Diario de la cuarentena (50): Recalculando
Temo acabar en medio de un camino de cabras mientras una voz robotizada anuncia que he llegado a mi destino
Día número cincuenta de una cuarentena a la que ya no podemos llamar así. Están en trance de desconfinamiento las flores y las pieles, que presumen lustrosas con la llegada del calor. El buen tiempo invita a la poca ropa y al acto siempre tibio del desorden. A la palabra desconfinar la separa de desconfiar algunas consonantes que no sé dónde colocar.
Tras casi dos meses guardados en nuestras casas, por grandes o pequeñas que sean, nos derramamos. A las preguntas —cuándo, cuándo, cuando— les endosamos el deseo —quiero, quiero, quiero—. Nadie nos asegura que las cosas hayan mejorado, pero la certeza de que no podemos seguir así empuja a salir. Se trata de romper la membrana entre el mundo inventado de nuestras casas y otro, el de afuera, que no parece real.
Pienso en estas cosas asomada a una ventana desde la que corto en pedacitos mis propias preguntas. En mi barrio han sonado los aplausos, también las cacerolas. En la ciudad donde nací, atronaban los disparos. Ráfagas de automáticas que escuché en estéreo. No sé cuánta gente ha muerto aquí ni cuántas han matado allá. Me preocupa no saber.
No tengo del todo claro cómo ni cuándo voy a desescalarme, constato un abismo entre el mundo del que hablan los telediarios
Quizá no venga a cuento que hable de un país lejano gobernado por un régimen autoritario que en España levanta al mismo tiempo indignación y pitorreo. Quisiera no hacerlo, pero es el lugar en el que nací. Aún me pertenece, como ese brazo amputado que escuece, aunque no exista. La muerte se esparce, incluso cuando la creo lejos.
Huele a hartazgo y aunque aún no tengo del todo claro cómo ni cuándo voy a desescalarme, constato un abismo entre el mundo del que hablan los telediarios y el que yo barrunto en mis dudas. Juntos producen preguntas que voy apilando en un montoncito de plegarias no atendidas.
Mis angustias se encienden y se apagan según cambian de lugar mis preocupaciones. Se desconectan cuando duermo y se activan cuando leo noticias sobre mi país extinto, también cuando repaso cómo el gobierno de la nación que ahora habito rehace sus medidas como un GPS su ruta. Tengo miedo de acabar en medio de un camino de cabras mientras una voz robotizada anuncia que he llegado a mi destino.