función de La Valquiria en el Teatro Real, hace ya unas semanas. Después de cuatro horas de la tetralogía de Wagner, coincidimos en la absoluta aversión que sentíamos ambos por el montaje de Robert Carsen y por lo maravillosos que son los reencuentros, incluso cuando estamos de acuerdo en algo. En estos días tuve noticias suyas y no me gustaron. El contagio tocó a su puerta, con fiereza.
«Parece que he salido adelante o, mejor, que estoy saliendo. La crisis gravísima pasó», me dijo, ya sin fiebre ni suero, aunque aún con respiración asistida. El tratamiento al que lo habían sometido tenía mucho de experimental, así que no podía bajar la guardia. «Es todo tocar de oído, pero lo hacen con muchas ganas y una entrega admirables». Esas fueron sus palabras.
En los casi 15 años de amistad con Juan, nunca le he dicho cuánto de nuestras discusiones tienen que ver con la persona que soy ahora
No pudimos decirnos nada de esto de viva voz. El oxígeno le tenía comida la garganta, aunque aseguró encontrarse con la cabeza despejada y ganas de escribir alguna que otra idea. Sus palabras quedaron alrededor de mi cabeza: circulares como las preocupaciones y tenaces como las cosas no dichas.
Si padecer supone un daño, una pena o un dolor, la palabra adquiere ahora nuevos significados, una capa que recubre los afectos con un brillo recuperado. Se cumplen 23 días de confinamiento y dos de la Pascua, que este año despliega una versión amplificada del Viacrucis. Juan ya ha pasado la peor parte. Así lo deduzco mientras observo la palabra ‘escribiendo’ parpadear en su estado de WhatsApp.
En un momento en el que no somos capaces de contar ni siquiera a nuestros muertos, conviene hacerlo con los años. En los casi quince de amistad que tengo con Juan, nunca le he dicho cuánto de nuestras discusiones tienen que ver con la persona que soy ahora. Tampoco le he hecho saber que muchas de mis vehemencias eran sólo exageraciones o que tomarme una cerveza junto a él, su mujer y su hijo siempre me remitió a una idea del paso del tiempo como constatación de las cosas duraderas.
Quizá mañana, cuando pueda hablar con él por teléfono, se lo diga. Así, de viva voz. Seguro acabaremos discutiendo. Y menos mal.