Diario de la cuarentena (42): ¿Aún podemos llamar esto una cuarentena?
Día 42 de confinamiento. Sobrepasamos por dos las jornadas que definen tal cosa como una cuarentena. La unidad de medida es antigua, tanto como para que el mundo clásico echara mano de ella, pero fue en Venecia, durante la peste de 1348, cuando ese lapso se implantó como criterio para dar por controlada la propagación de una afección.
Ocurrió hace ya demasiado tiempo, pero el enemigo sigue siendo el mismo, un bacilo. Algo externo que despierta a los que ya vivían dentro de nosotros: el miedo, la desconfianza, la fragilidad o la mezquindad, humores que en tiempos de vacas flacas son siempre más feroces que las buenas intenciones. No hay desinfectante suficiente para adormecer las pulsiones del que teme.
La palabra cuarentena caduca en el cronómetro de una vida que, se suponía, era más veloz, más feliz, más higiénica
Herrumbrosa y falible, la palabra cuarentena caduca en el cronómetro de una vida que, se suponía, era más veloz, más feliz, más higiénica. En un mundo de cuerpos perfectos y cosas compradas a plazos, hemos olvidado cómo dar nombre a lo que sentimos ante una tumba.
Que no somos inmortales es algo que redescubrimos de siglo en siglo. Nos pilla la enfermedad sin saber cómo contabilizarla o cómo juntarla en un lugar que nos ponga de acuerdo sobre el hecho de nuestra propia muerte. La que nos quita el aliento o la hacienda. Volveremos a un mundo en el que, puede, que no exista más nuestro trabajo y en el que habrá que seguir pagando la casa donde esperamos confinados hasta que no todo termine.
La esperanza de vida, decíamos. Nos creímos inmortales de la misma forma en que nos imaginamos omniscientes. El futuro que barruntamos se parece mucho al pasado: la idea de una plaga que nos doblega, nos arrincona y nos confina. Ni siquiera nuestra voluntad de encierro asegura que salgamos de esta, si es que existe tal cosa como una salida. El triunfo de la muerte de Bruegel como el selfie de nuestros desafueros.
De ahora en adelante, seremos paseantes, caminantes en un mundo que no se parece al que echamos de menos
Enferman el cuerpo y la mente, los individuos y las sociedades. Los hornos crematorios, aún a toda mecha, incineran cuerpos que sus deudos no podrán llevar consigo a casa. Y aquí seguimos, dando vueltas al plato de cristal del microondas, atrapados en la idea de cuándo saldremos… ¿Y para comprobar qué o cuáles asuntos? Aún separando en sílabas el palabro desescalada, no tenemos claro lo que habrá allá fuera cuando tengamos que salir a su encuentro.
Cuarentena de cuarenta y dos días, un sumidero. Encerrados durante semanas con nuestros demonios, son pocos los huesos que quedan para romperlos contra una certeza, porque no las hay, como no las hubo ni las habrá. Este domingo saldrán los niños a las calles. Sus pulmones limpios y vírgenes absorberán toda la frustración y melancolía de un mundo que no se parece al que recuerdan desde la última vez que pisaron la calle.
No hay test, pero sí paseos. Lo ha dicho el presidente de gobierno, Pedro Sánchez. Si lo dice la tele, debe de ser verdad… ¿No? De ahora en adelante, seremos paseantes, caminantes en un lugar que no se parece al que echamos de menos.