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Diario de la cuarentena (27): Spike Jonze en el supermercado

Viernes Santo, doce de la mañana. Una veintena de hombres y mujeres esperan su turno para entrar al Carrefour de la calle Brescia. Llevan bolsas plásticas y carritos de la compra. Separados por metro y medio de distancia, forman una fila que da la vuelta a la manzana. Una lluvia babosa recubre los plásticos y alarga la espera.

Miro el reloj, ya son la doce y cinco. Los vecinos van pasando, de a poco, con una lógica que no hace falta explicar. Por cada uno que sale, entra otro. Un hombre joven los saluda a todos. Es el chico de La Farola, aunque esta mañana no lleva ningún ejemplar para vender. En realidad no lleva nada entre la manos. Está ahí, sólo eso.

Hay una lógica de relojero en esta mañana de crucifixión. Crece, coreográfica, como un milagro apesadumbrado

Nunca hago la compra. Es por culpa de la pandemia que he descubierto que existe algo más que vino, cerveza y aceitunas en las estanterías de los supermercados. Quizá por eso no lo he visto antes. El hombre de La Farola que no vende La Farola está de buen humor. Una mascarilla azul cubre su rostro de piel negra y lustrosa. Se dirige a las personas como si las conociera. Cuenta chistes y dice chascarrillos. Algunos contestan, otros no. Yo espero.

Hay una lógica de relojero en esta mañana de crucifixión. La fila avanza, pero no se reduce. Crece, coreográfica, como un milagro apesadumbrado. Tic, sale uno. Tac, entra otro. Y así hasta acercarme a la puerta. Algo parecido al buen humor me saca este viernes santo y cuarentena. Me siento multitud u objeto seriado. Carrefour y la fábrica de chocolates, pienso.

Se apodera de mí una sensación de cadena de montaje, a lo Spike Jonze en la peli de John Malcovich o el ‘It’s all so quiet’ de Björk

Se apodera de mí una sensación de cadena de montaje, a lo Spike Jonze en la peli de John Malcovich y hasta me dan ganas de echar a bailar como en el It’s all so quiet de Björk dirigido por el cineasta. Llevo mis botas de lluvia y no me importa mojarme. Una sensación de irrealidad y comedia recorre los árboles, como si todos fuéramos figurantes de un musical improvisado, un flash mob absurdo e infeccioso.

Cedo mi turno a una mujer mayor y pizpireta que se aprovecha con gracia de su edad. Tengo ganas de reír, y no sé por qué. No tengo motivos. Creo que es la anciana y su buen humor, que unida al hombre La Farola y al pescadero que acaba de sacar a un chico joven que se hace el despistado para saltarse la fila, me hacen pensar que la vida gotea en estas escenas blandas e inofensivas que nos unen, al menos, en un lugar en el que aún es posible respirar. Todo, de pronto, me resulta violentamente feliz.

 

 

 

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